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Salud

Un mal mental llevó a Graciela a sobremedicarse y de médico en médico

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Texto y audios de Rafael Sagárnaga y fotos de Mónica Oblitas para Guardiana y La Nube (Bolivia)

Lunes 25 de marzo de 2024.- A dos semanas de uno de los días más felices para la familia, una crisis llegó al hogar de Mauro y Graciela. No era una crisis pasajera, sino de aquellas que marcan un antes y un después en la vida. Lo peor, sembraba otra crisis parecida o mayor. Por eso Graciela, siempre que cuenta su historia, remarca una de las lecciones y, a la vez, confiesa qué sacó de aquella experiencia: “En los colegios algo que siempre deberían enseñar es a manejar las emociones, educación emocional, y a alimentarse muy sanamente”.  

En julio de 1991, Graciela dio a luz a Benjamín (nombres ficticios a pedido de las fuentes). La pareja cruceña cumplía así un profundo anhelo y lo celebraba, pero la alegría se disipó en cuestión de diez días. Un preocupante proceso infeccioso se hacía recurrente en el recién nacido. Fiebres, cólicos y diarreas, primero; luego, septicemia. Tras examinarlo, los pediatras les explicaron que, cada vez que el bebé ingería alimentos, sus intestinos se agrietaban y su contenido fluía hacia otros órganos e intoxicaba la sangre. El caso, técnicamente definido como “fístulas gastrointestinales”, era de pronóstico reservado y precisaría de tratamiento muy cuidadoso, caro y especializado. 

“Yo, que siempre he andado a más revoluciones que el resto, me puse al doble de velocidad al recibir el diagnóstico –recuerda Graciela–. Benjo tenía 50 mil glóbulos blancos por milímetro cúbico cuando lo normal, a esa edad, es entre 10 mil y 30 mil. Como era cuestión de vida o muerte, decidí luchar contra la corriente. Mire que llegó un día cuando alguien nos sugirió: ‘Llévenselo a su casa porque esta noche se va a morir’, con alguna palabrita algo más diplomática. Y yo asimila que asimila cada noticia sobre mi hijo, durante tanto tiempo. Pero hay un momento en que todo explota”.

Ocho cirugías

El pequeño Benjo recibió, literalmente, de entrada, grandes pruebas existenciales. Su problema de salud le demandaría nada menos que ocho cirugías en menos de siete años. En cada oportunidad, cada vez que les decían “es necesaria otra operación”, Mauro y, sobre todo, Graciela experimentaban el temor de un resultado fatal. Y, entre cirugía y cirugía, el ritmo de vida lo marcaban los sobresaltos y los crecientes gastos.     

Probablemente, en Bolivia, los seguros privados resultan demasiado exclusivos, mientras que la seguridad social y la pública normalmente colmadas de pacientes, presentan fatales limitaciones. Por ello, para un significativo porcentaje de la población, sobre todo de clase media, el “seguro de salud” lo constituyen sus bienes. Algún apoyo familiar y del entorno social suman algo así como azarosos beneficios adicionales. Eso experimentó la pareja en aquel tiempo. 

Hasta entonces, tras seis años de matrimonio, aquel par de treintañeros ya proyectaba un futuro económicamente holgado. Ambos ejercían sus profesiones, ella, auditora, como funcionaria pública del área contable y él, ingeniero civil, como parte de importantes proyectos de construcción privados. La llegada de Benjamín, el segundo hijo, completaba un escenario de realización hogareña muy optimista. Su patrimonio crecía, dos vehículos, una casa en construcción, un lote campestre para la quinta… Pero, de pronto, debieron rehacer planes. 

“No solamente que tuvimos que vender prácticamente todo, sino que con el tiempo debí apelar a préstamos y más préstamos –recuerda Mauro–. Ella, en ciertos momentos, decidió trabajar en dos lugares. Llegamos a ser parte de campañas de solidaridad de amigos y parientes. Conocimos a quienes te ayudan con lo que tienen, como un humilde obrero que trajo, envuelta en una hoja de cuaderno, su ganancia del día. Mientras había gente, como un amigo ‘cercano´, muy bien parado en plata, que sólo me dijo: ‘Te tengo en mis oraciones’. Hasta hoy me conmueve la actitud de aquel obrero que era un señor mayor, noble, humilde… bueno”.     

