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Por Mónica Oblitas //

En Bolivia, parece que todo tiene un precio. Desde la justicia hasta el medio ambiente, nada escapa al juego político, y mucho menos si hay hectáreas de tierra ardiendo de por medio. Hoy, una de las tragedias más grandes que ha vivido nuestra biodiversidad está siendo utilizada como ficha de negociación por el partido oficialista. Estamos hablando de la quema indiscriminada de más de 10 millones de hectáreas, entre las que un millón y medio están en áreas protegidas y del total, el 58 por ciento corresponde a bosque.

El chantaje es claro: “Si la oposición aprueba un crédito” que endeudará aún más al país, entonces “se abrogará una de las leyes incendiarias” que ha provocado esta catástrofe ambiental. ¿Cómo llegamos a este punto? ¿Cómo es que la defensa de la vida, del aire que respiramos, del agua que necesitamos, se convierte en un arma de extorsión política?

La ley en cuestión, una de tantas en este paquete de normas que favorecen la destrucción de nuestros bosques, es responsable de abrirle las puertas al fuego. En lugar de proteger, promueve la quema "controlada" que, en manos de intereses privados y con la complicidad de las autoridades, se ha convertido en un desastre sin precedentes. Las llamas no sólo devoran los árboles, también nuestras esperanzas de un futuro sostenible.

Pero el gobierno parece no verlo así. Para ellos, la abrogación de esta ley es una simple moneda de cambio. Y claro, la oposición, ya debilitada y fraccionada, se enfrenta al dilema de ceder o resistir. Si no aprueban el crédito, la ley queda intacta, y el fuego seguirá su curso. Si ceden, se lavan las manos, pero ¿a qué costo? ¿Cuántas hectáreas de bosque valen la pena endeudarnos más y perpetuar el ciclo de corrupción?

Lo que más indigna no es sólo la amenaza en sí, sino lo que revela: *el desprecio absoluto por la vida*, tanto humana como no humana. No es la primera vez que el partido de gobierno recurre a este tipo de tácticas. Hace tiempo que la protección de la naturaleza es vista como una traba para los intereses políticos y económicos de quienes detentan el poder. Ya lo vimos con la carretera en el Tipnis, otro ejemplo de cómo los derechos de los pueblos indígenas y de los ecosistemas son sacrificados en nombre del "desarrollo".

Volviendo a la actualidad, el mensaje del oficialismo es brutalmente simple: "Si quieren salvar el bosque, aprueben el crédito". No es un diálogo, no es un compromiso por el bienestar del país. Es un chantaje en toda regla. Y lo más preocupante es que, al parecer, ni la ciudadanía ni los medios lo condenan con la fuerza que merece porque mientras esto ocurre, el país está distraído con otro espectáculo: el circo de la acusación a Evo Morales. Muchos lo ven como el villano perfecto en esta trama, y aunque no es ajeno a las políticas que permitieron esta devastación ambiental, no debemos olvidar que esta acusación no es más que un intento para desviar la atención del problema real: los incendios siguen arrasando la tierra.

¿De qué no espantamos si desde que asumió la presidencia Morales lo dijo: “Quiero retirarme a vivir a mi cato con mi charango y mi quinceañera”? En ese entonces muchos se rieron de la declaración como si fuera una broma. Pero nunca fue una broma.

La lista de jóvenes que han pasado por la cama de Evo Morales cada vez es más larga y causa horror, pero desde que apareció la histriónica Gabriela Zapata sabíamos que Morales es un pervertido. No nos hagamos ahora, por favor.

Luis Arce, el acusador, ha sido cómplice desde el principio. No lo olvidemos: fue su Ministro de Economía, su hombre de confianza. El hombre que ahora ocupa la silla presidencial estaba allí, aprobando con su silencio las depravaciones de su jefe. ¿Cómo es que nadie le cuestiona? ¿Cómo es que su complicidad queda siempre en la sombra mientras el país arde?

Es aquí donde nos preguntamos: ¿Qué tan anestesiados estamos como sociedad? ¿En qué momento aceptamos que la Madre Tierra, nuestro hogar común, se convierta en una ficha política? Mientras los líderes juegan con nuestro futuro, las llamas continúan avanzando, arrasando con la vida silvestre y destruyendo lo poco que queda de nuestras áreas protegidas.

Alguien debería recordarles que “la deuda que estamos contrayendo con la Tierra no se paga con dinero”. Las hectáreas quemadas no se regeneran con un crédito aprobado en el Congreso. Los jaguares, los árboles, las aves que desaparecen no volverán cuando las cifras cuadren en algún balance financiero.

La grandeza de una nación no se mide por su capacidad de manipular el sistema a su favor. Se mide por su habilidad para proteger lo más sagrado: la vida en todas sus formas. Pero parece que en Bolivia, la moralidad está a la venta y su precio está escrito en hectáreas quemadas.

Así que mientras el oficialismo sigue jugando a ser Dios, decidiendo qué leyes incendiar y cuáles abrogar, nosotros miramos con impotencia cómo nuestros bosques se convierten en cenizas. Y lo que es peor, cómo nuestras esperanzas se consumen con cada negociación política que, al final del día, nos deja más endeudados y siempre más pobres.

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