Por Rocío Lloret Céspedes de La Región y fotos de Navel Arroyo
Viernes 27 de mayo de 2022.- Palmira Cadima creció viendo reciclar a su madre. Por entonces, hace más de 30 años, doña Celia Arriarán recorría una Santa Cruz de la Sierra de calles de arena y pocos vehículos. Con una bolsa a cuestas, caminaba durante horas, lo mismo bajo un sol tremendo que un frío penetrante y húmedo en invierno. Buscaba huesos de res en medio de desechos para venderlos a productores de pollos que los molían y convertían en alimento. Hoy esa técnica ha quedado en el olvido.
En ese momento, la década de los 80, el mundo todavía no hablaba de reciclaje como una necesidad urgente. No veía que reutilizar residuos para convertirlos en materia prima o nuevos productos, era un aporte de personas como Celia que, con su esfuerzo, le daban un respiro al planeta.
Palmira -ahora de 37 años, mirada profunda de ojos color ébano- lo veía como un trabajo que generaba ingresos para su familia. El medio con el que, además, ella y sus tres hermanos podían asistir al colegio. En su caso dejó de estudiar un año antes de salir bachiller. Tuvo a su primera hija a los 18 años, y vio en el reciclaje la manera de seguir adelante.
Hoy, 19 años después, todavía tiene la ilusión de entrar a la universidad y ser psicóloga. Uno de sus hermanos es contador, el otro estudia Ingeniería Civil, y el tercero aún está en etapa escolar. Sabe, sin embargo, que por ahora es complicado. Su meta es lograr que María José Osinaga, su primogénita, sea administradora y se haga cargo de una empresa de reciclaje. “Que ni ella ni sus dos hermanos vivan lo que yo viví”.
“Me estoy preparando para tener más experiencia”, dice con la convicción de quien también creció mirando cómo es el negocio. En su caso, tuvo mejor suerte que su madre. Tanto ella como su papá se encargaron de que ninguno de los tres hijos estuvieran cerca de los residuos por un tema de salubridad. “Yo en cambio, vivía en un solo cuarto”, recuerda Palmira.
María José tiene la misma visión. Este año entró a una universidad privada, por lo que sus padres deben pagar cada mes Bs 530 (unos 78 dólares), gracias a media beca. Al ver el entusiasmo de la joven, también abrieron una tienda donde ella compra residuos reciclables para venderlos a firmas que reutilizan botellas de gaseosa pet, plásticos, caré (el material que se usa para hacer sillas de plástico) cartones y chatarra entre otros.
María José, como la mayoría de los hijos de recicladores en Santa Cruz, ayuda también en la clasificación, lavado y limpieza final de lo recolectado. Sabe que con una buena administración, destreza y esfuerzo, es posible lograr sueños, como ese que un día tuvieron sus padres, de comprar una casa y una camioneta. Esta universitaria es parte de una generación de hijos de recolectores que quieren continuar con este oficio, pero desde una visión emprendedora.
Negocio circular
En la ciudad de Santa Cruz hay 36 asociaciones de recolectores de residuos divididas en tres grandes redes que cuentan con personería jurídica: Red de Recolectores, Bolivia Unida y Arecicruz (Asociación de Recogedores y Recicladores Santa Cruz). Se estima que aproximadamente dos mil personas se dedican a este oficio a tiempo completo; aunque serían muchas más después de la pandemia, como el caso de Adán Justiniano (67 años), un fotógrafo de acontecimientos sociales que quedó sin trabajo tras la llegada de Covid-19 y ahora forma parte de la Asociación Parque Industrial 29 de Marzo.
