Carlos Tellería para Guardiana (Bolivia), fotos Fundación Tierra
Viernes 18 de junio de 2021.- El agronegocio despoja de sus tierras agrícolas a comunidades indígenas y campesinas en el departamento de Santa Cruz, donde no solo presiona con su poder económico, sino también consigue que algunos comunarios con escasos medios de subsistencia alquilen sus tierras para cultivos de soya y que otros, incluso, vendan sus propiedades a agricultores del sector privado de manera ilegal, mediante acuerdos poco claros y no reconocidos por el Estado, denuncia Fundación Tierra.
Una investigación realizada por esta fundación da cuenta de esas prácticas en las comunidades Cupesí Poza Verde (indígena ayorea), Cruz Blanca (indígena chiquitana) y Candelaria (indígena chiquitana) de la provincia Chiquitos, y en las comunidades 16 de Marzo (indígena guaraní) e Illimani Núcleo 29 (campesina quechua) de la provincia Ñuflo de Chávez.
"El objetivo de este trabajo —se lee en la introducción del informe— es describir y explicar el solapamiento existente entre la expansión de la frontera agrícola (cultivos de soya transgénica y ganadería) y las comunidades indígenas y campesinas".
Efraín Tinta, uno de los investigadores de Fundación Tierra, explicó a Guardiana que los comunarios, en parte, están conscientes de que la venta de tierras es ilegal porque se trata de propiedades tituladas de manera colectiva, pero argumentan que esa es una estrategia de subsistencia a fin de afrontar los problemas económicos.
Agrega que los acuerdos de compra-venta no son claros y tampoco están reconocidos por el Estado. Este tipo de pactos se presentan en las comunidades Cupesí Poza Verde y en 16 de Marzo.
Julián Chiqueno, dirigente de la Central Ayorea Nativa del Oriente Boliviano (Canob), explicó a Guardiana que Cupesí y Poza Verde son comunidades vecinas distintas y cada una tiene su propio cacique. Están ubicadas a unos 57 kilómetros de la ciudad de Santa Cruz (provincia Alonso de Ibáñez).
Chiqueno, de la comunidad Cupesí, corrobora las palabras del investigador. Dice que esas ventas son ilegales y los acuerdos generalmente se hicieron con planos, pero sin derecho propietario, porque son tierras colectivas.
Pero este comunario no es tan pesimista y advierte: "Es como prestado nomás. Habrá un tiempo en que si nos movilizamos, en unos dos años, se puede recuperar".
ALQUILER, OTRA MODALIDAD
El alquiler de tierras comunitarias es otra modalidad que el agronegocio encontró para obtener más tierras comunitarias para cultivar.
El investigador Efraín Tinta dice que es un tema relativamente nuevo y tiene su origen en la necesidad de los comunarios que se sienten subsumidos por el mercado y el modelo de negocio agroindustrial y las grandes inversiones, y seguramente han encontrado en el alquiler de su propiedad una manera de sobrevivir. En este último tiempo, los indígenas tienen en el coronavirus otro problema que afrontar.
El pago por el alquiler de una hectárea es de unos 150 dólares en promedio por año, según Tinta, pero la ganancia es baja porque los comunarios están agrupados por familias y la renta debe ser distribuida.
Los cálculos de alquiler de Julián Chiqueno son más pesimistas. Él estima que la renta es de 100 dólares, incluso 80, porque quienes alquilan aducen que están pasando un mal momento.
Tinta considera que hacen falta políticas públicas alternativas que tomen en cuenta la visión de desarrollo de las comunidades indígenas porque estas tienen un modo distinto de ver a la naturaleza como forma de vida.
Fundación Tierra sugiere impulsar medidas de protección de las comunidades más afectadas por el despojo, gestionar acuerdos de desarrollo en las zonas soyeras y diversificar la producción.
