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Somos piedras, porque en el fondo estamos hechos iguales que las piedras, pero piedras blandas que se mueven. ¿Hay piedras que andan? Sí, las hay. Y hay piedras que piensan y que necesitan ser atendidas con cuidados, porque en ellas está palpitante la montaña, porque son semillas de montaña, y de hombres, y de tiempos que se desenrollan en su estar como piedras. 

Se había dormido la piedra, y tenía rostro. No era cualquiera: Juanico la encontró, y la lavó, y la llevó a su choza y la cobijó. Adentro de ella estaba el universo, pero nadie podía verlo, sólo se presentía. Aquel pequeño debía cuidarla, como se cuida a un ser querido. Un día se despertó la piedra.

Pequeñas, grandes, rodantes, al vilo del precipicio, masivas, duras, pobres, tontas, por millares esparcidas en el no sentido de ser solamente suelo, campo, sedimento, horrura, asiento, paso, depósito del tiempo, piel del mundo, las piedras nos miran cuando pasamos por encima de ellas, y no dicen nada. Es que no tienen alma, pero ¿qué tienen? No tienen nada. ¿Nada? ¿Y por qué es que creo yo que tengo alma, sólo porque aquí lo digo, y la piedra calla? Quizás sea al revés, pero nunca lo sabremos: las piedras siguen calladas.

Gigantes viven dentro de ciertas piedras. Como explica Alfredo López Austin, dicen los otomíes, que esto viene de otras eras, cuando los gigantes construyeron las montañas y las pirámides y los santuarios. Antiguas eras que ya desaparecieron, pero que quedan en las piedras congeladas. Allí en sus entrañas viven seres sobrenaturales, “entes ocultos” moradores de lugares sagrados bajo extrañas formas. Esos entes son el origen también de los hombres y de todas las criaturas de este mundo, porque los entes ocultos de las piedras son “semillas-corazones” de las criaturas, o también poor things, me animo a decir, que vienen de esta anima matrix, y están dentro de la bodega del Dueño, o Señor del Mundo, o Señor de la Piedra. Es el dios Moctezuma, que volverá, para recuperar sus dominios en la superficie de la Tierra. Algo se agita, entonces, dentro de las piedras.

Y son los Andes el mundo donde las piedras están llenas de profundidad mítica, sensible, semiótica, existencial. Así en las rocas o piedras están las wakas o wak’as, una noción densa y recóndita que expresa “todo lo divino, lo sagrado, lo misterioso, lo sobrenatural, lo monstruoso, lo extraño que se cree exista en la naturaleza”, decía el gran lexicógrafo Adalberto A. Rosat Pontalti. Pero glosaba Garcilaso de la Vega que las wakas son “cosa sagrada, como eran todas aquellas en que el demonio les hablaba; esto es, los Ídolos, las peñas, piedras grandes o árboles en que el enemigo entraba para hacerles creer que era Dios. Asimismo llaman huaca a las cosas que hablan ofrecido al Sol, como figuras de hombres, aves y animales, hachas de oro o de plata o de palo, y cualesquiera otras ofrendas, las cuales tenían por sagradas”  O, decía, que también “llaman huaca a cualquier templo grande o chico y a los sepulcros que tenían en los campos y a los rincones de las casas, de donde el demonio hablaba a los sacerdotes”, pero también que son las cosas de “hermosura o excelencia” aventajada, pero al mismo tiempo “las cosas muy feas o monstruosas, que causan horror y asombro”. En una escala recursiva que va del pedrusco pobre a la gran cordillera, las wakas están allí, desplegándose en una geografía sagrada, y el hombre, todos nosotros, al medio. Un estado intermedio entre piedra y cielo, eso nomás somos.

Grandes rostros de piedra habían sido surgidos en las montañas de la selva. Desde allí miraban el futuro, desde allí recordaban al primer ser humano. Están silenciosos; alguien deberá ir un día para pedirles que renazcan. Y hablarán con voz de piedra resucitada.

Quizá el universo se originó por el sonido de una piedra campana. ¿Quién la batió, quién la tocó? Ella misma, porque entonces no había nadie más que ella y su cavidad demiúrgica. No lo sabemos. Era una piedra hembra, matrix mundi, madre de todos.

Las piedras, pero, nos embrujan. Porque son inmutables, porque son humildes, porque son el ingreso al mundo de las verdades. Porque sin embargo todo eso, no podemos dejar de reconocernos en ellas, porque en una piedra terminaremos, y porque esconden la clave de la vida, aunque estén quietas. Por eso Wislawa Szymborska, llamando a la puerta de entrada de una piedra (y quizás sabía que piedra, puerta, puerto y portada tienen la misma esencia), le pedía: “Sólo soy yo, déjame entrar”. Pero le respondía la piedra: “no tengo puerta”.

Hoy compartí un meme de humor budista en el que un hombre, luego de mirar una ventana de un centro zen, en la que han colgado un letrero: “seeking enlightment? Inquire within”, le pregunta a un monje budista que está sentado, en posición de flor de loto, en la acera: “Where’s the door?” y el monje le responde: “no door”. Es como la piedra. La vida es también como la piedra, no tiene puerta. Pero ahí adentro vive, la semilla corazón de lo que algún día, fuimos verdaderamente, y, quizá, lo que, y algún día, los que realmente se cristalizan con la fuerza de las cósmicas piedras, llegaremos a ser. Aunque para entrar no haya puertas. Pero hay un camino, porque “piedra” es la roca del fondo, por donde se camina, o por donde se conduce, el conducto, la huella que lleva.  León lo dijo en 1920, y nunca más preciso lo nombraría nadie: “así es mi vida, / piedra, / como tú; como tú, /, piedra pequeña; / como tú, / piedra ligera; / como tú, / canto que ruedas / por las calzadas / por las veredas; / como tú / guijarro humilde de las carreteras”. Piedras en el camino: “Piedra y camino” decía el padre Atahualpa, o “La arena es piedra vencida”, cantaba Martín Alemán en voz del gran Turco. También nosotros somos la piedrita, y el que la patea, la arena, la larga pampa, la marcha inmensa.

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