El 10 de octubre marca una fecha clave para la historia de Bolivia. En 1982, tras casi dos décadas de dictaduras militares, el país recuperó su democracia, y el pueblo boliviano volvió a ejercer su derecho a elegir libremente a sus gobernantes. A 42 años de este trascendental acontecimiento, es momento de reflexionar sobre los logros alcanzados, los desafíos superados, y aquellos que aún persisten en la construcción de una democracia más sólida e inclusiva.
Con la restauración de la democracia, Bolivia adoptó por un modelo de gobernabilidad basado en coaliciones políticas, conocido como "democracia pactada". Este sistema, vigente desde 1985 hasta 2003, estabilizó la política del país en un contexto multipartidista en el que ningún partido logró una mayoría absoluta. Las coaliciones entre partidos se volvieron esenciales para evitar bloqueos institucionales y permitir el funcionamiento del Estado.
José Luis Exeni Rodríguez, en su obra Democracia (im)Pactada (2016), señala que este sistema permitió avances institucionales, pero a un costo elevado: las coaliciones representaban acuerdos entre élites políticas que, a menudo, no reflejaban los intereses de la ciudadanía. La estabilidad lograda fue acompañada por una creciente desconexión entre los gobernantes y los sectores populares, lo que debilitó la confianza en las instituciones democráticas.
A medida que avanzaba el siglo XXI, las debilidades del sistema pactado se hicieron evidentes. Las demandas sociales insatisfechas y los signos de corrupción en las estructuras de poder condujeron a una crisis. En 2003, el "octubre negro" marcó el clímax de esta situación: las violentas protestas contra las políticas de Gonzalo Sánchez de Lozada y su renuncia señalaron el fin del sistema de pactos. Este episodio reflejó una desconexión profunda entre la clase política y la sociedad, y dejó una herida que afectó el futuro del sistema democrático.
Este quiebre en la gobernabilidad evidenció que el modelo de coaliciones, aunque estable, no había sido sostenible en el largo plazo, y planteó la necesidad de un cambio estructural.
El colapso de la democracia pactada en 2003 abrió la puerta para un nuevo ciclo político. En 2005, Evo Morales fue elegido presidente con una mayoría absoluta, rompiendo con la lógica de los pactos tradicionales. Morales, el primer presidente indígena de Bolivia, prometió una nueva forma de gobernar, más cercana a las mayorías excluidas históricamente y menos dependiente de las negociaciones entre las élites.
En el gobierno de Morales se promulgó en 2009 una nueva Constitución que reconocía la plurinacionalidad de Bolivia y otorgaba mayores derechos a los pueblos indígenas, transformando así la base misma del Estado. Esta reconfiguración del sistema político buscaba dar protagonismo a los sectores históricamente marginados, alejándose del presidencialismo de coaliciones y acercándose a un modelo más inclusivo.
Sin embargo, el nuevo presidencialismo de Morales enfrentó sus propios desafíos. Las críticas por la concentración del poder en su figura y el debilitamiento de la independencia institucional no tardaron en surgir. A medida que el gobierno se percibía más autoritario y personalista, la popularidad inicial de Morales comenzó a erosionarse.
Uno de los momentos más críticos en la reciente historia democrática de Bolivia fue el referéndum del 21 de febrero de 2016 (21F), donde la ciudadanía rechazó la modificación de la Constitución para permitir a Evo Morales postularse a un cuarto mandato. A pesar del resultado, el Tribunal Constitucional Plurinacional habilitó a Morales para presentarse en las elecciones de 2019, lo que desencadenó una crisis de legitimidad.
El desconocimiento del voto popular en el 21F socavó la confianza en el sistema democrático boliviano. Las elecciones de octubre de 2019, donde Morales fue declarado ganador en medio de acusaciones de fraude, desataron protestas masivas que culminaron en su renuncia. Este evento fracturó profundamente la cohesión democrática del país y evidenció la fragilidad institucional.