INDÍGENAS DESPOJADOS
La investigación de Fundación Tierra, publicada en el libro "Despojo de tierras de comunidades por el agronegocio boliviano", hace notar que ese proceso de despojo permite clasificar a las comunidades afectadas en tres grupos.
El primero es el de los indígenas despojados: Viven en sus comunidades tituladas, pero gran parte de sus tierras fueron deforestadas y hoy producidas por agricultores externos. Las familias no tienen acceso físico al territorio comunal o a gran parte de él. Viven arrinconadas y sin opciones de aprovechar los recursos del bosque, la pesca o la agricultura en pequeña escala.
Es la situación de las comunidades Cupesí Poza Verde y 16 de Marzo. El despojo de tierras es gradual y mediado por el pago de alquiler por el uso de la tierra que es utilizada en la producción de soya. La renta es distribuida entre los miembros de la comunidad. Los dirigentes cumplen el papel de intermediarios.
“Una vez que ceden la tierra a agricultores externos —dice la investigación—, la misma no retorna a manos de los indígenas porque no tienen el capital, las maquinarias y los conocimientos necesarios para emprender el proceso productivo por cuenta propia. Las tierras permanecen en manos de los usufructuarios y con el tiempo, muchas de las parcelas son vendidas en forma de propiedad privada, algo que contraviene lo establecido en las leyes agrarias que no permiten la compra y venta de tierras comunales”.
Esas parcelas vendidas fueron reconocidas como propiedades de dominio familiar a favor de algunos miembros de la comunidad. Quienes las compraron son prácticamente dueños y no se sienten obligados a pagar rentas de alquiler.
Las familias que han vendido sus parcelas migran hacia los centros urbanos confiadas en impulsar iniciativas y emprendimientos con el capital obtenido.
INDÍGENAS DESPOSEÍDOS
Otra categoría es la de los indígenas desposeídos. Son quienes han perdido el acceso a sus territorios convertidos en cultivos de soya. Las familias se mueven hacia las áreas periféricas de la ciudad de Santa Cruz y luego pierden contacto y aceptación en sus propias comunidades. Quedan despojados de su derecho a la tierra.
Los testimonios recogidos en la investigación indican que uno de los grupos más afectados son los indígenas ayoreos que, al ser nómadas y dedicados a la cacería, pierden de manera temprana sus dominios territoriales.
Esta desvinculación tiene fuerte impacto porque esos grupos despojados dejan de tener una organización propia, mecanismos de defensa o de representación para la negociación de derechos.
“Es común —señala la investigación— observar en la ciudad de Santa Cruz a familias ayoreas en situación de calle pidiendo monedas a los conductores o transeúntes en algunos casos”.
INDÍGENAS REASENTADOS
No todas las tierras son botín de lucha tan abierta o exacerbada como en las llamadas zona núcleo (el área que rodea a la ciudad de Santa Cruz).
Las familias de las comunidades ubicadas en las denominadas brechas de penetración tienen el reconocimiento legal sobre las tierras comunales, tienen acceso a la tierra y altos niveles de control territorial. Los investigadores creen que esto se debe a que los intereses económicos no son tan fuertes todavía en esa zona.
Pero hay una tendencia de familias que se reasientan en centros poblados urbanos próximos al territorio comunal. Allá buscan nuevas oportunidades de vida.
La mayoría de las familias vive fuera de la comunidad. La vida comunal se debilita y evita que las necesidades en servicios básicos, escuelas, caminos, agua potable y otras sean atendidas.
COMUNIDAD CUPESÍ POZA VERDE
Treinta y seis familias ayoreas conforman Cupesí Poza Verde, en el municipio de Pailón. Está ubicada en el corazón de la zona soyera rodeada de empresas agroindustriales, dice el texto de los investigadores. Tiene una superficie de 2.102 hectáreas, de las cuales 1.132 han sido deforestadas.
Esta deforestación excesiva pone en peligro o hace desaparecer las cortinas rompevientos que son hileras de árboles y arbustos que forman una barrera que frena el paso del viento para proteger cultivos.