Tal cual relatan, aquella carga de obligaciones y demandas les obligó, incluso, a alquilar un cuarto cerca de la clínica donde Benjo, a veces, debía pasar semanas. Allí Mauro descansaba o trataba de avanzar en sus trabajos, siempre alerta a las llamadas de los médicos. Allí, en su turno, Graciela intentaba, casi siempre inútilmente, dormir. Él, orientado a muy personales convicciones religiosas, llegó a orar varias veces compungido en ese cuarto. Ella, criada bajo marcadas convicciones prácticas, procuraba “calmar los nervios, organizar ideas, salidas…”. 

Cuestión de vida o muerte

Entre la segunda y la tercera cirugía, cuando Benjamín apenas bordeaba el año de nacido, llegó un primer momento de extrema tensión. “Habíamos logrado que quien era considerado el mejor especialista de Santa Cruz lo vea –recuerda Mauro–. Le hizo una tercera intervención, inició una cuidadosa observación de varios días y nos explicó muy claramente que ahí se definía todo. Me dijo: ‘Hemos hecho exactamente lo que harían en Brasil o Estados Unidos. Ahora todo ya queda en cómo reacciona el organismo del niño, lo demás escapa a nuestras manos, sólo queda esperar”. 

Unos días más tarde, Benjamín enfrentaba su mayor reto. “Sus signos vitales mejoraban y decaían, alternadamente, pero decaían más –describe Mauro–. Aquel doctor se quedó atento a su evolución, lo observaba, y si salía un rato, llamaba por teléfono a los internos para pedirles información. Se mostró más serio y preocupado al final de la tarde, se quedó hasta las 23.00. Lo llamaron y volvió a las 02.00. Los internos y las enfermeras iban y venían con caras de preocupación. Era claro que mi hijo estaba al límite y muy cerca de morirse. Entonces, le dije a mi esposa que iría un ratito al cuarto que alquilamos a traer una ropa o algo así. Le pedí que se calmara porque ella temblaba con la mirada como perdida”. 

Pero, según cuenta Mauro, no fue a traer nada. Optó por apelar a una condición que, según psiquiatras como Alcira Schlüsselberg, ayuda a quienes enfrentan duras crisis como un escudo emocional. “Entré a esa habitación, prendí una velita cerca de un velador que teníamos con florecitas y me puse a orar por mi hijo –recuerda Mauro–. Luego llamé a un amigo a quien suelo apelar en momentos difíciles. Le confié que estaba dispuesto a hacer y dar lo que sea con tal de que mi hijo viva y recuerdo que me dijo: ´Deja que arriba valoren el amor que le tienes, es amor de verdad, ten confianza’”. 

Mauro asegura, sin la menor duda, que fue escuchado. Cuenta que a las 04.00, el niño empezó a estabilizarse y luego a llorar. Recuerda que a las 07.00, el médico especialista volvió a la clínica a ver al pequeño paciente que una noche antes ingresaba en lapsos de agonía. Lo encontró semi incorporado junto a su madre y succionando vorazmente el contenido de una mamadera. 

La segunda crisis

Fue el principio de la recuperación definitiva. Si bien debieron programarse en años siguientes otras intervenciones quirúrgicas menos riesgosas, poco a poco Benjamín empezó a tener una vida normal. Años más tarde, llegó a practicar deportes extremos y completó una carrera universitaria. Sin embargo, en ese tiempo, al margen de las tensiones propias de aquellas cirugías complementarias, otro problema empezó a agudizarse paulatinamente en la familia.  

