El lenguaje es un producto social, un sistema de signos lingüísticos que están formados por palabras y reglas que nos permiten combinarlas para construir significación o la representación de ideas para expresarnos e interactuar socialmente. Cuando un niño aprende a hablar, leer y escribir aprende a sociabilizar con su familia y su entorno gracias al lenguaje. A medida que cada ser humano adquiere el lenguaje, internaliza individual y colectivamente una visión de mundo y la escala de valores de los otros miembros de su grupo social; de esa forma, toda lengua es un mecanismo socializador y de comunicación incesante.
La parte de la lingüística que estudia el significado de las expresiones lingüísticas se denomina semántica, concepto que con frecuencia no se toma en cuenta, pero que posee trascendental importancia.
A menudo nos comunicamos desde lo que somos y pensamos, desde nuestra historia y experiencias a lo largo de la vida. Sin embargo, muchos problemas sociales, históricos y culturales se han dado debido a las distintas percepciones semánticas o interpretación de esos mensajes que no siempre toman en cuenta el contexto geográfico, la coyuntura política, la cultura, las formas de expresarse, las jergas y dialectos de grupos determinados, de etnias, de clases sociales o de círculos especializados.
Asumimos que todos aprendemos a hablar en el mismo idioma, pero con frecuencia surgen malentendidos y conflictos por el uso de términos o expresiones que pueden considerarse ofensivos o de doble sentido que generan mal ánimo o enojo más allá de la intencionalidad con la que hayan sido vertidos. Ese tipo de mensajes son intercambios simbólicos que en nuestro país han generado mucha polarización y violencia.
En la Bolivia de hoy, se percibe que las ciudades con mayor población o las regiones más activas en lo político-económico se expresan y visibilizan desde un discurso propio, desde sus inquietudes, frustraciones y demandas que ―en no pocas ocasiones― han propiciado discursos de odio y desinformación, en particular en la crisis político-social de fines de 2019 y durante la cuarentena 2020 y 2021.
Si bien en las gestiones previas frases como: "Tengo ojos verdes, pelo crespo, soy blanco (..), esas mis condiciones no hacen que yo sea compatible con el resto de las personas del MAS", dijo Fernando Vásquez, exministro de Minería a radio Fides de Potosí, declaraciones que motivaron su destitución durante el gobierno de Áñez. Las palabras de Vásquez llevaron a la bancada parlamentaria del MAS a pedir a Áñez en un comunicado público "la inmediata destitución de dicha autoridad, ya que sus palabras tienen alto contenido racista y discriminador" (DW, 30/05/2020).
Otro ejemplo de ello son las declaraciones del expresidente Evo Morales en su discurso de renuncia: "Mi pecado es ser dirigente sindical, es ser indígena. Mi pecado es tal vez ser cocalero, lo que grupos intentaron condenar" (BBC, 11/11/2019). Sin duda esas palabras formaban parte de un discurso estratégico que lo ponía como víctima e implícitamente culpaba a sus opositores por cuestionar el poder que había logrado en varias votaciones. Cada palabra tiene su razón de ser, su objetivo y sus destinatarios.
Como resultado de la crisis política que sucedió en Bolivia luego de las elecciones de 2019, algunos bolivianos hablaron de “fraude electoral” del gobierno de turno, mientras otros denunciaron un “golpe de Estado” liderado por Áñez y los partidos políticos de oposición. Cada uno de estos discursos tiene sus propios defensores y acusadores, víctimas y agresores de uno y otro bando. Luego de meses de una “guerra discursiva” entre uno y otro bando, en los que denominaciones como “pitita” o “masista” reflejaron que cada sector posee “su verdad” y que a menudo poco importa lo que sea más democráticamente favorable para todos los bolivianos.
Molina en “Racismo y poder en Bolivia” afirma que la representación simbólica del poder se cumple a través de una larga cadena de significación. Sitúa en un primer nivel a los significantes directamente ligados a la coerción (es decir, a eso que en última instancia quieren significar); por ejemplo, los títulos de propiedad, las acciones, los títulos educativos, los títulos nobiliarios, los nombramientos políticos o diplomáticos. En un segundo nivel están los otros significantes que significan o representan a los primeros como la riqueza personal, la vivienda, la ubicación geográfica de la vivienda, los automóviles, las vestimentas, los accesorios, los implementos tecnológicos, pero también ciertos conocimientos –por ejemplo, idiomáticos–, tales o cuales acentos, los modales, las disposiciones y características corporales, las formas de consumo y entretenimiento, etc. (Molina, 2021, p.18).
En un tercer nivel se incluyen los títulos honorarios (como “don”, “señora”), las “hojas de vida”, las declaraciones biográficas, las tarjetas de presentación y una lista infinita de palabras y frases que son “sustitutos del poder”, según Luhmann. En conjunto, estos significantes forman un código, el código del poder, uno de los muchos códigos que debemos aprender a codificar y decodificar como parte de nuestro proceso de socialización (Molina, 2021, p.18).
A partir de lo mencionado, no solo se trata de “creer” que sabemos leer, ver u oír lo que una persona dijo o escribió, sino de reconocer que la alfabetización mediática e informacional (AMI) es un desafío para la educación de cada boliviana y boliviano; solo entonces estaremos en condiciones de comprender y reconocer la desinformación, los discursos de odio y todo aquel mensaje que transgreda nuestro derecho a la verdad, a la comunicación y a la información.
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