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Por Mauricio Sánchez Patzy, Cochabamba (Bolivia)

PARTE 2

Las estéticas cholas y las warawas, de las que hablamos en la primera parte de este ensayo, tienen en las ciudades bolivianas su espacio de despliegue. La ciudad-bazar o la ciudad-mercado es una realidad aplastante para los que viven o visitan ciudades como El Alto, Cochabamba, La Paz u Oruro. No solo se trata de una cuestión económica o étnica: el mundo del mercado es una fábrica de estilos de vida, gustos, estéticas, modas y esto impacta, quiérase o no, a todos los que viven en la ciudad.  

Las estrategias de venta de los mercados populares poseen un rasgo local: se despliegan como una pedagogía popular de lo que se considera bonito, bueno, valioso y digno de reconocimiento y consumo. Son una  pauta civilizatoria — aquí sigo la teoría de Norbert Elias sobre el proceso de civilización— que sin embargo no va acompañada con mejoras en el entorno físico del mercado (limpieza, organización, señalización, facilidad de acceso, etc.), ni en los hábitos vinculados a las interacciones sociales de compra y de venta.  Allí se puede invertir mucho tiempo en adornar el puesto de venta, aunque el suelo esté cubierto de barro y desperdicios. Allí se puede maximizar el impacto visual de los ordenamientos de objetos; aunque al lado esté un basurero desvencijado y rodeado por pilas de basura. Allí una vendedora, a pesar de ostentar sus productos con esmero, puede tratar a posibles compradores casi sin ninguna cortesía; aunque también los compradores pueden tratarla así. Allí también, y esto no es menos importante, el espectáculo de los objetos, toldos, letreros, amontonamientos, colores, formas, sabores y olores puede camuflar una red de grupos corporativos que siguen a padrinos, sean estos dirigentes sindicales, representantes de gremios, jefes de un partido político, alcaldes, “operadores políticos”, o simplemente, mafias políticas locales que brindan protección, concesiones y privilegios a los comerciantes, a cambio de un sistema piramidal de obediencias, tributos y pleitesías, que podrían manifestarse en votos, manifestaciones de apoyo o buenos negocios compartidos.

La decoración popular de las viviendas, los vehículos de transporte público y los interiores es una temática que no ha merecido la atención debida por parte de los estudios sociales.  Sin embargo, se trata de una materia central para el estudio de las estéticas cholas. Lo poco que se estudia, no obstante, tiende a ennoblecer estas decoraciones o bien a descalificarlas sin más.

En todo caso, si bien es cierto que estas arquitecturas son “originales”, no es menos cierto que su profusión urbana no necesariamente ha generado un tipo de paisaje urbano equilibrado, y mucho menos sus posibilidades habitacionales han mejorado la calidad de vida de sus propietarios e inquilinos: en realidad, esta arquitectura chola funciona como una extensión espacial de las “contradicciones no dialécticas” de los valores culturales de sus usufructuarios.

Por otra parte, los estudiosos de la arquitectura popular que intentan explicar la profusión urbana de construcciones cholas, no suelen relacionarlas con los múltiples ámbitos decorativos presentes en las ciudades bolivianas. 

No se trata solamente de una cuestión arquitectónica. Más bien, es una manera de entender e interpretar el mundo, que se manifiesta más allá de la arquitectura y que irrumpe a cada paso en la ciudad, cambiando el panorama, pero también exigiendo ser vista como señal de alarde económico y ascenso social. Podríamos decir que, en general, este tipo de arquitectura es contradictoria  y que no puede ser entendida sin tomar en cuenta el grado de ostentación que apareja, como símbolo del éxito de un individuo o de una familia que, viniendo de abajo (y en Bolivia ese “abajo” se califica como “indio”, “indígena” o “cholo”), ha podido superarse económicamente. 

No basta con tener, hay que aparentarlo y esto genera un floreciente campo laboral para albañiles, arquitectos, diseñadores, decoradores de interiores (es el caso de los “salones de eventos”) y muchas profesiones que prosperan gracias a que son tributarias de las estéticas cholas.

¿Qué tienen en común estas decoraciones cholas bolivianas, sean fachadas de edificios, salones de fiesta, micros decorados, afiches o puestos de mercado? Si las consideramos como imágenes, infringen ciertos principios mínimos de inteligibilidad visual. En efecto, y si medimos las decoraciones cholas con el análisis de las dimensiones de la imagen propuesto por Abraham Moles (1999), podemos caracterizarlas como sigue:

