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En medio de la nueva ola por Covid-19, prevalece sin tiempo ni soluciones la pandemia de la violencia contra mujeres, adolescentes, niños y niñas. La mañana del miércoles 8 de junio del año en curso, los medios de comunicación difundieron información sobre la violación a un niño menor de 10 años en Yapacaní (en el departamento de Santa Cruz) por cuatro hermanos de 15, 17, 23 y 28 años en octubre de 2021 (La Razón, 7/06/2022). El pequeño sufrió esas agresiones desde los 8 años cuando iba a la casa de una compañera de curso a hacer tareas, fue contagiado con VIH Sida y estuvo meses en terapia intensiva en un centro de salud en Santa Cruz.

El 3 de junio el niño despertó y sus declaraciones permitieron reabrir la denuncia. Uno de los agresores falleció de VIH; pero se aprendió a Miguel Ángel S.T. (24 años), uno de los supuestos agresores. Ante ese hecho, los familiares y la población en Yapacaní reaccionaron enardecidos. Lanzaron piedras y palos a las instalaciones del Juzgado a las 21:00; rebasaron a los policías y trasladaron al acusado a la plaza principal para darle castigo público, allí fue desnudado y golpeado. Según reportes de la Red Uno, estuvo en manos de la población hasta las 23.00 aproximadamente (Página Siete, 8/06/2022).

En el marco del Estado de derecho y conforme a las normas que rigen a nuestra sociedad, la Policía protegió la integridad del acusado y la justicia ordenó su detención preventiva en la cárcel de Palmasola. No obstante, la ciudadanía reaccionó de forma violenta y actuó con la idea de “cobrar la vida de un inocente con otra vida” como única salida ante la falta de credibilidad en las fuerzas del orden y la justicia.

A menudo, los familiares deben pagar a los investigadores policiales de su bolsillo y peregrinar en los juzgados en busca de que ambos funcionarios públicos cumplan con el trabajo por el que reciben salario. Desafortunadamente, se prioriza primero la defensa de los derechos de los acusados que cometen delitos antes que los derechos de las víctimas de tan siniestros y condenables hechos que reflejan falta de humanidad y nos remiten al salvajismo en los albores de la historia.

La violencia se ha tornado insostenible y cobra la vida de cientos de personas –en especial niños, niñas, adolescentes y mujeres– a pesar de su anhelo por vivir de forma plena, al parecer vivimos una barbarie que impide a muchos y muchas inocentes pensar en un mañana, crecer con la seguridad y cuidados de su familia, maestros y del Estado como garantes de sus derechos.

Perdemos vidas y perdemos todos, trato de ser optimista, pero duele tanta violencia. Tenemos una deuda pendiente, en especial, con todos los niños y niñas que murieron víctimas de infanticidios o siguen sufriendo abandono o maltrato en sus hogares, escuelas, barrios y en un país que prioriza la burocracia, la corrupción, la fiesta y la diversión antes que la prevención y el cuidado de los más vulnerables.

Tal vez sería una buena práctica que, en lugar de pedir la opinión a los especialistas, preguntemos a los niños y niñas por una vez: ¿Qué clase de vida tienes?, ¿eres feliz?, ¿qué te enoja?, ¿te gusta la escuela?, ¿qué te gustaría aprender en la escuela?, ¿qué o quién te lastima? Tenemos muchas normas como el Código Niño, Niña y Adolescente, pero qué poco hacemos y qué poco presupuesto se asigna a prevenir la violencia. Ningún país merece ser respetado si se conforma con ser testigo de cómo asesinan a sus ciudadanas y ciudadanos más importantes.

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