Los tiranos no están solos: son solos. Su soledad es casi un atributo esencial del poder: el poder concentrado en manos de uno solo, que puede llegar a tal nivel de densidad que aísla al todopoderoso de los demás. La soledad definitiva, entonces, la encarnan los tiranos, porque ellos mismos la propiciaron.
Probablemente nadie nace tirano, ni nace para tirano: no hay un sino inevitable que así lo haya decidido en la noche de los tiempos. De hecho, pocos tiranos sabrán, creerán o aceptarán que en efecto lo son: sus actos de poder los prefiguran inspirados por causas magnánimas, sea por designio divino, por obligación histórica o por obediencia al pueblo. Lo cierto es que llegaron a ser lo que son gracias a otra cosa: su inmenso narcisismo, su agonía por ser más que ninguno.
¿América Latina es tierra de tiranos? Cualquier lugar en el mundo humano puede serlo. Pero aquí fructifican los déspotas, proviniendo de izquierdas o derechas, de arribas o de abajos. ¿Y por qué medran? Por muchas y complejas razones, pero me basta recordar aquí una: por la necesidad insaciable que tenemos los latinoamericanos en depositar nuestras esperanzas en los salvadores de la patria, que, como Sassá Mutema, pueden ascender del bajo pueblo y llegar a las más altas cimas del poder, para luego, indefectiblemente, caer cuesta abajo.
Los novelistas latinoamericanos han tenido siempre predilección por los dictadores, porque, como sostiene Guisseppe Bellini, “una evidente preocupación de orden moral domina el tema”. Casi siempre se ha pintado a los dictadores latinoamericanos como personajes que acaban sus días entrampados en la soledad a la que le ha conducido su corrupción, su extremo despotismo, una soledad determinada por “la violencia del poder” y el hecho de que el tirano se siente como “el único individuo relevante del país, destinado a dominar sobre los demás por este sencillo derecho, lo que le vuelve indiferente a los que le rodean y a la nación”, sostiene Bellini.
Es verdad que el ejercicio de un poder omnímodo aísla al individuo todopoderoso por sus felonías y desmanes. Pero no es esa la fuente de su soledad: su profundo aislamiento del mundo es fruto, más bien, del exceso de gente a su alrededor, de un tipo de relación social que ellos establecen de manera obsesiva, que es el de hacerse indispensables para sus acólitos. Pero esta indispensabilidad no se basa en la amistad, el desinterés, el amor, el compañerismo o la generosidad. Está construida de intereses egoístas, de acomodos oportunistas, de falsas adulaciones, de hipocresías, de declaraciones de “dar la vida” por el líder, de fatuas vanaglorias.
Hace unos meses el escritor cochabambino Claudio Ferrufino-Coqueugniot escribía en su columna de opinión que los autócratas bolivianos (los que ahora medran del poder como cónsules romanos o una extraña junta de gobierno de dos) “cuanto más gregarios se sienten […] están más solos”. Esta soledad proviene justamente de haber logrado que sus fanatizados seguidores los conviertan en una suerte de dioses supremos, infalibles e insustituibles. Se han cargado de tanta potencia y superioridad que nadie más puede estar a ese nivel: ni sus ministros, ni sus aduladores más cercanos, ni sus familiares, ni nadie: de manera irónica, su megalomanía y ansias de sobresalir sobre todos los demás los lleva, justamente, a impedir las compañías humanas sencillas y humildes de los simples mortales.
Puede argüirse que esta es una condición de todos los poderosos: sí, pero muchos supieron lidiar con este efecto aislador de formas más o menos afortunadas, especialmente bregando contra su propio egocentrismo, de manera auténtica, modestamente. Los poderosos tiránicos no lo son porque nacieron predestinados, porque tienen una señal en la frente designada por los dioses ni nada por el estilo: lo son porque dedicaron su vida al culto a sí mismos, y construyeron sus relaciones sociales en torno a ellos mismos.
No hablo aquí de los que suben al poder y mantienen su humildad, lo que los hace verdaderamente grandes: estos también los hay. Pero en Bolivia escasean, y el poder obnubila a los caudillos, porque ellos son adictos a una vida llena de halagos y sumisiones a su inflada autoimagen: necesitan ser alabados y glorificados, porque en el momento en que están solos, más allá de las luces de las tarimas y flashes de las cámaras, solo poseen el vacío de una soledad que ellos mismos contribuyeron a construir.
Y esta soledad de muchedumbres alimenta una deriva casi inevitable: los tiranos no pueden dejar el poder. Mientras más se convierten en dioses en vida, mientras más imprescindibles por codicia y oportunismo se vuelven para sus seguidores, más poder acumulan, y más fanáticos son de su propia imagen, y más solos se quedan. Pero a más soledad, más soberbia, y a más soberbia, más intolerancia, más prepotencia disfrazada de falsa modestia.
Los que van a votar no votan por los tiranos cuando la democracia se convierte en un remedo de sí misma. Los que creen que el caudillo realmente es un enviado de Dios y está ahí para protegerlos, no quieren escuchar, fanáticamente, nada que contradiga sus ilusiones que, en el fondo, saben que son falsas. Los que no creen en el caudillo saben que el acto de votar en su contra, por muy justo que sea, no es garantía de nada: las elecciones pueden fácilmente ser revocadas conforme a los designios del jefe máximo.
Los que van a votar por el caudillo a veces saben, a veces no, que no manifiestan su amor absoluto al tirano al votarle. Lo que manifiestan es justamente una zanja insalvable: más obediencia le profesan a su señor y amo, y más lo alejan de personas como ellos. Más poder acumulan, más relaciones de dependencia generan, e implosionan como agujeros negros hacia su más profunda desventura interior: es una vanidad, Vanitas vanitatum omnia vanitas, una vacuidad final, inútil, a la que desesperadamente tratan de dotarle de un sentido, pero su poderío es vano, es en vano.
Como el Henri Christophe de Carpentier, el tirano habrá de arrojar al suelo “una tras otra varias coronas de oro macizo, de distinto espesor”, las coronas de sus alabanzas huecas. Como Christophe se sentará en su trono para ver cómo acaban de derretirse las velas fatuas de su poderío imaginado inmortal, pero que como toda vanidad humana, es insignificante, decadente y lastimera, cuando no se recuerda que toda gloria pasa, y que no hay poder eterno, por mucho que el caudillo así lo pretenda.
Tanto poder y todo fue vano. Alguien debe recordárselo, y cada voto puede ser una némesis, un memento mori, un recordatorio de que detrás del poder absoluto está el final del tirano.
Me gustó el enfoque del tema .
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