“Casi no podía –recuerda Graciela– dormir nunca. No sólo eso, me venían pensamientos que me hacían temer el retorno a la clínica y que llegue otra crisis. Incluso era como si no viera correcto el sentirme bien o aliviada, no aceptaba que las cosas estén mejor. Temía salir de casa. Las deudas, el trabajo y los controles a Benjamín me dejaban muy mal emocionalmente. Y empecé a perder la noción de la normalidad y gran parte del control de mí misma”. 

Graciela sufría lo que los psiquiatras denominan “trastorno de pánico y depresión crónica”. Los expertos consultados explican que cuando las personas experimentan pánico inesperado y recurrentemente, y presentan miedo constante de sufrir otro ataque, probablemente padecen dicha afección. Pero, además, esta enfermedad mental se complejiza con consecuencias en la salud física de las víctimas. Es el momento de colapsos como aquellos que luego conmovieron a la familia de Graciela y Mauro, y la forzaron a vencer otro desafío.

El psiquiatra Wilberth Ayala explica en el siguiente audio en qué consiste el trastorno de pánico y los síntomas que implica.

Crisis de pánico

“Benjo tenía ya tres años y nuestro hijo mayor, Luis, iba a los seis, cuando se desató la crisis de mi esposa. Ya no sólo eran el insomnio y los miedos, sino que le surgieron problemas estomacales frecuentes, taquicardias... Le venían vómitos, dolores en el vientre y la cabeza, no comía. Lo peor sucedió cuando debía volver del trabajo más temprano por sus problemas de salud y luego cuando se desmayaba en las calles. Más de una vez el taxi que la llevaba a su trabajo volvía con ella, otra vez enferma”. 

Relata Mauro, el esposo

Entonces enfrentaron otro problema frecuente en Bolivia y, probablemente, gran parte del planeta. Por ejemplo, en Estados Unidos, la tercera causa de muerte constituye, según datos oficiales, la mala praxis médica, huelga deducir qué pasa en países menos desarrollados donde no se tiene estadísticas al respecto. Y una significativa parte de esa mala praxis es el error de diagnóstico. Si antes de ello se tiene un paciente afecto a automedicarse, el panorama resulta aún más complicado. Graciela reconoce que era de las personas que portan una lista de medicamentos de fácil acceso en la cabeza y se autorrecetan fármacos a discreción. Es lo que hacía para enfrentar sus dolores y alteraciones fisiológicas de aquel tiempo. Dos años después, recién apelaría a ayuda especializada.  

Romerías sanitarias

El psiquiatra Wilberth Ayala explica que “muchas veces los pacientes no están informados y van a cualquier médico, menos a psiquiatras o psicólogos (que son los que tratan las enfermedades mentales, aunque los segundos no pueden medicar). Prefieren ir incluso a curanderos o a neurólogos o médicos de otras especialidades. Y éstos, a su vez, les hacen estudios, generalmente tomografías, resonancias magnéticas de diversas partes del cuerpo. De modo que van gastando su dinero en eso y también van perdiendo tiempo. Llegan entonces al psiquiatra meses e incluso años después de haber iniciado su trastorno psiquiátrico, cuando ya está cronificado. Diríamos que llegan cuando es medio tarde, aunque sabemos que nunca es tarde”.    

Ayala describe así, casi calcadamente, lo que le sucedió a la familia de Graciela y Mauro.

“Cuando llegaron los desmayos y los vómitos buscamos ayuda en los médicos. Alguno daba su propia medicación, otros derivaban hacia un nuevo especialista. Mi hermana, además me llevó donde naturistas que me dieron unos mates y cosas así. Después, el médico internista y, creo que el neurólogo, ya se acercaron más a identificar el mal y me derivaron al psicólogo. Incluso cambié de psicólogo y luego fui a un psiquiatra, pero ninguno lograba que salga de ese infierno que ya afectaba profundamente a mi familia”. 

