De inicio me posiciono: No creo en la perfección, creo más bien que somos seres en perfectible desarrollo y, por ende, creo que lo último que uno debe hacer es juzgar a las personas por su forma de ser, actuar y pensar, menos aun cuando estos aspectos corresponden a construcciones identitarias. Creo firmemente en que somos sujetos sociales en cuya esencia está la libertad de ser y elegir, y que el límite está en no hacer daño a otros bajo ninguna circunstancia. Fin de la declaración personal.
Hago toda esta introducción para que se comprenda desde dónde escribo, desde mi ser mujer, para abordar sobre la violencia hacia las mujeres, un tema que ya es parte de nuestra normalidad, la pasada y la actual, profundizada por la sindemia de la Covid-19, y que pareciera ya no ser relevante.
Cinco hechos marcan mi lectura. El primero: el asesinato de Alessandra, una mujer trans de 19 años que fue hallada muerta en un hostal de Cochabamba en febrero pasado y a quien ningún familiar reclamó su cuerpo y menos exigió encontrar al culpable. El diario Opinión reportó que su tío dijo estar “molesto con él porque decidió ser eso” y que no harían el traslado a Santa Cruz. ¡Sólo sus amigas y amigos fueron parte del cortejo fúnebre y del grito de justicia!
El segundo también se produjo en el segundo mes de 2021, cuando en Uyuni una adolescente de 14 años fue violada por un grupo de cinco varones jóvenes; sin embargo, la indignación -de ciudadanía y autoridades locales- no se produjo por este terrible hecho, sino porque una youtuber, en la misma fecha, dijo que la ciudad “era muy fea”.
El tercero está relacionado con estudiantes de una universidad privada que, a través del Facebook, en la cuenta “El confesionario”, se atrevieron a denunciar a una red de acosadores y violadores que actuaban con un modus operandi en la impunidad, hechos deleznables que eran de conocimiento común en el círculo social y por varios años. La revictimización de las denunciantes que confesaron ser violadas o acosadas sexualmente se produjo a partir de la burla, el sarcasmo de sus propios compañeros y compañeras, y la impronta de señalar sobre la extemporáneo y que deberían “presentar pruebas”.
El cuarto hecho se produjo en la ciudad de La Paz, cuando una mujer declaró que un candidato, ahora electo, la acosó sexualmente. Si bien este tipo de denuncias en tiempos electorales puede no ser casual, sin embargo, la tendencia en redes sociales fue señalar con el dedo acusador a la señora, con el argumento de que no era el tiempo, que ya siendo una adulta pudo hacer algo (a “carterazos o zapatazos”), o que era una “vieja mañuda”. Lo peor, realmente lo peor y doloroso, fue/es que quienes acusan con ferocidad a la denunciante son también mujeres, como si no supiéramos que como pan de cada día somos presas de la violencia machista, psicológica o directa. Los datos lo demuestran: seis de cada 10 mujeres hemos sufrido violencia patriarcal, lo dicen estudios serios como los de OXFAM (cuando el promedio mundial es 2,5 de 10). Y es entonces cuando la sororidad sólo existe entre pares o es un lamento, un discurso de dientes para afuera y para quedar bien; lo que prima son esos constructos culturales anquilosados, no se puede dudar de aquella mujer que se atreve a denunciar sabiendo que se producirá una sobreexposición que la revictimizará y que tendrá que cargar con ello incluso a largo plazo.
Y el quinto, cada año superamos la centena de feminicidios (este 2021 tenemos más de 24 casos), pero la indignación se presenta en modo de escalada virulenta cuando colectivos feministas hacen una instalación en monumentos o expresan opinión en espacios públicos, y alguna ciudadanía está más preocupada por preservar el ornato que por cada vida apagada por la violencia machista que deja a cada familia y amigos rotos y huérfanos.
Por eso me pregunto: ¿Cuándo nos jodimos tanto? O cuándo la violencia hacia la mujer no nos importa y, más bien, muestra lo peor de nosotras y nosotros como humanidad, y las reacciones que deberían ser de aupar, proteger, creer y defender más bien apuntan, con base en prejuicios y fobias, a lastimar, anular y lacerar nuestro ser.
Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis publicaron hace más de un lustro un texto fundamental denominado “Ceguera moral. La pérdida de sensibilidad en la modernidad líquida”, y en él nos dan las pistas de por qué aquello que aparenta ser diferente es castigado, invisibilizado y desechado porque solamente seríamos capaces de mirarnos a los ojos entre quienes compartimos sueños, preferencias, posiciones y cosmovisiones, el resto, el que piensa, actúa o siente distinto no existe y, por lo tanto, no requiere asomo de valoración y menos de aprecio.
Ambos autores plantean el análisis de la “función de la adiaforización” para insensibilizar el universo de las relaciones interhumanas, explicando que inutilizarlas como “factores potenciales de autodefensa comunitaria” conlleva la permanencia de la violencia en el mundo.
De ahí la necesidad de entablar un diálogo sobre el redescubrimiento de un sentido ético como alternativa ante la fragmentación, atomización y resultante pérdida de criterios y de sensibilidad, naturalizadas por las violencias de cada día, para que “la esperanza de que en algún lugar aún existe una tierra diferente, capaz de oponerse a la pérdida de sentido, de criterio y, en última instancia a la ceguera moral”.
Que se haga justicia y que ésta les/nos devuelva la dignidad como sujetos y como objetos sociales; aún -por muy poco- estamos a tiempo.
Pd: En esta columna sólo incluí el nombre de Alessandra porque su identidad y muerte, feminicidio y crimen de odio, no deben ser olvidados hasta que el culpable pague su delito: 30 años de cárcel sin derecho al indulto.
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