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Si bien en los albores de la historia de la humanidad se podía observar cómo los conflictos se solucionaban de diferentes maneras,  la cárcel pasó a usarse desde el siglo XVII como pena preestablecida en Europa, consolidándose en el siglo XIX, lo que conllevó el uso de la fuerza punitiva del Estado; pero no como una respuesta concreta contra la delincuencia, sino encuadrada dentro de cambios más profundos en la forma de entender y gestionar los problemas sociales, principalmente relacionados con los grupos marginales. En términos contemporáneos, la cárcel surgió como una respuesta y castigo de política social para controlar a aquellas personas que no cumplían las normas y generalmente era aplicada a grupos poblacionales molestos para el poder y el sistema capitalista, aspecto que hasta ahora es una realidad palpable, sobre todo si analizamos a quienes habitan en cada recinto en cuanto a su nivel de instrucción, situación socioeconómica y origen.

La existencia de la cárcel es paradójica porque por un lado tiene una finalidad de prevención general, se entiende que nadie quiere perder su libertad, por lo tanto, tiene que comportarse en sus relaciones sociales de manera adecuada y acorde a las normas jurídicas establecidas. Por otro lado, tiene una función de prevención particular, es decir, si una persona tuvo la desgracia de ingresar al recinto penitenciario a cumplir una sanción, debería luego transformarse en una ciudadana ejemplar. Empero, para que lo primero sea efectivo, la cárcel tiene que ser terrible y dar miedo. Y para que lo segundo sea efectivo, la cárcel tiene que ser amable y dar herramientas (rehabilitar). Parece complicado hacer las dos cosas a la vez; pero aun así se le exige que lo haga.

Luego de varios estudios realizados por especialistas en la materia, se ha determinado que ninguna de esas finalidades realmente se cumple. Si fuera así, los niveles de criminalidad, por temor a una pena de cárcel, bajarían. Y aquellas personas que se encuentran privadas de libertad finalmente no se rehabilitan para ser ciudadanos/as útiles que no vuelvan a delinquir.

Estos fenómenos están presentes en todos los países del mundo donde existe este tipo de pena de privación de libertad, sin embargo, en nuestra región y principalmente en Bolivia el tema está adquiriendo ribetes de tragedia y a casi nadie parece importarle.

En Bolivia la cárcel sólo tiene un efecto vindicativo. Es fácil darse cuenta de esto al escuchar en los diferentes tribunales penales decir a las víctimas de delitos que muchas veces son patrimoniales o leves, que el imputado “se pudra en la cárcel” o “pague por lo que ha hecho hasta que muera”, y tanto abogados/as como fiscales hacen todo el esfuerzo para que el presunto culpable ingrese al recinto lo más pronto posible, como queriendo hacer creer que existe respuesta eficiente y con ánimo de justicia.

Y las cifras en nuestro país refuerzan lo dicho: según la Dirección de Régimen Penitenciario, en 2024 para 10.521 plazas existieron 32.000 privados de libertad, en comparación con los 28.838 informados en 2023. En consecuencia, donde debería vivir dignamente una persona se encuentran tres. Además, más del 60% son detenidos preventivos, es decir, para el sistema de justicia de nuestro país lo más importante es la venganza contra aquellas personas que presuntamente cometieron un delito, como analizamos líneas arriba, las que estarán años esperando salir. Así se alimenta un sistema penitenciario violento y terriblemente corrupto.

Lo anterior se ejemplifica con los hechos sucedidos sólo en lo que va de este año: ya van seis personas muertas dentro de los recintos penitenciarios. Lo más increíble es que el último hecho fue por proyectil de arma de fuego, supuestamente en la cárcel de máxima seguridad de Chonchocoro, el que se suma a una muerte por arma blanca en ese mismo recinto a principios de enero. En la cárcel de Montero falleció, en la misma fecha, otro interno luego de una fuerte golpiza, al igual que en Morros Blancos (Tarija), donde los reos protagonistas del luctuoso acontecimiento consumían bebidas alcohólicas, por cierto prohibidas.

Para nadie es ajeno que las cárceles no están bajo control del Estado, por mucho que la Dirección General de Régimen Penitenciario diga que garantiza la seguridad. Quizá solo perimetralmente tiene algo de presencia, eso sí, sus operadores aprovechan y no sorprendería que promuevan la corrupción reinante en la misma.

Hay infinidad de relatos de todo lo que pasa dentro: extorsiones, abusos y hechos violentos de internos contra generalmente los recién llegados. El cobro de alquileres o anticréticos por celdas que supuestamente son un bien público; pago de protección, ingreso de alcohol, drogas, prostitución interna y externa; grupos de poder que controlan todo y que se relacionan con personal de seguridad. Y no faltan los cobros del personal policial para dejar ingresar o pernoctar a personas, incluso para hacer fiestas, prestes y jolgorios. Además, muchas organizaciones criminales siguen funcionando desde la cárcel.

Es por todo esto que las cárceles son un gran negocio como están y por eso no cambiará el sistema penitenciario, no existirá ningún gobierno que opere una transformación, ¿Quién mataría a la gallina de los huevos de oro? Así que sigamos desgañitándonos en reclamos, solicitudes y recomendaciones, el sistema no nos escuchará.

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