Graciela relata cómo su salud fue a parar a diferentes manos, incluidas las de médicos tradicionales

Su vida ingresó en un laberinto del que parecía cada vez más difícil salir y ser ayudada. “Me aferraba a ciertas pastillas para uno y otro problema –recuerda–. Lo clásico: omeprazoles, paracetamol, lertus, luego, ansiolíticos, de todo un poco, según los males que creía tener o había desarrollado, pero no salía del trance. Agotada y confundida yo ya no era consciente de mi estado, Mauro y mis hijos sentían que me estaban perdiendo”. 

Ayala atestigua una diversidad de casos similares que tuvo que tratar. Las historias de una paciente de origen campesino, víctima de sucesivos maltratos, y de un colega anestesista que colapsó y acabó inyectándose fármacos son los que más destaca. La primera, tras décadas de terapias, no supera una crónica depresión. El segundo falleció tras incurrir en una sobredosis.                    

Terapia radical

De pronto, el destino jugó en favor de Graciela. La pareja recuerda que un día llevaron a Benjo a la consulta rutinaria con el pediatra. El estado de Graciela llamó la atención del galeno y éste les recomendó a un psiquiatra especialista subrayando una advertencia: “Él es prácticamente el único que sabe tratar estos casos acá y yo sé por qué les digo”. 

“Algo interesante sucedió el día que fuimos al consultorio que nos indicaron –recuerda Mauro–. Mientras esperábamos y luego subíamos por las escaleras pasó cerca y también esperó con nosotros un señor bajito, de frente amplia, cabello como erizado, ojos claros y mirada penetrante. Luego, cuando llegamos al consultorio él entró y abrió la puerta interior. Era el doctor Nils Noya. Fue cuestión de una observada y me dijo: ‘No me cuente, su esposa tiene estos problemas…’. Y describió con precisión matemática todo lo que le pasaba a Graciela”.     

Noya explicó al esposo las complejas alteraciones que un trastorno de pánico genera en una persona. Podrían resumirse en un shock hormonal que altera a la víctima hasta llevarla a un agotamiento físico y mental e incluso a un colapso fatal. “Es una cascada neurológica y endocrinológica –explica la psiquiatra Alcira Schlüsselberg–. Una cascada que arrastra hipotálamo, hipófisis y finalmente la glándula suprarrenal que libera cortisol, es decir, la hormona del estrés, eso genera muchos síntomas periféricos. Estas personas siempre viven atemorizadas de tenerlos, llegan a abandonar trabajos, temen salir de casa, se vuelven disfuncionales totalmente”. 

Ayala complementa la descripción del cuadro: “Está implicada la amígdala del cerebro, cuya función es regular las reacciones de agresividad, miedo, ansiedad… Entonces estos pacientes tienen una amígdala hipersensible ante cualquier estímulo externo o interno que activan el hipotálamo, la hipófisis… Y todo eso hace que se secrete mucho cortisol en el cuerpo y el cerebro, y hay una secreción elevada de adrenalina. Cortisol y adrenalina elevados causan un caos en el organismo, alteran todo el organismo”. 

Los especialistas consultados señalan que la víctima de este síndrome siente, por ejemplo, que el corazón late más rápido, tiene arritmias, crisis de hipertensión. Añaden que incluso se modifica la química sanguínea y se incrementan la glucosa, los triglicéridos y los ácidos grasos. A nivel respiratorio surgen sensaciones de ahogo, sienten que no pueden respirar. Ayala remarca: “En estos episodios de crisis de pánico la persona siente que se está muriendo, que pierde el control, que está enloqueciendo”.

Resistencia al límite             

“’¿Me dice que ella iba a su trabajo?’, me preguntó el doctor Noya –relata Mauro–. ‘Pocos comprenderían el esfuerzo que alguien, en ese estado, tiene que hacer hasta para levantarse, mayor aún para ir a trabajar. Realmente es admirable. ¿Y usted ha estado lidiando con semejante problema tres años? Raro, otros las dejan, las abandonan, con guaguas y todo, ya no soportan la crisis. Ambos se han portado como héroes”. 

