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Por Mauricio Sánchez Patzy y Alber Quispe Escobar (el título lo puso Guardiana), foto de La Voz de Bolivia

Martes 16 de febrero de 2021.- Cochabamba es una ciudad fiestera, festiva, festejada. Cientos de fiestas públicas se desarrollan a lo largo de todo el año: algunas grandes, con la asistencia de decenas de miles de personas, otras pequeñas, con algunos cientos.

Pero la gente que vive en la ciudad no concibe el uso de su tiempo libre si no es en relación a las fiestas populares. ¿Por qué esta obsesión en las fiestas? Las respuestas son varias, y en este ensayo, desarrollamos algunos de sus principales elementos de juicio.

A partir de una revisión historiográfica, en la primera parte del texto se ensaya un enfoque de la fiesta como espacio de lucha simbólica por el control del espacio urbano entre las autoridades civiles y los grupos subalternos. Se asume que cada uno de los festejos, por más pequeños y circunstanciales que fueran, expresaban las propias contradicciones que se reproducían en el plano social, y a menudo legitimaban las estructuras de subordinación y dominación. Esto fue posible debido al profundo carácter ritual subyacente en cada una de estas fiestas, las que se desarrollaban en medio de mecanismos simbólicos dirigidos a una teatralización del poder o a su espectacularización. Así, el mundo urbano con su centro simbólico situado en la plaza central, se constituyó en el escenario privilegiado de las representaciones y manifestaciones festivas, que ponían en juego a las jerarquías, los poderes y las diferencias de la estructura social.

II

A lo largo y ancho de la América colonial las fiestas, cualesquiera fueran sus
características, se constituyeron en espacios fundamentales de la vida social. Desde el periodo colonial temprano y a partir de una compleja sobreposición de tradiciones hispánicas e indígenas se construyó una diversidad festiva compleja que continuamente reflejó las contradicciones, jerarquías y luchas simbólicas de la propia sociedad. En este sentido, fue la estructura de la propia cotidianidad colonial la que se ponía en escena en la fiesta a través del componente ritual y simbólico sobrecargado de este tipo de manifestaciones.

Los centros urbanos fueron los escenarios donde se pusieron en foco múltiples celebraciones que competían a los distintos niveles de la estratificación social y étnica colonial. Testimonio de esta compleja y extensa red festiva nos lo ofrece, para el caso del espacio charqueño más importante del periodo colonial temprano, Bartolomé Arzans (1965) en su conocida Historia de la Villa Imperial de Potosí.

En su obra, Arzans da cuenta de nutridos festejos de recibimientos de autoridades, posicionamientos de reyes, carnavales, procesiones callejeras y otros que remataban en la gran fiesta del Corpus Christi. En ciudades como Potosí y La Plata casi todas estas festividades se desarrollaban en un sobrecargado escenario ritual repleto de elementos emblemáticos (símbolos
reales, por lo general), dispuestos para la legitimación del Rey (Bridikhina 2007).

El espacio festivo de Cochabamba fue parte de este entramado más amplio; aunque tuvo sus propias particularidades vinculadas, en cierta forma, a su tradición agraria. Desde los primeros años de la formación urbana local, las fiestas (principalmente religiosas) fueron un componente esencial de la vida pública. La primera fundación de Cochabamba el 15 de agosto de 1571, de hecho, coincide con la celebración consagrada a la Virgen de la Asunción. Es probable, pues, que dicha advocación fungiera como patrona titular de la Villa a lo largo del periodo colonial. Cuando el gobernador intendente Francisco de Viedma llegó a la “Villa de Oropesa” a fines del
siglo XVIII, todavía pudo observar una celebración ostentosa y de lucimiento única “en todo el reino del Perú” (Viedma 1969: 48).

Francisco de Biedma y Narváez o bien Francisco de Viedma (Jaén, España, 11 de junio de 1737 - Cochabamba, 28 de junio de 1809), marino español, explorador de la costa patagónica argentina y fundador de poblaciones en 1779.

Este tipo de festejos, organizados por las autoridades del Cabildo, recordaban y reforzaban el pacto de lealtad al rey y a las autoridades locales a través del despliegue de elementos emblemáticos y ceremoniales en los cuales participaban todos los grupos étnicos coloniales. Esta forma de ceremonial religioso-político de legitimación del poder real y las estructuras jerárquicas de autoridad se mostraba con claridad en la fiesta del Corpus Christi en la que todo el cuerpo social se (auto)representaba en la plaza central con diferentes trajes, máscaras y adornos (Quispe 2009a).