La mayor parte de la tierra está alquilada y se la utiliza para cultivar soya, maíz y girasol. Mujeres, niñas y niños y personas mayores viven allá. Dedican su tiempo a la extracción de leña de monte y venta de carbón. Los varones en edad de trabajar se fueron a poblados próximos o a la ciudad de Santa Cruz. Algunas familias que nacen de la unión con “paisanos” (como se llama a campesinos migrantes) crían ganado y tienen pequeños cultivos de maíz, frijol y otros alimentos.
Los dirigentes de la comunidad empobrecida y vulnerable se relacionan con personas ajenas y negocian los derechos de uso de la tierra.
La investigación asegura que dentro de la comunidad existen propiedades privadas que, según testimonios recogidos, habrían sido producto de la compra-venta de lo que denominan “tablones” (parcelas de tierras de 15 a 18 hectáreas de extensión).
"VENTA PROHIBIDA"
Ese tipo de propiedad no debería existir legalmente porque las normas prohíben la venta de tierras comunitarias o colectivas. Pero esos dueños individuales gozan del reconocimiento de los ayoreos y trabajan las parcelas “sin ninguna dependencia, obligación o relación con la vida comunitaria”.
La intensidad de la producción crece desde 2015 y los productores soyeros que tienen el derecho de uso porque pagan un alquiler por la tierra. Se hace notar que el pago llegaría a ser de unos 150 dólares, pero no se conoce la superficie alquilada ni el tiempo acordado.
La investigación señala que algunas familias cobran por su cuenta y en otros casos son los dirigentes quienes reciben el dinero a nombre de la comunidad. Las familias sin tierra no tienen ingresos por alquiler.
Los usuarios de esas tierras alquiladas se negaban a pagar con el argumento de que no habían tenido una buena cosecha.
Debido a la deforestación se van perdiendo las actividades de uso y aprovechamiento de los recursos de los bosques, por ello los comunarios se acomodan a la lógica rentista del territorio y piden y buscan más tierras para alquiler y no para tratar de reconstruir su modo tradicional de vida.
COMUNIDAD 16 DE MARZO
Esta comunidad indígena guaraní está ubicada en el municipio de San Julián, provincia Ñuflo de Chávez. Tiene una superficie de 2.414 hectáreas. Fue fundada en 1976. Actualmente viven en ella unas 153 familias. Cuenta con servicios de salud y educación, incluido el bachillerato.
Los varones permanecen largos periodos en los centros urbanos, razón por la cual la organización de la comunidad está en manos de mujeres.
La investigación da cuenta de que existen presiones externas para que alquilen sus tierras a productores soyeros y agroindustriales, y se asegura que un empresario privado amenazaba con derrumbar las viviendas con un tractor.
La deforestación arrasó con 2.115 hectáreas, incluso fueron eliminadas las cortinas rompevientos que deberían cuidar las parcelas.
Las tierras alquiladas a los productores externos son utilizadas en la producción de soya. En menor proporción hay cultivos de maíz, sorgo, trigo y frijol. Las familias de la comunidad producen en menor cuantía maíz, frijol o crían ganado vacuno en los predios de sus viviendas.
Muy poca gente tiene cerca de 70 hectáreas de tierra que mayormente alquila o trabaja en asociación con inversores externos. Las familias más antiguas poseen entre 20 y 30 hectáreas de tierra; las nuevas, entre cinco y seis. Las más jóvenes no tienen nada y por ello viven junto a sus padres. La renta es ahora la principal fuente de ingresos para quienes están en posibilidades de alquilar tierras.
CONTAMINACIÓN CON AGROQUÍMICOS
La deforestación hizo desaparecer la flora y fauna tradicionales de la región. Los vientos no solo arrastran polvo, sino también contaminan las pocas fuentes de agua y arroyos. Habitantes de la comunidad creen que las aguas están contaminadas con agroquímicos y restos de pesticidas desechados sin control.
