“Por largos años te inocularon el desprecio hacia los indígenas; después, te inculcaron bronca contra los chilenos, luego te llenaron de fobia hacia los chinos y ahora abunda el odio hacia los venezolanos. Te golpeas el pecho los domingos, pero olvidas que Jesús, el Cristo de tus oraciones, fue también un migrante desplazado forzoso, un perseguido político de su propia tierra. El mundo es de todos y de ninguno. Algún día, todos tendremos que migrar”. Así comenzó un post que escribí en Facebook y que se ganó un hilo de comentarios públicos y privados, de personas que habían actuado mal o que sobre ellas habían pesado insultos cotidianos.
Los seres humanos nos jactamos de ser una especie lo menos parecida a otras. Nuestra mente nos lleva a construir modelos complejos, a discutirlos, a crearlos, a escribirlos. Sin embargo, entre algunas similitudes con otras especies tenemos el hecho de migrar. Las especies migran por necesidad, para procrear, comer y por supervivencia. Nosotros migramos por temas similares con connotaciones muy nuestras. Migramos por cuestiones políticas, económicas o ambientales.
Soy un ávido coleccionista de figuras de acción. Ayer ofrecí en venta una figura japonesa de los años ochenta. Un conocido me puso en contacto con otra persona y al final terminó interesándose por el objeto. Acordamos vernos en un punto de la ciudad a una hora y fijamos un precio. El comprador era un ciudadano asiático, que radica hace algunos años en Bolivia. Se presentó a la hora puntual y al ver las figuras no regateó en lo absoluto. Fue un hombre cortés, alegre y honesto. Al verlo, inmediatamente se me vino a la cabeza todos esos prejuicios y esa sarta de insultos que leo diariamente en redes sociales acerca de los chinos. Nos inundan la cabeza con prejuicios e imágenes sólo por el hecho de que provienen de otro rincón del mundo. Nos programaron desde chicos, en el colegio y en nuestros hogares, a tenerle miedo a lo diferente, a alimentar un odio irracional a través de chistes “inocentes”. A ironizar con estereotipos.
No somos seres estáticos, nuestros ancestros fueron nómadas y se dieron cuenta de que mientras más lugares conocían, más oportunidades de supervivencia encontraban. Nos mezclamos y surgió la diversidad. Todos provenimos entonces de la misma fuente, del mismo origen. Pretendemos sentirnos seres únicos y especiales; pero la verdad es que somos producto de una serie de combinaciones genéticas, una maraña de ADN de todos lados.
Luis Espinal decía que “…nos acostumbramos limando las aristas de la realidad, para que no nos hiera…”, que de tanto andar en ese transitar, vamos perdiendo esencia. Empatizar es, quizás, la mejor forma de encontrar el camino. Algún día, nos tocará viajar y dejar nuestro amado pedazo de tierra y entonces, recordaremos los insultos que lanzamos a otros, cuando nos los hagan a nosotros. La vida no es lineal, es un círculo que retorna al punto de origen.
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