Una terrible peste (de fecha incierta) obligó a adoptar por patrono de la Villa a San Sebastián, el santo propicio para combatir enfermedades, pestes y otras calamidades que, según se creía firmemente, eran enviadas por la divinidad ante la decadencia moral y religiosa de la sociedad. El culto al santo patrón se tradujo en pomposos y costosos festejos coronados por “corridas de toros” realizadas al pie del cerro nominado San Sebastián en homenaje al santo protector de la ciudad.

Al menos desde comienzos del siglo XVII (Soruco 1900: 48), este culto festivo fue uno de los más importantes de la Villa. En las postrimerías de la Colonia Viedma observó “una función muy lucida” con numeroso concurso de gente (Viedma 1969: 48).

A fines del siglo XVIII, los Borbones impulsaron un proceso de control social
y reglamentación de las prácticas festivas-ceremoniales, y aún de la vida cotidiana, a partir de una política reformista (Bridikhina 2000), sustentada en gran medida en los ideales de la Ilustración. En la Villa de Oropesa esta empresa fue emprendida por Francisco de Viedma, a la par de sus proyectos reformistas en materia económica y administrativa. A la cabeza del Cabildo esta autoridad española estimuló medidas reguladoras, y en algunos casos prohibitivas, en pos del orden, la “paz pública” y la salud, que en realidad, fueron los referentes de un nuevo orden social y moral que pretendía ser instalado en una sociedad con arraigados valores tradicionales.

No es difícil imaginar el mundo festivo en el periodo en el que Viedma se hizo cargo de la antigua provincia de Santa Cruz de la Sierra, cuya capital administrativa fue la Villa de Oropesa, ascendida a rango de ciudad en 1786. Aunque existían representaciones festivas diversas (carnavales, cambios de autoridades, muerte y coronación de reyes, fiestas patronales…) que competían a los distintos estratos étnicos, en realidad fueron las fiestas religiosas alentadas por los sectores indios, cholos y mestizos las más abundantes en el espacio urbano, y las que más desafiaban el proyecto ilustrado de Viedma. Al ser la expresión conflictiva y parcialmente sincrética del sistema de creencias indígenas y ciertos códigos rituales y simbólicos andinos, Viedma vio con recelo y horror estas manifestaciones. Así, como ha planteado Gruzinski (1985) para el caso mexicano, lo que parecía disgustar a las autoridades civiles de ese periodo fue precisamente esa configuración indígena colonial (esto es, la mezcla de ambas tradiciones), y no tanto la herencia indígena.

Siendo de parecer ilustrado, el gobernador intendente atacó principalmente los “excesos” de los indígenas en las fiestas religiosas y, además, los “abusos” del clero en el sistema de fiestas. Desde su alto cargo administrativo, Viedma se propuso erradicar, por un lado, el tradicional sistema de alferazgos que era la base de las festividades religiosas indígenas y, por otro, el consumo de chicha, en cuya elaboración estimó que se consumían alrededor de 200.000 fanegadas anualmente. Argumentó que las fiestas religiosas celebradas por los indígenas no causaban otra cosa que borracheras que sustentaban la “haraganería” de cholos y mestizos e impedían el impulso de la economía regional (Quispe 2011).

Entre muchos otros oficios similares, Viedma inició con apremio las gestiones para suprimir los ritos mortuorios ejecutados por cholos e indios de la Villa en ocasión de la fiesta de San Andrés a fines del mes de noviembre. La vigencia de estos ceremoniales de desenterramiento de huesos y cadáveres (y sus posteriores ritos de culto al son de música y bailes), conjugados con esquemas cristianos de religiosidad, en realidad era
una forma emblemática del predominio de manifestaciones culturales plebeyas que en el conjunto del espacio urbano tenían amplia cabida hasta el periodo en el que Viedma se hizo cargo del gobierno (Quispe 2008). Es lo que hemos llamado, en otra investigación, la naciente “cultura chola” de Cochabamba, expresada en este caso en las fiestas, que ya no pueden ser definidas ni como indígenas ni hispánicas a secas, sino como
manifestación de una cultura aparte.

Con todo, las políticas reformistas de Francisco de Viedma atacaron duramente las estructuras festivas de las representaciones indígenas y mestizas de la ciudad. Buscó con esto la reestructuración de la sociedad cochabambina, concentrándose en el control de los comportamientos colectivos.

El empeño con el que Viedma enfrentó esta empresa revela que el mundo festivo, y en términos más generales el mundo de las creencias, se presentaban como esencialmente desestabilizadores del orden urbano, del ceremonial católico y, finalmente, de la propia estructura colonial. Aunque el ciclo rebelde indígena del Taqi Onqoy se encontraba lejano en el tiempo y en el espacio, autoridades ilustradas como Viedma estaban totalmente conscientes de la importancia subversiva que podían tener las fiestas. De ahí que Viedma se apresurara a (re)establecer una estructura simbólica de autoridad a través del sistema de fiestas locales.