Todos ellos tienen la ciudad dividida en pequeños territorios o distritos. Así, cada miembro tiene un horario y un recorrido fijo, de manera que no se cruza con otro compañero. Portan credenciales y respetan sus espacios. Esta forma de organización se empezó a gestar hace 20 años, cuando el desaparecido Programa de Alivio a la Pobreza (PAP), impulsó la unión de los recicladores para fortalecer sus negocios. Antes -recuerdan muchos- trabajaban solos y los compradores o intermediarios los engañaban en el peso y el precio. La discriminación y los malos tratos son sus quejas más frecuentes, porque hay quienes se molestan cuando los ven abriendo las bolsas de basura para rescatar aquello que se puede reutilizar.
Heiver Andrade, director de Amigos de la Responsabilidad Social Empresarial (Amigarse), institución que trabaja con la Red de Recolectores, el grupo más vulnerable; explica que todavía hay quienes prefieren trabajar solos, pero se busca que se agrupen, porque así tienen posibilidades de incursionar en negocios inclusivos, como se conoce a las iniciativas rentables, ambientales y socialmente responsables.
En estas cifras hay un detalle interesante: todos se ocupan de que sus hijos vayan al colegio y trabajan con miras a que se conviertan en profesionales o estudien alguna carrera técnica.
“Yo solo tuve la oportunidad de estudiar hasta tercero básico. Me criaban mis abuelos y cuando murieron, tenía 13 años. A esa edad, mi tía me trajo a Santa Cruz a trabajar, cuidando niños”, recuerda Mary Franco (53 años), quien nació en Buena Vista, un municipio de este departamento.
Su anhelo era que sus tres hijos hicieran lo que ella no pudo. Hasta hace unos años, le pagó la universidad al mayor, Moisés. Esperaba que fuera ingeniero electrónico, así que junto con su esposo debía reunir para los gastos de la casa y Bs 800 para los estudios. Al cabo de dos años, él joven dejó la carrera, porque tuvo un segundo hijo.
Ahora la esperanza de Mary está puesta en Nohemí (19), quien cursaba contaduría en un instituto, pero el próximo año quiere apostar por la enfermería. Mientras, tanto ella como su cuñada, la pareja de Moisés, ayudan a trabajar en el centro de acopio que la familia alquila, y que a la vez es su vivienda, un barrio alejado de la ciudad, donde en esta época el viento sopla, y la arena golpea.
“Como mamá, una quiere que sus hijos se superen. Yo le digo a mi hija, que le agarró la pereza, que ella siga, que es por su bien”, dice Mary, quien continúa colectando cartones, plásticos, botellas pet en alrededores del Parque Urbano, de 5:00 a 12:00, como lo hacía desde hace 12 años cuando llegó “y todo esto era monte”.
Las cifras de un trabajo silencioso
Nohemí Hurtado rellena afanosa una bolsa con botellas ya lavadas, listas para entregar. A su lado está su cuñada, Paola, la esposa de Moisés. Ambas viven en casa de Mary y su marido, un terreno alquilado con unos pocos cuartos de material; un corredor amplio, donde van acumulando los costales, y donde en una malla de alambres, cuelgan objetos extraños que encontraron en sus recorridos: el laque de un policía, un casco militar.
Así son las viviendas de los recicladores, quienes actualmente no tienen un centro de acopio público, lo cual muchas veces los obliga a vender en el día y perder dinero. Y es que el negocio es rentable cuando se reúnen cantidades superiores a la media tonelada, y eso solo es posible cuando se juntan entre varios para hacer acciones conjuntas como alquilar galpones en lugares alejados, de manera que los vecinos no se molesten. Para eso, un reciclador debe recorrer las calles a pie todos los días, con un triciclo adaptado a manera de carretilla si ya lleva tiempo en esto; de lo contrario, deberá hacerlo con bolsas cargadas a la espalda. Hay quienes tienen motocargas o triciclos eléctricos, pero son los menos.
Se estima -dice Andrade- que cada uno reúne 1,6 toneladas por mes, en promedio. Si multiplicamos esa cifra por los dos mil recolectores que hay en esta ciudad, tenemos que estas personas evitan que lleguen 3.200 toneladas al vertedero de San Miguel de los Junos mensualmente, dándole así una mayor vida útil al sitio. Al año, esa cifra se convierte en 38.400 toneladas.