Tras la renuncia de Morales, la senadora Jeanine Áñez asumió la presidencia interina en noviembre de 2019, en un proceso marcado por la falta de respeto a la línea sucesoria constitucional. La llegada de Áñez al poder, sin seguir los procedimientos establecidos por la Constitución, agravó la crisis de legitimidad. Durante su gestión, que debía ser transitoria y convocar rápidamente a nuevas elecciones, el gobierno enfrentó serias críticas tanto por su origen como por su manejo de las protestas sociales.
La represión violenta en Sacaba y Senkata, que resultó en dos masacres y la muerte de decenas de personas, fue condenada por organismos internacionales de derechos humanos. Estas acciones, consideradas un grave atentado contra la vida y los derechos fundamentales, dejaron una marca indeleble en la historia democrática de Bolivia, mostrando una clara vulneración del Estado de Derecho. A pesar de estos hechos, Áñez se mantuvo en el poder, lo que profundizó la polarización y la desconfianza en las instituciones.
Tras el fin del gobierno interino de Jeanine Áñez, Bolivia volvió a las urnas en octubre de 2020, donde Luis Arce, del Movimiento al Socialismo (MAS), fue elegido Presidente. Este proceso fue percibido como una oportunidad para restaurar el orden democrático y sanar las profundas divisiones generadas por las crisis políticas anteriores. Sin embargo, los desafíos institucionales y la desconfianza hacia las autoridades persistieron, poniendo a prueba la capacidad del nuevo gobierno para consolidar una verdadera estabilidad.
Uno de los temas más polémicos que ha debilitado la imagen del Gobierno de Arce ha sido el reconocimiento de magistrados autoprorrogados del Tribunal Constitucional Plurinacional y del Órgano Judicial. Estas autoridades, cuyo mandato ya había finalizado, se aferraron a sus cargos ante la falta de elecciones judiciales oportunas, y su permanencia ha sido justificada por el Ejecutivo. Esta situación ha generado una severa contradicción en el discurso oficial: por un lado, el Gobierno defiende públicamente el respeto a la Constitución y la renovación institucional; por otro, justifica la continuidad de autoridades cuyo mandato legal ha expirado, vulnerando los principios democráticos de alternancia y legalidad.
El respaldo a los autoprorrogados ha afectado seriamente la credibilidad del Gobierno de Arce. Esta ambivalencia no sólo ha debilitado la imagen de coherencia que el Ejecutivo buscaba proyectar, sino que ha incrementado las críticas sobre la independencia de los poderes del Estado. Al justificar estas prórrogas, el Gobierno ha socavado su promesa de renovación institucional y respeto a la legalidad, exponiendo un enfoque pragmático que prioriza la estabilidad política a corto plazo, pero que compromete la confianza ciudadana en las instituciones a largo plazo.
A 42 años del retorno a la democracia, Bolivia enfrenta desafíos que siguen poniendo a prueba la solidez de sus instituciones. La polarización política, la fragilidad institucional y la creciente desconfianza ciudadana son problemas que no pueden ignorarse. La ambivalencia en temas como la autoprórroga de los magistrados y la justificación del incumplimiento de la Constitución no sólo debilitan la democracia, sino que también amenazan con perpetuar las vulnerabilidades del sistema.
Las crisis recientes, desde el referéndum del 21F hasta la gestión interina de Áñez, nos han enseñado que la democracia no puede depender de figuras políticas ni de élites que prioricen intereses particulares. Para que la democracia prospere, debe ser un proceso inclusivo, transparente y participativo, donde las instituciones respondan genuinamente a las demandas del pueblo y se respeten los principios constitucionales que la sustentan.
El 10 de octubre de 1982 marcó el retorno de Bolivia a la democracia, pero 42 años después, todavía estamos aprendiendo que la democracia no es sólo una cuestión de voto. La verdadera democracia implica fortalecer las instituciones, respetar la voluntad popular y mantener una ciudadanía activa y vigilante. El futuro de la democracia en Bolivia depende de la capacidad para aprender de los errores del pasado, fortalecer el Estado de Derecho y asegurar que el poder sea verdaderamente representativo de todos los sectores de la sociedad. Sólo así se podrá construir una democracia sólida, justa e inclusiva, donde todas y todos podamos participar plenamente.
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