Este problema ambiental no es un problema para los actores del agronegocio que sienten que no tienen obligaciones para dedicar parte de sus ganancias a la protección de la naturaleza.
COMUNIDAD CRUZ BLANCA
Está próxima al centro poblado de San José de Chiquitos. Fue fundada en 1990 por siete familias chiquitanas; hoy ya son 32. Pertenece a su organización matriz Turubó, que aglutina a comunidades indígenas de esa región. Ocupa una superficie de 274 hectáreas, de las cuales 56 han sido deforestadas.
La mayoría de los varones vive en el centro urbano del municipio y en la comunidad se quedan mujeres y niños. Los hombres que se quedan cumplen en papel de cuidadores y reciben a las visitas.
Las 56 hectáreas deforestadas están habilitadas para el cultivo, como parte de un proyecto que echó raíces con recursos del Fondo Indígena. Allí se produce maíz y frijol, y quizás con el tiempo pueda ser útil para la crianza de ganado vacuno.
Cruz Blanca está en medio de un espacio geográfico dominado por ganaderos y el centro urbano, señala la investigación.
La gente joven trabaja de mototaxistas y en las estancias ganaderas y agrícolas. Las familias cultivan maíz y frijol y algunas a la ganadería.
AQUÍ NO SE ALQUILA
La tierra comunitaria está repartida en tablones de 40 hectáreas para la producción, pero la mayor parte todavía es bosque. Esto se da gracias a que las familias tienen ingresos extraagrícolas y, además, el centro urbano ofrece oportunidades de empleo informal y los jóvenes son empleados en estancias ganaderas.
La comunidad no alquila tierras. La ganadería es la actividad que predomina por encima de la producción de soya, aunque la producción agroindustrial está creciendo.
En Cruz Blanca hay voluntad para no deforestar. Los desmontes más bien son habituales en áreas vecinas. Al este y al sur las estancias de los ganaderos habilitaron tierras para potreros ganaderos. Los comunarios temen que se trate de inversionistas argentinos y brasileños.
La presión por el acceso y control de tierras fiscales es creciente, señala el informe. La comunidad es una de las principales brechas de penetración de la frontera agrícola, y la agricultura y la ganadería se complementan. Se afirma que las tierras desmontadas son utilizadas en tareas agrícolas, pero después de tres a cinco años pasan a ser potreros o tierras de pastoreo.
TEMORES DE AVASALLAMIENTO
Hay dos factores que apoyan la preocupación por el riesgo de perder el control sobre el territorio: la residencia de los comunarios fuera de su hogar y la presión externa.
Uno de esos temores se basa en la llegada de los llamados “interculturales”, a quienes se los considera gente con capacidad económica para deforestar con maquinaria y trabajar la tierra.
Este miedo de alimenta de la política del INRA que autoriza asentamientos sin la coordinación debida con los indígenas y sin transparencia en los procesos.
COMUNIDAD CANDELARIA
Es una comunidad indígena chiquitana ubicada sobre la carretera entre Rafael de Velasco y San José de Chiquitos. Sus habitantes dicen que fue fundada en 1930, con cinco familias. Actualmente hay 46 familias, de las cuales 26 viven en ella y el resto reside generalmente en zonas urbanas. El territorio tiene una superficie de 2.981 hectáreas, de ellas 70 están deforestadas.
Las familias que permanecen en la comunidad se dedican a la producción de maíz, frijol y yuca, y la ganadería en pequeña escala. Las familias migrantes subsisten de actividades extraprediales. Otras, en menor proporción, están ocupadas con el aprovechamiento de los recursos maderables para lo que necesitan autorización de la Autoridad de Bosques.
Cada familia maneja un chaco de seis a ocho hectáreas y producen para el autoconsumo. El ganado vacuno es destinado para la venta y de esa fuente de ingresos, que es la más importante, salen los recursos para la educación y compra de alimentos complementarios.