III


La instauración del régimen republicano no alteró en lo inmediato el sistema festivo en el espacio urbano de Cochabamba. Aunque los vínculos entre ceremonial religioso y poder real subyacente en gran parte de las fiestas fueron debilitados y eliminados por las nuevas autoridades políticas, los emblemas del poder ahora se articularon a la exaltación cívica de la región y la nación a la par del emergente culto a héroes y el festejo de nuevas fechas fundacionales. El naciente orden hizo, entonces, forzosa
la invención de tradiciones que sustenten la estructura política. Sin embargo, a pesar de pequeñas innovaciones, durante la primera mitad del siglo XIX las elites locales todavía vivían del culto al pasado y las prácticas festivas tradicionales no les causaron mayores preocupaciones.

Sólo de forma intermitente, las elites locales dictaron medidas que afectaron las tradiciones indígenas y mestizas urbanas sobrepuestas a celebraciones religiosas. Así por ejemplo, en la afamada fiesta de Corpus Christi de la década de 1830, la presencia indígena ya había sido desplazada. Cuando el naturalista francés Alcide d’Orbigny visitó la ciudad en 1832 notó que, a diferencia de lo que sucedía en La Paz, no habían
danzantes indios en la procesión la cual, a su juicio, fue más solemne y concurrida (d’Orbigny 2002: 1519).

Años más tarde, medidas similares fueron asumidas por las autoridades municipales, aunque éstas no dejaron de ser ambiguas. Hacia 1863, por ejemplo, se prohibió las danzas, máscaras y bailes en la fiesta del “santísimo”, mientras que fueron permitidas tales manifestaciones en otras fiestas religiosas bajo la condición del pago de patentes (Montenegro y Soruco 1895: 29-30).

Aún en este emergente contexto prohibitivo el desborde festivo de los sectores subalternos era cosa común en la vida cotidiana cochabambina. Así lo dejó establecido el médico inglés Juan H. Scrivener cuando visitó Cochabamba, y vio con asombro que las fiestas religiosas eran animadas por el enorme consumo de chicha. Los indios, en su visión, eran los más afectos a las fiestas patronales que se celebraban “con todo el bullicio y algazara de un carnaval” (Scrivener 1864: 324).

Desde las últimas décadas del siglo XIX, las elites locales de Cochabamba empezaron a reevaluar su pasado, y se aferraron al discurso de modernidad para reestructurar la ciudad. Estas ideas modernizantes se tradujeron en la búsqueda del establecimiento de un espacio moderno, teniendo como núcleo a la Plaza de Armas, la que se constituyó en el centro simbólico del poder.

Así, en un radio de pocas cuadras, las elites empezaron a expulsar a todos los establecimientos populares, vistos entonces como ajenos al progreso y la modernidad, como era el caso específico de las chicherías. Bajo estos argumentos, también emprendieron un duro embate contra los rasgos tradicionales de las fiestas populares, de modo que bailes, música, ritualidad, etc., empezaron a ser censurados en las fiestas religiosas como la de la Virgen de Guadalupe o la de San Antonio en las cuales tenían
amplia cabida (Rodríguez 1995: 39-40).

No obstante, a decir verdad, al interior de las elites locales a menudo no hubo consenso para desterrar de la vida urbana ciertas prácticas festivas que, hasta cierto punto, se consideraban parte de la historia local. Esta divergencia no tuvo tanto que ver con sus opciones políticas, cuanto con su amor al terruño y a las tradiciones.

Quizá la discusión más emblemática en este orden se articuló en relación a la suerte de la tradicional fiesta de San Sebastián y a las corrida de toros que eran el espectáculo central de dicha festividad. Para unos, tales diversiones debían ser prohibidas por estar en contra de las “reglas modernas”; para otros, en cambio, debían ser preservadas por ser la expresión de las costumbres cochabambinas. Entre los defensores de las fiestas, se encontraba Damián Z. Rejas, quien, unas veces desde su posición de munícipe y otras de presidente del Concejo Municipal, alentó este tipo de festejos (Rejas 1953).

Las fiestas populares, entonces, ya implicaban dos maneras de entender el desarrollo urbano: una, buscando la modernización o la modernidad bajo la conducción de las elites terratenientes y letradas, otra, digamos que pragmática y “populista”, confirmando en la Fiesta de San Sebastián en la plaza del mismo nombre, costumbres del bajo pueblo, las señas de identidad local, como una suerte de tradición contra la que no se podía combatir.

La colina de San Sebastián lucía así antiguamente. Al fondo se puede ver la plaza que lleva el mismo nombre, donde las elites terratenientes y letradas veían señales de lo popular que no era para ellas sinónimo de modernidad (foto del archivo de Los Tiempos).