La terapia que aplicó Nils Noya se inició con una medida traumática, pero esperanzadora para la familia. Durante una semana, Graciela fue internada y se le indujo sueño, durmió prácticamente siete días íntegros. Noya le dijo a Mauro que, si prefería, ni se preocupara de ir a verla porque prácticamente no tendría sentido. Ella precisaba, básicamente, dormir. 

“Sólo la despertaban para que coma y para que vaya al baño, luego volvían a dormirla –recuerda Mauro–. Nosotros tres igual íbamos a verla, nos sentábamos a su lado calladitos un buen rato y volvíamos a casa. Cuando despertó nos contó que para ella fue como si hubiera dormido apenas unas horas. Luego, Nils le prescribió una serie de fármacos que tomó durante años, también otros que le administraron en vena. Fármacos muy caros que debía tomar todos los días”.

Aquel psiquiatra le ayudó a conjurar nuevas crisis que con cierta recurrencia empezaban a amenazarla. Era una ayuda frecuente al comienzo y luego una consulta relativamente programada en plazos cada vez más largos. Graciela señala que, poco a poco, empezó a tener una vida organizada y relativamente normal. Ya no había crisis; sin embargo, le faltaba o sobraba algo a aquellas nuevas rutinas. 

Vida “normalizada”, pero…

“Tomaba pastillas para estar despierta y pastillas para dormir, era una especie de vida artificial –confiesa Graciela–. Ese ritmo de vida medicado afectaba también la relación con mi esposo y con mis hijos. Era casi una zombi y además sabía que todo fármaco, con el tiempo, te va intoxicando, te daña riñones, hígado, etc. Quería recobrar una vida normal de hogar y una vida natural en mi cuerpo. Así que, sin decírselo al doctor Nils, tomé una decisión personal y preveía medirla hasta, de ser necesario, poder explicársela al doctor”. 

La decisión era reducir poco a poco, cuarta o quinta pastilla menos cada día o cada dos días. Y continuó su proceso durante varias semanas. Mientras buscaba ser más fuerte cuando nuevas crisis la amenazaban. En ese trance, además, falleció Noya, y en gran medida sólo se tenía a sí misma. Cuenta que, cuando le recomendaron a alguno de los alumnos más destacados de aquel psiquiatra y fue a consultarles, se decepcionó, “no eran ni la sombra”. 

“Apelé a dietas, técnicas de respiración, enseñanzas sobre una vida sana y equilibrada –explica Graciela–. Descubrí cuán intoxicado estaba mi organismo con varios exámenes que me hice e investigué cómo aliviarlo de semejante estado. Me faltaba algo: necesitaba y soñaba con una casa que tenga más calma y más aire para vivir. Pero nuestra economía se había ido al piso y vivíamos en un anticrético en el centro, pura bulla, de Santa Cruz. Es más, nos recordaban que pronto deberíamos entregar aquel departamento”.

Desintoxicación       

Los últimos gastos elevados que la familia decidió realizar fueron los orientados a la desintoxicación y el fortalecimiento con nutrientes esenciales. El hábito previo de la automedicación, las prescripciones de diversos especialistas que tenían sus propios diagnósticos y la terapia final cobraban su propia factura. Graciela experimentaba problemas renales, gástricos y hepáticos.

“Mi consumo de omeprazoles y los famosos paracetamoles muy probablemente ya cargaron mi hígado –empieza a listar Graciela–. Pero también lo castigaron los antidepresivos como la Anafranil (clomipranima), Fenelzina, Clonex (Clonasepan), Celtium y otros que también me prescribieron. Sumemos los efectos de otros fármacos como el Neuryl y el Xanax (Alprazolam). Me sentí una bomba, pero química y me cansé. Me ha ayudado la doctora Mónica que es homeópata (profesionales en salud que apelan a terapias naturales), titulada en Argentina, que me orientó a una desintoxicación para que evite daños graves”. 

