Si se pudiera cambiar el año por otro, si se pudiera tener un switch que transforme una época en otra, muchas personas querrían bajar ese switch, o interrumpir al año. ¿Justamente por eso será que es un interruptor? Interrumpir el año y escoger otro.
La ilusión de cambiar el tiempo por otro tiempo es muy antigua, claro, y está presente en la literatura y en la imaginación de las personas. La sensación de la fatalidad, de lo inevitable, acompaña en mucho a las personalidades modernas que sueñan, más bien, con el control de su destino, con el sueño de una vida feliz.
Quisiéramos ser como el doctor Fausto, o como Bart Simpson, o como cualquiera que hizo un pacto con el diablo, o como Aladino con el genio. Así podríamos cambiar una vida llena de realidades por una vida soñada, aunque el precio a pagar, como dicen los mitos, sería alto: cambiar momentos de felicidad por una eternidad de tormentos.
El cristianismo en cambio invierte las cosas. Te dice: aguanta una vida de tormentos, pero efímera, y tendrás una eternidad de placeres, aunque muerto. Es una idea muy efectiva para los que creen que vivir es pagar pecados, o que es un permanente sacrificio. Pero es insólito comprobar que, por ejemplo, dirigentes populistas venezolanos también piden lo mismo a su gente: “Si no hay sacrificio, no hay beneficio”. Las indulgencias en este caso las promete el partido, el poder, la tiranía; pero como ya lo hizo el Vaticano, el tráfico de indulgencias es sólo un bulo, una forma de control de almas y cuerpos a cambio de nada.
Vivimos sin embargo en un mundo que parecería que ha encontrado la fórmula de la eterna juventud, o de la negación del dolor y la muerte, o de la felicidad realizada gracias a la realización de las personas. Se ha dicho mucho que la sociedad de consumo nos brinda el paraíso inmediato, pero que, como un Mefistófeles capitalista, está listo para arrebatarnos el alma. En esta “civilización algofóbica”, como le gustaba repetir a Marco Aurelio Denegri, el temor al dolor es también una caída en el dolor… o unas versiones de él: la angustia, la depresión, el estrés.
Sin embargo, también el cristianismo tiene un concepto fundamental, que puede, en este caso, oponerse vivamente a aquello de “sacrificio para el beneficio” venezolano. Se trata del libre albedrío, aquella capacidad de decidir, de optar por uno mismo, y no dependiendo de Dios o del destino, o de la fatalidad, o de las Moiras. Aunque San Agustín también pensaba que el buen uso del libre albedrío se premiaba con la eternidad, y su mal uso con la infelicidad perpetua (es esta vieja idea: eres libre de hacer lo que quieras, pero atente a las consecuencias); a pesar de esta idea que pasa la responsabilidad de nuestros destinos a lo que hagamos bien o mal, el libre arbitrio es una rendija para no aceptar lo fatal de las circunstancias y buscar otro camino, actuando. Es también otro signo de nuestros tiempos: la libertad individual de decidir por nosotros mismos. Pero esto trae, nuevamente, la angustia de decidir bien, o mal, o las dos cosas a la vez.
Por eso el que no tiene libertad no tiene que decidir, y por lo tanto no sufre por las trías permanentes de su vida: sólo acata, sólo sigue, sólo obedece. Aplastado, dominado, sí, pero apaciguado porque no tiene que decidir. Acepta el destino, que en realidad es aceptar la obediencia, así sea a unas condiciones de vida que le aparecen como ajenas, como predestinadas.
En cambio el que ejercita su libre albedrío, o su libertad de decidir (no entraré aquí en distinguir si libre albedrío y libertad son dos cosas diferentes o no), al hacerlo, está solo en su decisión, solo en su acierto, solo en su posible error. Y entonces se equivoca, una y otra vez, aunque también acierta, pero nada es seguro. Nada da confianza, nada da la paz del que se conforma. Y es entonces, un individuo moderno: lleno de libertades, pero lleno de inseguridades y zozobras espirituales.
La llegada de la pandemia de Covid-19, el hecho de que marcará para siempre la historia de los tiempos actuales, nos pone, entonces, en la prueba del switch de nuestras vidas: soñar con un mundo diferente o aceptar lo que es, sencillamente. Los revolucionarios o rebeldes creerán que todo debe ser cambiado a punta de balas; los conformistas, que todo debe aceptarse sin chistar, porque Dios así lo quiso. ¿Habrá un switch, me pregunto, que funcione mejor cuando se lo deja en la mitad del camino?
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