Símbolo de la tradición hispánica, las corridas de toros eran ya eran una fiesta chola a principios del siglo XX. Los detractores de la fiesta taurina ganaron parcialmente en 1911, cuando impusieron la prohibición de los espectáculos taurinos hasta 1918, fecha en la que los munícipes conservadores decidieron restituirla, a pedido de un grupo de artesanos. Su restauración, no obstante, no duró mucho tiempo, pues en 1924 fueron suprimidas definitivamente. Para entonces, las elites locales lograron articular una posición más o menos uniforme respecto a este tipo de “costumbres bárbaras” pertenecientes al pasado y contrarias a la modernidad, la que defendían y pretendían instaurar en Cochabamba.

La eliminación de los festejos taurinos puede ser considerada, hasta cierto punto, como el triunfo de los ideales modernizantes de las elites sobre las prácticas populares que empezaron a cuestionar desde fines del siglo XIX, pero fundamentalmente desde las primeras décadas del XX. Este triunfo, sin embargo, siempre sería parcial, puesto que a las corridas de toros les seguirían otras fiestas populares que ganarían, con las décadas, enorme predicamento social.

En los festejos de carnaval, las elites también pudieron imponer su visión modernizante, con manifestaciones bien engalanadas y coloridas, copiadas de Europa representadas en las calles centrales de la ciudad. Se trataba de la instauración de los llamados “corsos”, una forma más o menos ordenada de encauzar a las comparsas carnavalescas por un recorrido callejero claramente delimitado. A comienzos del siglo XX, la lógica del corso carnavalesco logró desplazar las manifestaciones populares de antaño, hacía los extramuros de la ciudad, lo que implicó, además que las clases populares abandonaran las prácticas tradicionales del antiguo carnaval
cochabambino, con fuertes vínculos rurales y ritualidades basadas en los ciclos agrarios (Rodríguez 2007).

En suma, entre fines del siglo XIX y comienzos del XX el mundo festivo de Cochabamba experimentó significativas transformaciones vinculadas a los ideales defendidos por las elites locales. Esto implicó, a la vez, el disciplinamiento de los festejos populares o, en muchos casos, su supresión. Así se dio una demarcación simbólica de la “ciudad moderna” a partir de la expulsión de prácticas festivas que no podían ser el sostén del nuevo proyecto de los grupos de poder.

IV

La embestida modernizante de las elites, no siempre concluyó en el control total o la supresión definitiva de los festejos populares vigentes en el ámbito urbano. A pesar de que progresivamente se establecieron ordenanzas y otras medidas para reglamentar las fiestas, expulsar o prohibir ciertos bailes, so pena de multas, los sectores subalternos se dieron modos para burlar las disposiciones legales y, a veces, ejecutaron manifestaciones festivas de forma clandestina.

Es cierto que en algunos casos las elites locales no se preocuparon con insistencia en los “excesos” plebeyos y optaron, en cambio, en alejarse de los festejos que antes compartían con “el pueblo”. Esto ocurrió con la tradicional fiesta de San Andrés celebrada en la campiña de Cala Cala, donde la aristocracia local organizaba un baile en la plazuela de “El Regocijo”, además de carreras a caballo, juegos de aros y otros, mientras
que los artesanos se divertían en medio de comida y bebida al son de picantes coplas acompañadas de la infaltable vigüela.

Aunque ya había un espacio socialmente demarcado en la fiesta, las elites progresivamente abandonaron el escenario festivo y se recluyeron a sus casas-quinta y, posteriormente, perdieron la costumbre de honrar “al glorioso” San Andrés en la exuberante campiña. Sólo las clases populares continuaron concurriendo anualmente a los parajes verdosos para disfrutar de las coplas y wayllunkas, en cuyo ejercicio tuvieron un rol central las jóvenes cholas cochabambinas. Desde los años de 1940, la fiesta fue desplazada en forma progresiva a la zona de Taquiña donde, en la década de los setenta, adquirió un carácter folklórico con la estructura de danzas callejeras impulsadas por la fábrica de cervezas Taquiña (Quispe 2009b).

Como la ciudad que pretendían construir las elites se ciñó a un ámbito reducido tomando como centro la plaza central, las fiestas que se realizaban en espacios distantes a este centro de poder sólo circunstancialmente fueron controladas y reglamentadas. Esto sucedió con la fiesta de la cruz celebrada en los extramuros de la ciudad al menos desde el siglo XVII (Rodríguez 1995). Con la vigencia de códigos y rituales andinos sobrepuestos a esquemas cristianos, se trataba de la fiesta de la fertilidad y la regeneración de la vida humana y animal, ampliamente aceptada por mestizos e indígenas de la ciudad y sus proximidades. En las primeras décadas del siglo XX, la política de las elites consistió en mantener estas expresiones populares en los márgenes del radio urbano, prohibiendo a los danzantes el ingreso a la ciudad, si bien estas medidas no siempre fueron cumplidas por los festejantes.