Ni Nohemí ni Paola ven esto como algo que quisieran para sus vidas. La primera quiere ser enfermera, porque estuvo dos veces en el hospital y le gustó esa labor. Paola en cambio no obtuvo los documentos para obtener el título de bachiller, “pero quisiera estudiar Gastronomía”.
Aportar desde otras perspectivas
Las nuevas generaciones de la Red de Recolectores tienen entre 18 y 25 años. Muchos crecieron entre cartones y plásticos, y su primer juguete fue algún residuo rescatado de los desechos. Por los datos de Amigarse se sabe que ya hay tres profesionales, una de las cuales es una contadora que continúa en el negocio. Otros, como Andrés Zegarra (25) se han propuesto estudiar dos carreras, ayudar a sus padres en el negocio, y colaborar con la formación de otros hijos de recicladores, entre otras actividades.
Desde hace un mes este joven universitario decidió aplicar sus conocimientos en Ciencias de la Educación para brindar apoyo escolar a niños menores de 13 años. Está a punto de egresar de la Universidad Gabriel René Moreno, y ya cursa el primer año de Derecho. Le gusta hacer teatro y las tardes de martes y jueves las dedica a estar con los pequeños.
En este proceso, descubrió que si bien él no pretende seguir los pasos de su papá recolector y su mamá barredora de calles, sí quiere tener un centro donde los compañeros de sus padres puedan llevar a sus hijos para recibir orientación. La otra opción, cuenta, es llevar la capacitación a las calles, por lo que está por lanzar un programa para ir a los lugares donde los recicladores se reúnen. También le atrae la política y piensa que desde ahí puede hacer mucho por el sector.
Un martes de frío en Santa Cruz, seis pequeños llegan embutidos en chamarras y gorros de tonos fuertes, con sus cuadernos a cuestas. Andrés los recibe y los pasa a una mesa larga, donde la mamá de uno de ellos se sienta para mirar cómo su pequeño aprende. El método que aplica el futuro educador ha resultado muy atractivo y sus alumnos se desesperan por llegar a sus clases y se oye a cada instante: “¡profe!”.
“Mi padre me llevaba a las reuniones de la asociación, y veía que había descuido en el tema de los niños, porque los padres salen y trabajan por necesidad”, asegura Andrés.
Su papá, Damián, es reciclador desde hace 12 años y siempre inculcó a sus tres hijos la necesidad de estudiar. Él tampoco terminó la secundaria, pero otra de sus hijas cursa Comunicación y la tercera está aún en el colegio. El hecho de recibir ese apoyo es vital para los jóvenes. Ellos conocen las historias de sus padres, los ven recorrer calles con sus carritos o sus bolsas y aunque no todos sufrieron bullyng, otros sí tuvieron que escuchar frases como: “he visto a tu mamá hurgando basura”.
Y precisamente eso es lo que los adultos quieren evitar para los suyos. “Si alguien me dice algo, estoy acostumbrada, pero cuando empecé, me daba vergüenza. A veces lloraba, por eso mi idea es que ellos no continúen con esto. Si yo me estoy sacando la mugre, es porque quiero que ellos estudien, trabajen en una oficina, tengan un mejor futuro”, asegura Palmira Cadima.
Nohemí, Paola, María José, Andrés, Mariana, todos son hijos de recolectores. Todos ven su futuro desde otra óptica. Aspiran a tener un empleo, o a ser sus propios jefes en una microempresa. Hay quienes quieren aportar desde el conocimiento y los que esperan un día volver a las aulas. Ayudar a cambiar sus destinos puede ser tan sencillo como separar los residuos que se generan en cada hogar. Pero sobre todo, ver en la labor de sus papás no solo una fuente de generar recursos, sino de un aporte vital para el medio ambiente.
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