Al noreste y oeste de la comunidad hay grandes empresas agropecuarias que deforestaron la tierra y la convirtieron para utilizarla en ganadería.
De todas formas, el mayor temor de los indígenas es la aparición de los llamados “paisanos” o “interculturales” que reclamen como suyos los territorios comunales o zonas aledañas con documentación agraria extendida por la INRA. Su presencia se incrementó desde el año 2015.
TIERRAS PARA LOS HEREDEROS
En Candelaria, al margen de los temores por eventuales avasallamientos de campesinos interculturales, tienen la mirada puesta en una demanda por dotación de nuevas tierras para los hijos y nietos que de quienes habitan esa comunidad.
Isabel Montenegro, vecina de del lugar, le contó a Guardiana que hace tres años se ha solicitado la dotación de unas 3.000 hectáreas colindantes con Candelaria, pero el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) les dio una respuesta negativa.
Pero los comunarios volvieron a insistir, esta vez explicando que las nuevas tierras serían para sus hijos y nietos. Doña Isabel comentó que gente del INRA llegará a la zona los primeros de días de agosto para hacer una inspección.
La vecina aclara que si esa cantidad de hectáreas es suficiente para atender la demanda chiquitana de Candelaria, no habrá problema en que la tierra sobrante sea entregada a otras personas, como los campesinos interculturales.
COMUNIDAD ILLIMANI NÚCLEO 29
“Esta comunidad campesina —refiere la investigación— es una representación fiel de una colonia campesina creada por el INC (el desaparecido Instituto Nacional de Colonización) a finales de los años 60 y 70 mediante los programas de colonización dirigida”.
La comunidad tiene 2.116 hectáreas y 40 familias. Cada una de estas tiene 20 hectáreas en propiedad colectiva o individual. Illimani Núcleo 29 está cerca del centro poblado de San Julián.
Las familias se dedican a la producción de soya en sus parcelas, ya que el 100% del territorio está dedicado al cultivo comercial.
TENENCIA Y USO DE LA TIERRA
Las épocas de siembra y cosecha se caracterizan por el movimiento de la maquinaria utilizada en esas faenas.
Los campos son fumigados con químicos para el control de plagas y malezas, pero esos productos contaminan el aire, el suelo y el agua. “Este problema ambiental pasa inadvertido ante el ajetreo que provoca la actividad agrícola".
Los testimonios recogidos mencionan preocupaciones por la alta cotización de los insumos agrícolas, el precio final del producto y la necesidad de incrementar las ganancias. Los pequeños productores tienen problemas para acceder a maquinaria agrícola ofrecida por operadores.
DEPENDENCIA ECONÓMICA
El mercado de tierras está configurando la organización comunal y complejizando las formas tradicionales de vida colectiva.
La lógica comunitaria sufre los efectos de la presencia de nuevos propietarios de la tierra, las vinculaciones económicas con actores externos. Estos dicen ser portadores de oportunidades para las familias y estas son consideradas pequeñas productoras exitosas que dedican su tierra a “la mejor alternativa posible”.
Frente a esto, los campesinos están convencidos de que dependen económicamente de una actividad dañina para el medio ambiente. Pero también están las deudas que eliminarían si aumentan la producción de soya.
SUGERENCIAS DE LOS INVESTIGADORES
El informe de los investigadores recomienda:
- Adoptar medidas de protección de las comunidades ayoreas dado que son las más afectadas y vulnerables ante los procesos de apropiación ilegal de las tierras
- Promover pactos comunitarios de desarrollo sostenible en las zonas soyeras, a fin de evitar la desintegración de las organizaciones comunitarias afectadas fuertemente por la aparición de diferenciaciones socioeconómicas entre las familias que tienden a crear brechas de desigualdad de forma acelerada
- Promover programas de desarrollo alternativo al agronegocio, especialmente en las zonas de ampliación de la frontera agrícola
- Avanzar desde los monocultivos de soya a la diversificación productiva para garantizar el derecho a la alimentación.
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