La festividad de Santa Vera Cruz Tatala se celebra del 1 al 4 de mayo en la zona sur de la ciudad de Cochabamba, kilómetro 4 ½ de la avenida Petrolera. No es casual que se celebre en un espacio considerado antiguamente en los extramuros de la ciudad, al igual que otras expresiones culturales porque no eran aceptadas por las elites. Sin embargo, esto cambió con la revolución de 1952.

A diferencia de las reglamentaciones y prohibiciones de otras fiestas religiosas donde primó la autoridad secular, el control de esta celebración vino de la mano de las autoridades religiosas a la cabeza del obispo Tomás Aspe quien, como ningún otro, fue capaz de imponer su autoridad con la prohibición radical de todo ritual indígena entre los años treinta y cuarenta del siglo XX (Quispe 2010). Más tarde, a tono con la política populista del nacionalismo, la fiesta pasó a ser concebida como un “hecho folclórico”
digno de ser preservado y promovido en el ámbito de la cultura.

Un quiebre en la larga historia festiva local aconteció a mediados del siglo XX, con la consumación de la inusitada Revolución Nacional. Aunque la folclorización festiva tomaba ya cuerpo en los años posteriores a la post Guerra del Chaco (1932-1935), a partir de los años cincuenta se reevaluó el pasado boliviano y se defendió desde las esferas oficiales muchas manifestaciones populares. En contraposición a la estrategia precedente, las autoridades empezaron a concebir estas manifestaciones como dignas
de ser mantenidas y alentadas como parte de la cultura boliviana. Las fiestas populares, así, empiezan a ser piezas fundamentales en la promoción de una idea de la nación, o en la construcción explícita de la que empezaba a llamarse “la identidad nacional”.

Anulado el poder de las elites tradicionales de Cochabamba, el movimientismo de los años cincuenta, de hecho, empezó a alentar las celebraciones “del pueblo” como parte vital de la vida social. Así por ejemplo, los carnavales, la fiesta de San Isidro en Jaihuayco y muchas otras expresiones festivas, fueron estratégicamente estimuladas a través de los “comandos zonales” del Movimiento Nacionalista Revolucionario. Revivió así, por ejemplo, la desaparecida fiesta de San Sebastián aunque no se pudo reestablecer las otrora afamadas “corridas de toros”.

Con todo, la revolución nacional de 1952 modificó la prolongada batalla simbólica entre las elites locales tradicionales y los sectores populares por la “ocupación” de la ciudad. Se depositó, entonces, en las clases populares el destino de la ciudad, al menos en lo concerniente al sistema festivo. A medida que la ciudad fue creciendo se fueron construyendo múltiples fiestas de barrio que a la par de convertirse en lugares de encuentro y recreación, se convirtieron también en escenarios de legitimación de las
autoridades locales, y de las nuevas clientelas vecinales y políticas que aparecieron en el estado nacionalista.

V

Desde los años sesenta, las fiestas públicas en Bolivia se estructuran en torno a varios fenómenos. En primer lugar, la llegada de enormes grupos de inmigrantes desde las comunidades campesinas o los pequeños pueblos a las ciudades, implicaba que estos inmigrantes trajeran devociones a señores y santos patrones, advocaciones de vírgenes específicas, fiestas cívicas locales, tradiciones rituales exclusivas de sus regiones, lo que empezó a convertir a las ciudades más grandes en espacios multi-festivos, donde las
maneras de festejar empezaron a complejizarse y a mestizarse de maneras no siempre armónicas. En Cochabamba, por ejemplo, los carnavales de la popular zona Sur, en los barrios de “las Villas”, Jaihuayco, Lacma, Villa Loreto o Villa México, entre otros, se convirtieron en fiestas donde los grupos de residentes interioranos desplegaban sus músicas, cantos y danzas particulares, a veces de manera concertada y organizada con las otras agrupaciones de residentes, a veces de manera conflictiva.

En segundo lugar, y como ya lo explicamos, el continuado espíritu nacionalista de los distintos regímenes democráticos o dictatoriales del país, involucraba un compromiso más o menos explícito de los gobiernos de turno con el fomento a las fiestas populares, debido a que en estos entornos se encontraban las bases políticas y clientelares que legitimaban sus poderes políticos. Premios, presidentes convertidos en “padrinos” de las fiestas, promoción a través de instituciones estatales, investigaciones
de folkloristas, presencia de los medios de comunicación masiva, entre otras iniciativas, posibilitaban que las fiestas populares no fueran ya, consideradas como en otros tiempos, “expresiones de retraso cultural” o de desorden o amenaza social.

