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Los dos vasos de mocochinchi frío fueron los aliados perfectos esa mañana, tanto para mitigar el calor del ambiente como el rubor que asomaba en las mejillas de ambas. La entrevista no era fácil de realizar, tomando en cuenta que una mujer de pollera de 73 años estaba dispuesta a recordar y contar, por primera vez, sus experiencias personales con la primera menstruación, el enamoramiento, el matrimonio y la sexualidad; temas que muchas mujeres todavía prefieren mantener en silencio.

Estela M. es una mujer afable, de trato cordial con los clientes que la visitan en su puesto de venta de abarrotes, en uno de los principales mercados de la ciudad de Cochabamba. Cada día, desde hace 51 años, acude temprano a su trabajo y se queda hasta finalizar la tarde.

Es la cuarta de cinco hermanos. Su padre quiso que termine el colegio, pero ella desistió al finalizar primaria; quería quedarse más tiempo en su casa, acompañando a su madre, quien era víctima de constante violencia física y verbal por parte de su esposo.

Ha pasado más de medio siglo, pero Estela no se olvida lo que sucedió aquella mañana que le causó mucha confusión y vergüenza.

Nadie. Ni su mamá, ni su hermana mayor, menos las pocas amigas que tenía le habían anticipado o explicado a Estela que a cierta edad las mujeres comienzan a menstruar y que esto ocurre una vez al mes durante la mayor parte de su vida.

Estela tenía 15 años cuando una mañana sintió que tenía un sangrado vaginal. Pensó que algo andaba mal en su cuerpo, pero prefirió guardar silencio por vergüenza. “De miedo no dije nada. Solita me hice mis trapitos y los lavaba a ocultas. Me sangraba varios días”, cuenta, mientras desvía su mirada a un costado y el rubor se instala de nuevo en su rostro, como si estuviera reviviendo la sensación de aquel día.

Cuando su mamá se percató de la situación solo atinó a decirle: “Imilla, ya te está bajando, cuidado te manches, te vas a limpiar y en las noches vas a lavar tus trapitos”.

Y así lo hizo. Ella asumió que “así siempre era para las mujeres”, pero, no se enteró de lo que implicaba la menstruación en el ciclo vital femenino, nadie le explicó, quizá porque tampoco lo tenían claro.

Un episodio de violencia aceleró el compromiso de Estela con el chofer del entonces presidente de Bolivia René Barrientos Ortuño. Ahora piensa que pudo haber esperado más tiempo antes de casarse.

A sus 16 años, Estela conoció a Raúl L. cuando llevaba a pastar a sus vacas al terreno de su padre, que colindaba con la casa de campo de René Barrientos Ortuño. Él pasaba cerca, manejando el auto privado de quien fuera presidente del país.

Raúl -quien es mayor con cuatro años- quedó prendado de ella y comenzó a cortejarla. “Éramos amigos nomás. Solo hablábamos y jugábamos en los maizales. Un día me invitó a ver una película en el cine del barrio y llegué tarde a mi casa. Esa noche, mi padre me amarró a un palo y me pegó con látigo. Tal vez se olió que estaba saliendo con un chico”, añade mientras toma un sorbo del vaso de refresco, como para tomar aliento y seguir con el relato.

Al poco tiempo de ese castigo, Raúl le dijo: “Me quiero casar ya”. Ella aceptó sin saber nada del matrimonio, quizá solo para escapar de la represión paterna. Más de medio siglo después, reconoce que su esposo es un buen hombre, pero que se apresuró en su decisión porque a los 17 años no estaba preparada para la vida marital.

A pesar de la oposición inicial de su padre, Estela y Raúl contrajeron nupcias y se trasladaron a vivir a la casa de Barrientos, donde se quedaron hasta que éste falleciera en un accidente aéreo en 1969.

Ante el anuncio inesperado de su flamante esposo, Estela sólo atinó a quedarse sentada toda la noche al borde de la cama, para evitar cualquier tipo de acercamiento.

Después de la fiesta de matrimonio, cuando se encontraban solos en el cuarto, Raúl le dijo: “Ahora vamos a dormir juntos”. Ese instante, Estela sintió miedo, no sabía que significaba esa frase ni lo que tenía que suceder en una “primera” noche de bodas. Nunca antes habían tenido un contacto físico, ni siquiera un beso.

“No quería echarme, pensaba cómo voy a dormir con él. Cuando se quería acercar -como soy forzuda- lo empujaba al otro lado de la cama. No quería que me toque”, relata con un tono de voz más bajo y agarrándose las manos en señal de nerviosismo.

Esa noche “no pasó nada”, pero cuando sucedió -a los pocos días-, no fue una experiencia agradable para Estela. “Me he asustado mucho, no me gustó siempre. He llorado grave, como María Magdalena. Qué me ha hecho, pensaba”.

El resabio de su primera experiencia sexual ha marcado su manera de concebir las relaciones de pareja. No le gusta las muestras de afecto públicas.

Estela tiene una familia unida. Su esposo la apoya y sus tres hijos, dos mujeres y un hombre, tienen su vida propia. Eso sí, desde muy jóvenes, supieron que a su mamá no le gustaba verlos con sus enamorados, a excepción de quienes serían sus cónyuges. “Les dije que debían ser como yo he sido”, añade.

A ella no le gusta ver demostraciones de afecto, menos en público. “Me incomoda ver parejas abrazadas. Ahora tan feo se ve, en todo lado se están besando y agarrando sus manos, hasta los mayores”, expresa mientras toma el último sorbo del vaso de mocochinchi.

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