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Hace unos días, la ciudadanía paceña vivió momentos de horror al conocer las noticias sobre el descuartizamiento de dos personas jóvenes. Ambas sufrieron muertes terribles, aunque, de acuerdo a varios medios de comunicación, en la presente gestión no serían los únicos casos. En Cochabamba, en marzo de la este año, la Policía Boliviana hizo el levantamiento de restos de un varón que habría desaparecido en octubre del 2020, cuyo cuerpo habría sido quemado, cercenado y las partes enterradas en varios lugares de ese municipio. De la misma manera, en la localidad de Porongo del departamento de Santa Cruz también se encontraron los restos del cuerpo de una mujer que, por los exámenes forenses, se cree que no solo fue asesinada, sino también torturada y su cuerpo, mutilado.

En el mes de agosto de 2021, un caso de biocidio se registró en la zona Villa Copacabana de la ciudad de La Paz. Según las versiones de redes sociales, el dueño de un perro de nombre Jack amarró al animal de sus patas, lo golpeó con una piedra y lo degolló para quitarle la vida.

Ambos hechos no son iguales, pero sí tienen un denominador común, además de que la ciudadanía en su conjunto, reaccionó inmediatamente, solicitando castigo para los autores, aspecto por demás lógico. Sin embargo, rápidamente se escucharon demasiadas voces solicitando el endurecimiento de las sanciones, llegando a pedir la pena de muerte.

¿Por qué la sociedad clama por más años de cárcel para los responsables de cualquier hecho delictivo?, ¿por qué exige cadena perpetua o medidas extremas como la pena de muerte? ¿Serán estas las soluciones efectivas para eliminar o bajar los niveles de criminalidad en Bolivia? o ¿solamente se constituyen en venganza para dejar nuestra conciencia colectiva en paz?

En primer lugar, algo que es evidente y se debe reconocer es que la motivación fundamental para aumentar las penas a los tipos delictivos tiene su base en lo que se denomina “populismo punitivo” o “populismo penal”, que es la creencia de que los índices de delincuencia y violencia disminuirán como consecuencia de sanciones duras y una supuesta persecución efectiva del delito para que esto, de alguna forma, tranquilice a los/las ciudadanos/as y de paso los gobiernos sientan que están respondiendo de manera adecuada a la lucha contra el crimen y subiendo su cuota de popularidad. En suma, actúan con un fin netamente populista.

Empero, esta vía es definitivamente antigarantista y arcaica, pues no responde a principios de derechos humanos, ni a los valores y principios constitucionales, sino solo a aspectos subjetivos sin criterios de racionalidad y proporcionalidad que son básicos en el derecho y sin considerar que generalmente no se toman en cuenta estudios o análisis claros sobre la criminalidad.

Para la mayoría de la sociedad la respuesta oportuna del Estado es que a aquellas personas que han cometido un hecho delictivo simple, moderado o grave sean encarceladas, aislándolas de la sociedad. Esto es como meter la tierra de la sala debajo de la alfombra, olvidando que estamos hablando de seres humanos y sujetos de derechos.

Se piensa que este enfoque beneficiaría a la víctima y a la sociedad, pero en nuestro país no es así porque el sistema de justicia, al no funcionar de forma adecuada, solamente trae impunidad y falta de reparación para los afectados y un anticipo de pena para el presunto responsable. De ahí que los niveles de detención preventiva siguen siendo de una proporción de 7 de cada 10 privados de libertad y los niveles de hacinamiento carcelario superan el 200%.

Además, no se aplican medidas de rehabilitación y reinserción, que son las finalidades de las penas privativas de libertad, por lo que nuevamente se puede tener cierta seguridad de que la persona que ingresa a un centro penitenciario tiene una alta probabilidad de seguir delinquiendo al momento de abandonarlo.

Lo anterior es particularmente grave si consideramos que, de acuerdo a estudios de la sociedad civil, de los 18.208 privados de libertad reportados en la gestión 2019, el 33.36% se encuentra en prisión por delitos contra la libertad sexual (violación, estupro, abuso deshonesto, etc.). Y, por supuesto, aumentar la pena en este tipo de delitos no se constituirá en un elemento disuasorio para evitar que se sigan cometiendo este tipo de hechos.

Esto nos lleva a otro elemento del agravamiento de las penas, como es su presunto efecto preventivo. Suena bastante lógico que una persona realice una ponderación de costo–beneficio al cometer un hecho delictivo; no obstante, esto no es completamente cierto, en primera instancia porque generalmente esta persona no tiene un conocimiento técnico de la ley penal, por lo que difícilmente realizará el ejercicio mental de revisar la sanción antes de, por ejemplo, robar, violar, matar o cometer un hecho de corrupción.

En ese mismo sentido, bajo este razonamiento de conocimiento de ley penal se estaría apelando a la racionalidad de la persona, empero esto tampoco es evidente, ya que tendría relación con otros aspectos de análisis. Por ejemplo, a un joven pobre sin oportunidades, sin educación, de familia disfuncional que ha sufrido violencia, que no sabe si comerá mañana ¿podríamos exigirle el ejercicio racional de hacer una ponderación de costo–beneficio para que no robe? Hagamos el mismo ejercicio con un depredador sexual al momento de tener la oportunidad de que viole a un niño o niña o con un servidor público que maneja mucho dinero de fondos del Estado. 

En consecuencia, lo anterior tiene que ver más con un tema de educación, valores y formación que son elementos que guían nuestro comportamiento social que con los límites establecidos por la norma penal.

Lo anterior es fácilmente comprobable al mirar cualquier estadística sobre criminalidad de uno de los países de la región para darse cuenta de que, aunque se apliquen políticas de mano dura y agravamiento de penas, los niveles de hechos delictivos no han bajado, por el contrario siguen una escalada cuantitativa y de violencia muy significativa. Según datos de la Oficina para la Droga y el Delito de Naciones Unidas (ONUDC) de 2019, la tasa promedio de homicidios por cada 100.000 habitantes, en América Latina, fue de 20,4. Triplicó la tasa mundial de 6,3 homicidios por cada 100.000 habitantes el mismo año, y quintuplicó las de Europa (3,4 por cada 100.000) y Asia (3,1 por cada 100.000). De hecho, América Latina es considerada “la región más violenta del mundo”, con solo el 9% de la población mundial, concentra el 33% de los asesinatos, según el Banco Interamericano de Desarrollo (2017).

En conclusión, el agravamiento de las penas no es la solución, esto solo trae hacinamiento, inobservancia de los derechos humanos y sirve poco para la disuasión; debe mirarse la problemática de manera distinta con soluciones que promuevan políticas públicas reales a las condiciones sociales y económicas del país, normativa que privilegie la prevención antes que la sanción, que realmente se ponga en práctica la rehabilitación, reeducación y reinserción social de aquellas personas que han cometido un hecho delictivo. Además una nueva política criminal que busque la persecución estratégica del delito, una reforma judicial efectiva y con voluntad política de cambio (no parche) y finalmente una reforma educativa que tome en cuenta estos aspectos preventivos.

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