Por Rafael Sagárnaga L. //
Traficantes de fauna y pirómanos volvieron a decir “presente” en Bolivia este noviembre. Por ejemplo, un reportaje de Iván Paredes para Mongabay reveló que el exterminio de jaguares continúa sostenidamente, sobre todo en Ixiamas y el Madidi. El texto da pautas sobre un evidente descenso de la población de estos célebres félidos, cuya presencia constituye señal de los bosques saludables.
En 2015 se desató una alarma generalizada en Bolivia ante diversas denuncias sobre la caza de jaguares atizada por súbditos chinos. Se trata de un boyante negocio por el cual diversas partes del cuerpo de los llamados “guardianes amazónicos” son traficadas al Asia. Una ola de investigaciones periodísticas reveló las dimensiones del negocio y forzó a las autoridades a salir de su abulia, si no complicidad.
Aquel revuelo mediático llegó a tal nivel que, por ejemplo, National Geographic auspició un documental focalizado en los dos extremos del turbio negocio. El filme Tigre Gente mostró minuciosamente lo que sucedía (y sucede) entre Bolivia y China, cruzando los miles de kilómetros que separan a ambos países. Es más, el premio Rey de España 2019 fue otorgado al reportaje “Los colmillos de la mafia” realizado por el periodista Roberto Navia.
Hubo más premios por el abordaje del tema y decenas de trabajos con el correspondiente eco social y político. Las recientes noticias demuestran que no fueron suficientes o que las mafias simplemente optaron por un repliegue estratégico. Pero a ellas se suman marcadamente otros agresores del jaguar: los pirómanos que, entre 2019 y 2024, han incendiado su hogar.
Justamente esa constituyó la otra triste novedad de este noviembre. Nada menos que en el núcleo del considerado, por la World Wild Fundation (WWF), parque más biodiverso del mundo, otra mafia desató un incendio. Los fuegos duraron más de una semana. El resultado, según los primeros cálculos, fue la destrucción de cerca de 49 mil hectáreas de prístino bosque.
Resultan apenas dos pinceladas coyunturales que permiten imaginar la cantidad de especies que en estos años han sido afectadas por esas y varias otras agresiones. Grosso modo, por ejemplo, algunos biólogos calculan que los incendios forestales de este 2024 causaron la muerte de aproximadamente 400 millones de vertebrados en Bolivia. ¿Cuántos más en los pasados cuatro años?
Ahí se abre una significativa serie de incógnitas. ¿Cuántas muertes de vertebrados causó la contaminación de los ríos con metales pesados? ¿Cuántas causan y causaron ya los agrotóxicos? ¿Cuántas, la sequía, el desvío y la eliminación de cuerpos de agua como la laguna Concepción y sus afluentes? ¿Cuántas, la invasión inmisericorde de los proyectos inmobiliarios que se extendieron decenas de kilómetros alrededor de Santa Cruz y otras urbes? ¿Cuántas, las nada desdeñables agresiones que sufren los valles, el altiplano y hasta los salares?
Basta considerar, como otro ejemplo, las descontroladas prácticas de pesca que sufren los ríos del trópico cochabambino y del Beni. No queda demás pensar en el fenómeno paiche, ese pez que, tras un accidente científico, ingresó en aguas amazónicas y depreda especies piscícolas sin tregua. Y no podemos olvidar la crónica agresión que imponen los también nada controlados madereros. En suma, pareciera que vivimos años de algo parecido a un proceso de exterminio de la fauna y la flora nacionales. Ojalá no sea así, pero, cada vez que se vuelve a sitios donde otrora se veían especies extraordinarias y en abundancia, hay muchas y hasta totales ausencias.
Ese escenario, entonces, invita a esperar una investigación semejante a la que hace ya 15 años se presentó como orientación a favor de la vida. Se trata del Libro Rojo de la Fauna Silvestre de Vertebrados de Bolivia que entonces fue publicado por el Ministerio de Medio Ambiente y Agua (MMAyA). Constituye una herramienta clave para cuidar la biodiversidad, ya que evalúa el estado de conservación de cientos de especies de vertebrados amenazados en el país, incluyendo peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos. También detalla los factores de amenaza y las recomendaciones para protegerlas.
Aquel libro rojo señaló entonces que existían 22 especies en peligro crítico, 46 en peligro y 125 vulnerables. Si bien esta publicación sigue siendo una referencia esencial para la gestión de la fauna silvestre en Bolivia, obviamente hace falta un trabajo actualizado. Hace falta más que nunca tras los desastres que se sucedieron casi macabramente especialmente en el último lustro, aunque los anteriores no fueron nada amables.
Probablemente, cuando se lo presente, ese rojo que marca su nombre sepa a roja vergüenza generalizada, a roja sangre, a rojo fuego criminal. Sin embargo, el no realizarlo constituirá un crimen adicional. Confiemos en que científicos y autoridades asuman ese doloroso deber de investigar y cuantificar la condición de tantas especies singulares que habitan Bolivia. Urge saber la condición de los jaguares, yacarés, parabas, jukumaris, bufeos, borochis, cóndores, flamencos y tantos otros compañeros de vida de los bolivianos.
La importancia de ese diagnóstico no sólo tiene que ver con lo que debía ser un natural aprecio por la naturaleza. Huelga repetirlo una vez más, aunque suene sobreentendido. La importancia va mucho más allá: todos los desequilibrios que las perniciosas actividades depredadoras han causado en este tiempo paulatinamente van afectando a los humanos. Un nuevo libro rojo quién sabe ayude a lanzar, por fin y en serio, políticas de Estado a favor de la tan maltratada Madre Tierra.
Quién sabe si hasta sirva para también ajustar la factura a los causantes de semejantes delitos. Sin duda, hace mucho que es hora de procesar, juzgar y sentenciar ejemplarmente a tantos ecocidas impunes. Esos que en este noviembre siguen exterminando al guardián amazónico y osaron desatar incendios en uno de los más preciados santuarios naturales del planeta.
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