Lo que pasa es que el nacionalismo, en general, implicó (e implica) en Bolivia, un alto grado de populismo, y las fiestas son piezas fundamentales del contento del pueblo. Podemos decir, entonces, que las políticas nacionalistas desde mediados del siglo XX, en Bolivia, son las del “pan y circo”. Con algunas coyunturas excepcionales –es el caso del intento de prohibir los carnavales, en los primeros años del gobierno de facto de Hugo Banzer—las fiestas fueron fomentadas, y los intentos de controlarlas fueron, en muchos casos, vanos. Así, las fiestas empezaron a crecer cada vez más, y con este crecimiento, creció su impacto social y urbano. En Cochabamba, el caso más importante de este fomento nacionalista a las fiestas es, claro, la fiesta de la Virgen de Urkupiña, la que, si bien se realiza en Quillacollo, tiene como sus activos festejantes a los habitantes de la ciudad de Cochabamba y sus alrededores. Fiestas hoy extintas, como la de la Virgen de Copacabana, en la Angostura, y muchas otras, pueden considerarse parte de este fomento populista a las fiestas, valga la redundancia, “del pueblo”.

En tercer lugar, las fiestas en Bolivia empezaron a participar, cada vez más, de la naciente lógica de la fiesta como espectáculo moderno, en su versión local. Aquí el modelo festivo que se impuso, al influjo de la rica tradición festiva de Oruro y su carnaval, es el de las entradas folklóricas. Éstas sólo pueden entenderse en relación a un aspecto extraordinario de los valores festivos de los bolivianos: su carácter mestizo o cholo, ya que son una forma de actualización, de aggiornamiento de las viejas tradiciones festivas (las viejas “entradas” de las vísperas de las fiestas religiosas coloniales), en una triple matriz: indígena, española, pero fundamentalmente mestiza o chola, como el espacio de manifestación, justamente, de las adaptaciones y contradicciones culturales de las dos viejas tradiciones festivas, la originaria y la europea.

Por otra parte, las fiestas oficiales y las populares, tuvieron muchos espacios para integrarse, en un equilibrio tenso entre conciliación de opuestos e intensificación de las diferencias e intolerancias, ya que esto convenía a los regímenes nacionalistas, sin que importe su orientación partidaria, de izquierdas o de derechas. En el caso cochabambino, las fiestas más importantes en convertirse en espectáculos masivos y mediáticos, fueron el Corso de Corsos –de hecho, esta forma contemporánea del carnaval cochabambino fue impulsada, a principios de los años 70, por una radio: la Centro— y luego, la fiesta de Urkupiña. Decimos que son espectáculos, por cuanto implican la existencia de nichos diferenciados
de participantes: unos especializados y que escenifican la fiesta –los bailarines de las “fraternidades folklóricas”, sus directivas, los periodistas, las autoridades municipales y cívicas, etcétera—y los participantes “pasivos”, que, como el público en los grandes eventos deportivos y culturales del siglo XX –piénsese, por ejemplo, en los campeonatos mundiales de fútbol, los conciertos masivos de estrellas de la música o las exposiciones itinerantes de los museos—, sólo asisten a observar a los “artistas”. Lo cierto es que esta espectacularización, sin embargo, nunca es plena, ya que las barreras entre los danzantes y los espectadores, en las calles por donde pasan las fraternidades folklóricas, nunca están cerradas para la interacción entre unos y otros. Así, los “espectadores” invitan cerveza a los bailarines, mientras que éstos animan al público de las graderías a bailar con ellos, etcétera. Entonces, también estamos ante una forma mestiza o chola del espectáculo de masas, que en el caso cochabambino es especialmente intenso en el Corso de Corsos y en la entrada de la fiesta de Urkupiña, al punto que existen cuadras donde los jóvenes espectadores de clases medias pasan a ser el centro mismo de la fiesta, excedidos en el consumo de alcohol y de todas las libertades de conducta que este exceso les permite.


En cuarto lugar, las fiestas públicas bolivianas y cochabambinas de las últimas décadas, han implicado una interesante perspectiva social. Ya no se trata, como en otros tiempos, de fiestas diferenciadas, entre las del pueblo llano, o el “bajo pueblo” (indígenas, cholos, mestizos pobres) y las de las elites (familias de terratenientes, militares abogados, médicos, clérigos y otros). Desde por lo menos los años de 1960, las fiestas populares se han convertido en fiestas de las clases medias: unas más indias o cholas, otras más “blancas” u occidentalizadas, pero todas tirando hacia el centro de la estructura social. Esto ha permitido, asimismo, que los políticos empiecen a idealizar las fiestas como espacios de “integración social”, y por tanto, a fomentarlas, y a aprovecharlas para fortalecer su imagen pública.