Graciela confiesa que se ha vuelto “adicta” a los jugos y dietas sanas de diversas características. También, orientada por su homeópata, es crítica del negocio que observa en los fármacos y la mercantilización de la medicina tanto científica como alternativa. Reconoce que ciertas recaídas implican un gran esfuerzo propio y de su esposo cuando el pánico la vuelve a amenazar, pero que ya saben conjurarlas. Su búsqueda de salidas a sus problemas psiquiátricos y fisiológicos le llevó también frecuentemente a la medicina ortomolecular con terapias de nutrientes y desintoxicaciones. 

Graciela en un día de sol en Santa Cruz de la Sierra.

El especialista Emil Arroyo explica que “la medicina ortomolecular complementa las terapias de las diversas especialidades médicas. Es una pena reconocer la tendencia al uso de muchos fármacos terapéuticos que son xenobióticos (sustancias que no se producen naturalmente y se encuentran dentro del organismo). Obviamente tienen un efecto tóxico, especialmente en los procesos de detoxificación del hígado. Por ello, es muy importante medir la cantidad adecuada y necesaria porque ninguno de esos fármacos es inocuo. Entonces, cuando ya surgen problemas de desintoxicación y alteraciones, hay productos, varios de ellos naturales, que ayudan a restablecer y restaurar esa función hepática que se ha descompensado”.   

En el siguiente audio, Arroyo explica con mayor detalle cómo se puede realizar la desintoxicación, pensando sobre todo en restablecer la salud del hígado.

Otra ayuda del destino

En ese complejo ritmo de vida, poco antes de la llegada de la cuarentena por Covid-19, el destino volvió a darles una manito a Graciela y Mauro. Los costos de alquileres y anticréticos de casas medianamente aceptables se habían disparado en Santa Cruz. “Creo –dice el esposo– que ella no hubiera aguantado el encierro y la tensión que afectó a tanta gente, especialmente en los departamentos. Pero unos meses antes ubicamos una casa preciosa, aunque muy deteriorada, en un condominio muy tranquilo, rodeado de naturaleza. Hice un acuerdo con la dueña para ser el restaurador y ella, luego, hasta nos ha hecho una oferta de venta”. 

La previsión de Mauro suma asideros en los marcados costos psicológicos que dejó a nivel mundial y nacional la pandemia. La Organización Mundial de la Salud ha informado que las enfermedades mentales se incrementaron en un 25 por ciento en el planeta tras aquel trauma global. Mientras que una investigación del medio digital boliviano Guardiana realizada a fines de 2023 reveló significativos incrementos en todos los departamentos de Bolivia. Baste citar como ejemplo que, en Cochabamba, de acuerdo al Servicio Departamental de Salud, los casos de episodios depresivos se incrementaron en un 134 por ciento. Los de ansiedad, en un 109 por ciento y los psicóticos en un 405 por ciento.   

Para Graciela, probablemente un gran paliativo fue hallar ese espacio que hace tanto tiempo demandaba. Un vasto jardín común para seis casas rodeadas de bosque profundo y aire puro en la periferia de la mayor urbe boliviana es su nuevo hogar. Allí recibió a Guardiana y La Nube para contar su historia con los gestos y gustos de la proverbial hospitalidad cruceña. Es el elemento que ha sumado a la lucha contra el fantasma que la asaltó hace casi tres décadas y para purificarse de sus tóxicas consecuencias.  

Cuenta Mauro que, de cuando en cuando, dos treintañeros, a veces juntos, a veces de a uno, transforman el espacio de paz de Graciela. La casa se convierte en un mundo de alegría. Son Luis y Benjamín, el primero veterinario y el segundo ingeniero industrial, que llegan del interior a visitarla. Hace ya 19 años que Benjo dejó de ser objeto de controles para su complejo problema en el vientre. Ese que marcó un antes y un después en la vida de toda su familia. 

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Esta investigación fue realizada gracias al soporte del Consorcio para Apoyar el Periodismo Independiente en la Región de América Latina (CAPIR), un proyecto liderado por el Institute for War and Peace Reporting (IWPR).

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