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Habíamos soñado, escrito, cantado, caminado, dibujado al anochecer, quién sabe por qué, para qué, pero lo hicimos, y también lo haremos después, sin dudas. Eran los tiempos de la amistad, de las cavilaciones, del desierto, del mar. Hemos estado allí, “a bordo de las naves de la noche, acompañados de buena música y de poesía”, y aún lo estamos, sólo que más callados, llevando la marca oculta de lo que fuimos, pero que, de nuevo, cada día, podemos volver a ser.

Había esa tarde en que subimos al cerro, o aquella en que miramos el atardecer, o aquellas horas que no pasaban hablando de nada, armados de una guitarra que iba dándonos motivos para vivir, o simples complicidades, que se resumían en una palabra. Hablábamos por ejemplo de los azares de la vida, de la naturaleza, de algún árbol, de la piel de Dios, de los puentes y los idilios muertos, de las balas que, al encontrarse en el campo de batalla, se fundían en una especie de platillo de metal. Esas balas que simbolizaban el profundo amor… como los versos, los crímenes perfectos, David y Betsabé…las murallas de Jericó. Difícil de explicar, profundo de comprender. Eran tardes de encontrarle sentido a la vida, y sin esas tardes, qué poco sentido tendría la vida.

Hay momentos en que recordar es otra forma de existir, porque no somos solamente en el día de hoy, sino que somos un transcurrir que, sin saber bien cómo y por qué medios, nos trajo hasta aquí. Y aquí solamente es un momento, otro instante de pasar, una espera en la estación… del tren que nos trae y nos llevará.

Los encuentros con las personas señaladas por el destino para acompañarnos son fundamentales, sempiternos, aunque nictémeros, y son encuentros con aquellos que pudieron enseñarnos cosas por el simple hecho de vivir, al igual que nosotros, buscando un camino, pensando si aquello que hacíamos o soñábamos estaba bien, si aquellos cielos que se abrían encima nuestro (“above us, only sky”) serían el espacio por el que girarían nuestros pasos y nuestros empeños, nuestros anhelos sencillos, los grandes horizontes del futuro, gracias a esos encuentros, esos momentos, que eran más que momentos. Eran y son efemérides efímeras que no pasan, “rayos que no cesan”, temblores que aún estremecen.

Lucio Battisti se preguntaba: “Che anno è, che giorno è?” y respondía: “Questo è il tempo di vivere con te”. Sí, es el tiempo de vivir contigo, es decir, con el otro, o la otra, la necesidad imperiosa de que nuestras vidas no son solo nuestras, sino que son, para serlo bien, compartidas. El tiempo de antes, cuando fue inmenso, cuando fue intenso, cuando nos dejó el alma creciendo y vibrando, es el tiempo que nutre el tiempo de hoy. Sólo somos eso: cuerpos que resisten el tiempo, o que quizás gracias a él, se fortifican, se siembran de señales y semillas de existencia, porque allí floreciendo dentro del corazón, su campo de lavandas pinta y perfuma el crepúsculo del ser.  

Desde que tuve WhatsApp, puse, como frase de mi perfil, los versos que son también los de mis propios jardines de marzo: “L'universo trova spazio dentro me, ma il coraggio di vivere, quello, ancora non c'è...” Ganamos claro, un poco de coraje para vivir, porque si no, no seguiríamos adelante, no estaríamos aquí para dejar este pequeño testimonio de haber vivido. Pero en esos ríos azules, y en esas colinas y en esas praderas, siguen corriendo, “dolcissime”, nuestras melancolías. Tenemos el universo adentro, y por eso, solamente, vale la pena el haber llegado hasta aquí, y seguir. Quién sabe hacia dónde; pero seguir, tratar de seguir y dejar huella.

Decía don Ata que, aunque uno vaya por senderos ásperos, pisando la espina que hiere, a pesar de que los senderos se borraron por los que ahora van y pasan, sí, a pesar del pasar y pisar, “pero mi huella está abajo”. “Tal vez un día la limpien los que sueñen caminando”. ¿Qué seríamos sin los poetas que cantaron? Poca cosa, porque gracias a ellos sabemos, que en estas huellas dejamos, también, nuestro corazón, desde lejos, y de regalo.

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