Sin embargo, las fiestas populares, cuando se las estudia en profundidad, no son espacios idílicos. Detrás de la aparente “integración” de ricos y pobres, de indios y blancos, se esconden formas más sutiles de segregación social. Es lo que pudimos observar en nuestro estudio Nudos Sururbanos. Integración y exclusión sociocultural en la Zona Sur de Cochabamba (Mejía Coca, Sánchez Patzy y Quispe Escobar 2009). Al estudiar las fiestas de una zona popular de Cochabamba (Jaihuayco y sus barrios adyacentes), notamos que los momentos festivos son puntos de competencias simbólicas entre los gobiernos municipal, departamental y nacional con los representantes vecinales, las asociaciones de fraternidades o conjuntos folklóricos de danzas callejeras, los representantes de la iglesia católica y claro, los vecinos y los visitantes. Es decir, hay muchos grupos de interés y de poder en juego. Nuestro análisis enfatizó un enfoque donde las fiestas tienen que ver con estos juegos de poder.

Así entonces, si bien la gente participa activamente en sus fiestas, el poder
se encarga de que esta participación sea inocua, que no provoque cambios
ni procesos culturales legítimos, e inicua, porque las fiestas se montan sobre el acceso desigual al poder político, sobre las jerarquías sociales y sobre el mundo imaginario de los prejuicios colectivos” (Mejía Coca et al. 2009:151).


Habíamos observado, por ejemplo, que en la entrada de la fiesta de San Joaquín, a fines de agosto de 2007, se instalaron dos “palcos oficiales”, uno correspondiente a los dirigentes distritales, y otro de la Asociación de Conjuntos Folklóricos de San Joaquín. En 2008, un grupo de instituciones y vecinos motivados de Jaihuayco, decidieron terminar con esa separación, creando el “Comité de la Fiesta de San Joaquín”, lo que implicó un avance, ya que en 2010 la fiesta fue declarada como “patrimonio” del municipio de Cochabamba. En 2011, sin embargo, la Asociación de Conjuntos Folklóricos,
en alianza con algunos dirigentes vecinales, generaron de nuevo una alta conflictividad contra la directiva del Distrito, tanto como de una institución vinculada al comité, el CEPJA (o Centro de Educación Permanente de Jaihuayco). Así, las fiestas no pueden ser analizadas solamente como espacios de “identidad”, a través de apologías más o menos informadas de sus características “culturales” y tradicionales. Antes bien, nosotros propusimos que las fiestas populares debían de ser estudiadas sin caer en las idealizaciones nacionalistas ni regionalistas, que impiden observar sus profundas complejidades y contradicciones.

También es importante señalar, que desde el lado de la propia sociedad civil, las fiestas son un espacio altamente rentable, en términos de capital social y simbólico, rescatando los conceptos de Pierre Bourdieu. Así, sostuvimos que [l]a propia organización de la fiesta implica una cantidad de cargos y jerarquías rituales, además de un acceso diferenciado al prestigio ritual, que está en juego en cada fiesta. Desde el poder, así sea político o religioso, nacional, regional o zonal, la fiesta es una gran oportunidad para ganar capital simbólico. Así, el prestigio de los políticos, alcaldes, autoridades locales, dirigentes de conjuntos folklóricos, dirigentes vecinales y otros, ha estado ligado tradicionalmente al auspicio o “pasantía” de una fiesta fastuosa y de gran derroche de recursos.


Como ya han señalado varios autores (entre los más importantes, Albó y
Preiswerk 1986; Guaygua 2001, Mendoza Salazar 2004), la fiesta boliviana es un espacio idóneo para la institución de una red de cargos, en cuyo
ejercicio se gana reputación social, aunque se pierdan montos considerables de dinero. Así, las fiestas bolivianas pueden ser entendidas como un botín cuya organización y financiamiento generan capital simbólico, en el sentido propuesto por Bourdieu, es decir, un alto prestigio, y que producen legitimación de las jerarquías y posiciones de poder.
(Mejía Coca, Sánchez Patzy y Quispe Escobar 2009:98).

