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Vivimos en una sociedad en la que por flojera intelectual o por costumbre, preferimos dividir el mundo en dos: alto/bajo, lindo/feo, bueno/malo, grande/chico, hombre/mujer, niño/niña, y muchas veces reducimos nuestra experiencia vital a categorías simplificadoras y rígidas.

En nuestra sociedad, existe un modelo tradicional masculino que influye significativamente en la manera en que deben sentir, pensar y actuar los hombres. Este modelo dicta las normas de lo que está permitido o no para ellos. Esta supuesta permisividad abarca campos de sus vidas, tan distintos como cuáles son los colores que pueden escoger para vestirse, sobre todo cuando son niños, hasta el tipo de carreras que pueden escoger cuando son adultos, pasando por los pasatiempos que son dignos de ser o no escogidos. No por nada, es visto como “normal” que todos los niños jueguen fútbol y apoyarlos en una carrera futbolística si así lo quieren de jóvenes o adultos, pero es visto como problemático que un niño quiera bailar y expresar su emotividad, destreza y fuerza física a través del baile.

Este modelo impone una manera rígida de comportarse, privilegiando principalmente en niños, jóvenes y adultos rasgos de poder, fuerza física, violencia o ciertos comportamientos como el estar siempre dispuestos a tener relaciones sexuales o el no mostrar vulnerabilidad emocional, entre otros. Este conjunto de características se convierte en un modelo que los hombres deben seguir y reafirmar constantemente, para ser considerados realmente masculinos.

Entre los atributos que típicamente deben poseer los hombres están: ser poderosos, fuertes, tanto física como emocionalmente, exitosos, competitivos, dominantes, aguerridos, protectores, proveedores y otros por demás conocidos.

Además, en concordancia con nuestra visión reducida del mundo, que nos obliga a definirnos y actuar dentro de una sola categoría de opuestos, los hombres no pueden manifestar ninguna característica que estereotípicamente se haya asignado al ser mujer, como por ejemplo ser tiernos, delicados y suaves en el trato o mostrar emociones como el miedo, la inseguridad o el llanto, la tristeza o la angustia.

Y aunque en nuestra sociedad se espera que un hombre sienta, piense y actúe de acuerdo a este modelo de masculinidad, el tan aclamado “Hombre macho”, es difícil que alguno de ellos encaje perfectamente en el mismo y pueda o quiera cumplir con todas estas exigencias.

Al enmarcar a los hombres –también a las mujeres, por su puesto, pero en este caso estamos hablando de ellos- dentro de categorías de comportamiento y roles de género preestablecidos, estamos quitándoles su propia humanidad, privándoles de la posibilidad de explorar y llevar sus capacidades al máximo. Estamos negándoles la capacidad de conectar y manifestar sus emociones.

Hombres y mujeres, debemos darnos cuenta de que en nuestro continuo e insulso intento por encajar en ciertos modelos de lo masculino o lo femenino y por no trasgredir límites inventados e impuestos de manera completamente arbitraria, por nuestra sociedad, atentamos hacia nuestra propia humanidad.

Por ello, hablar de masculinidades y cuestionar el modelo único de masculinidad impuesto por la sociedad, es hoy, algo urgente.

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