Esta función de las fiestas como espacio de búsqueda de prestigios y compensaciones simbólicas, no ha cambiado mayormente desde el siglo XVI, y revela el carácter altamente paradójico de las fiestas populares bolivianas y cochabambinas, que son a la vez “espectáculos modernos” como celebraciones de la vanidad y las clientelas típicas de las sociedades premodernas. Esto implica, entonces, el carácter cholo de las fiestas,
cuyas imbricaciones no pueden perder de vista las lógicas premodernas de búsqueda de prestigio, como de réditos sociales y económicos individualistas:

Hasta el día de hoy en Bolivia, se mantiene la costumbre de que las personas con poder y dinero busquen prestigio social siendo el padrino, el alférez, el pasante o el mayordomo (palabra en desuso en el ámbito urbano) en las fiestas religiosas más importantes de su localidad. Desde otro punto de vista, los dispendios de las fiestas son también otra forma de la redistribución de excedentes, vieja lógica del ayllu andino. Sin embargo, esta lógica se utiliza ahora con fines vinculados a las conveniencias personales y al capital simbólico de las élites, fundamentalmente de aquéllas de origen cholo (Sánchez Patzy 2006:71-72).

Es en este sentido que consideramos las fiestas en Cochabamba: no solamente como el espacio de enfrentamiento de proyectos “modernos” o elitistas, contra los proyectos tradicionales o populares del “pueblo”, sino como un espacio complejísimo de pervivencias de lógicas sociales de búsqueda de prestigios, influencias sociales, clientelas, negocios, espectáculos masivos, promoción de imágenes políticas y otros aspectos,
los que no implican, necesariamente, que las fiestas sean espacios de la diversión y el idilio social, la utopía de la conciliación momentánea entre pobres y ricos, el espacio donde se crea “la identidad regional”. Las fiestas contemporáneas son, en realidad, manifestación de las profundas contradicciones de una sociedad chola, de una cultura que se construye a sí misma a partir de la conflictividad simbólica presente en la vida cotidiana.


Conclusiones


A lo largo de los siglos de la construcción de la ciudad, el mundo festivo ha
interpelado constantemente a sus actores. En las fiestas también se han reflejado las contradicciones sociales y, más aún, aquéllas han permitido legitimar las estructuras de subordinación y dominación, las visiones de ciudad y los imaginarios sociales. No fue casual, entonces, que las autoridades pretendan reglamentar y censurar comportamientos, rituales y prácticas festivas populares que se realizaban en el espacio urbano. Las reformas del gobernador intendente Francisco de Viedma fueron decisivas en este sentido aunque, en rigor, fueron parcialmente cumplidas pues muchas prácticas prohibidas por éste volvieron a la escena pública en las primeras décadas del siglo XIX una vez concluida su prolongada administración.

Les tocó a las elites locales de fines del siglo XIX iniciar otro experimento de
reestructuración de la ciudad bajo el discurso de modernización con el cual fueron combatidos los festejos plebeyos. Si bien al principio este proyecto fue ambivalente y contradictorio en el seno de los grupos de poder local, en las primeras décadas del siglo XX se fortaleció una posición relativamente homogénea que terminó con la prohibición de tradicionales festejos locales.
A partir de este juego dinámico entre los proyectos hegemónicos de las elites y ciertas estrategias de resistencia de los sectores subalternos, el mundo festivo de Cochabamba se ha transformado sustancialmente. Algunas de amplia aceptación como la fiesta de San Sebastián han desaparecido; otras como la fiesta de Guadalupe o San Antonio, han disminuido su colorido y pomposidad; en cambio, algunas como San
Andrés y Santa Vera Cruz reforzaron sus rasgos populares.

En conjunto, las fiestas perdieron su carácter de abigarramiento social que, aunque reproducía y legitimaba las jerarquías sociales, habría un espacio de encuentro de las distintas clases de la sociedad.

Hoy las fiestas más importantes han terminado pareciéndose unas a otras: se trata de una estandarización de los patrones festivos, que casi siempre han convertido a las “entradas folklóricas” en su marca registrada, su punto nodal.

Hoy por hoy, casi no hay fiesta popular en Cochabamba que no incluya una “entrada folklórica”. Esta estandarización, crea un nuevo tipo de abigarramiento, al interior de la fiesta, y no entre fiestas diferentes. Pero estos abigarramientos culturales – como puede verse, por ejemplo, en
el Corso de Corsos, donde participan, bailando, fraternidades folklóricas, batallones de soldados del ejército boliviano, agrupaciones provinciales, inmigrantes paceños y muchos otros— no existen por fuera de los tejemanejes de los poderes grupales, los intereses puestos en juego cada año en cada nueva fiesta. Desde los vendedores de graderías, pasando por los dirigentes de las asociaciones de fraternidades de danza, hasta los canales de televisión, las fábricas de cerveza, y claro, los grupos de poder político,
las fiestas son un “botín” material y espiritual a repartirse, a conquistar, año tras año, fiesta tras fiesta, a costa de la “diversión popular” el “sano esparcimiento” familiar y la promoción de “nuestras tradiciones”: una letra populista y nacionalista, que esconde un espíritu clientelar, corporativista y también individualista, de la búsqueda del máximo provecho.

Siglo y medio del carnaval de Cochabamba

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