  • Estas decoraciones son icónicas y abstractas a la vez. Esto quiere decir que en ellas ocurre una paradoja, ya que, según la escala de iconicidad de Moles, una imagen debería poderse ubicar entre dos extremos: el objeto mismo, que posee una “iconicidad total”, como planteaba Moles, hasta los esquemas más abstractos que lo representan, incluso la palabra que los designa. Pues bien, una decoración chola es el objeto mismo (por ejemplo, no existe un micro que no tenga pintura ornamental en su carrocería, y esta pintura es consustancial con su “naturaleza” de ser micro), pero también reviste un carácter puramente geométrico y de colores abstractos. Al interior de estas decoraciones, asimismo, pueden caber todo tipos de íconos: desde afiches de actores de Hollywood o cantantes de moda, pasando por símbolos conocidos como dragones, estrellas, flamas, siluetas, etc., hasta motivos tiahuanacotas o publicidades comerciales. En este sentido, podrían ser llamadas “eclécticas”, porque combinan elementos provenientes de diferentes estilos; pero en realidad, no tienen estilo: son solo decoraciones que echan mano a aquello que es valorado entre iguales, es decir, entre personas de poca educación formal y muchos ánimos de ostentación de su ascenso en la vida. El resultado visual es, entonces, un anti-estilo, pero este puede ser muy expresivo y original, aunque lo que se encuentra detrás de lo que expresa es la búsqueda de reconocimiento social.
  • Son decoraciones de un alto grado de complejidad y de una difícil inteligibilidad, aunque no son caóticas. Esto quiere decir que no existe precisamente una economía visual de recursos; aunque puede hallarse una alternancia de zonas, como en los tejidos andinos tradicionales, entre la zona pampa (parte llana, de un solo color y carente de adornos, equivalente al campo despoblado) y la zona pallay, que “representa el mundo cultural con significado” como señalaban Teresa Gisbert, Silvia Arze y Martha Cajías en su estudio sobre los textiles andinos. La intensidad de los colores puede entenderse también como un efecto de “choque” y de ostentación sin atenuaciones: son así, decorados provocadores, pero también que buscan el reconocimiento social: son una extensión del honor plebeyo de sus propietarios o propietarias. 
  • Su normalización no tiene que ver con ningún tipo de norma de gusto internacional u occidental, como intenta hacer la publicidad comercial de las empresas capitalistas. Antes bien, se diría que las decoraciones cholas compiten entre sí, a partir de parámetros visuales históricamente construidos como indicadores de estatus. Así, si los textiles andinos están adornados, en las zonas pallay (o significativas) por figuras “de las wakas [entidades sagradas, sobrenaturales] y los símbolos de linaje, así como otros aspectos relacionados a la identidad propia de cada grupo”, como sostenían Gisbert, Arze y Cajías en 2003, también las ornamentaciones cholas se usan como despliegue y ostentación de nivel social: los gustos personales, los nombres familiares, los lemas, las superficies brillantes, los materiales lujosos y coloridos representan a los propietarios de casas, micros, salones, restaurantes, en una constante competencia visual, que dice a los demás quién es quién. Es, también, una normalización a través de los otros, un arte de mirar y ser mirado, el mundo de las intrigas visuales.
  • Todos estos excesos visuales pueden dañar la pregnancia de la imagen, entendida como la “fuerza perceptiva de la forma (al decir de Moles), la que permite distinguir de manera nítida la forma en contraste con el fondo, los contornos claros, la sencillez de la forma, un control de las simetrías y las redundancias, así como una jerarquización de las partes, como sostenía el teórico francés de la comunicación. Pero en los decorados cholos no solo las figuras son complicadas, sino que no se distinguen del fondo y tienden a la confusión de contornos y a la redundancia. Esto es especialmente notable en los afiches publicitarios, pagados por alcaldías y organizaciones sociales para promover ferias, fiestas y aniversarios. El pequeño espacio de un afiche debe contener no solo imágenes del evento social, sino retratos de los alcaldes, objetos literalmente reproducidos, empresas auspiciadoras o instituciones municipales a las que no se puede defraudar olvidando colocar sus nombres o logos en lugares bien visibles.  Esta enorme acumulación icónica no es, sin embargo, conflictiva para los diseñadores empíricos, ni para los que asisten a los eventos: antes bien, los afiches son un símbolo más de prestigio, un adelanto del capital social que en la festividad está en juego, y los gustos cholos no se preocupan por el “diseño” y el equilibrio de las composiciones visuales: para ellos es importante lo que aparece, lo que se exterioriza.
  • Los elementos visuales excesivos, sin embargo, pueden provocar una enorme fascinación. Como sostiene Moles, “[u]na imagen debe ser bella (o muy fea) si quiere capturar espontáneamente la atención del individuo”. El autor de una imagen, señala, tiene la posibilidad de aportar estéticamente a la imagen, en conveniencia a factores más bien pragmáticos y externos a la imagen (costos de producción, materiales, técnicas de impresión o decoración). En este marco, sostiene Moles que el enriquecimiento estético debe adecuarse al costo de realización de la obra. Pero el enriquecimiento estético es aquí, en realidad, una tendencia hacia lo “feo” o lo sobrecargado, según parámetros occidentales, pero eso es, justamente, lo significativo, lo valioso para una sociedad chola que encuentra valor en la saturación visual.
  • Un aspecto más: ¿Son kitsch las ornamentaciones cholas? No exactamente.  Por una parte, el concepto de kitsch ha sido criticado por concebir una falsa dicotomía, que enfrenta el “buen gusto” o el arte “verdadero” con el “mal gusto” y la impostura asociados a los productos culturales baratos o de imitación del “buen gusto”, como sostenía el historiador del arte Juan Antonio Ramírez.  Dicho autor objetaba que los principios del kitsch, planteados por Moles en 1973, son también los del arte. Así, tanto el arte como el kitsch pueden desviarse de sus objetivos (principio de inadecuación); pueden consistir en acumulaciones (amontonamientos) y sobrecargas frenéticas e innecesarias, como en el Barroco (principio de acumulación); pueden producir impresiones sensoriales simultáneas (principio de percepción sinestésica); pueden ser reaccionarios, anticuados y cargados de valores superados (principio de mediocridad); pueden conducir a la comodidad ambiental y la calma existencial (principio de confort). Si bien la crítica de Ramírez es plausible, no puede aplicarse sin más al contexto boliviano, por dos motivos esenciales. La discusión sobre el kitsch se refiere a la producción industrial y el consumo de obras baratas o de calidad menor de las obras artísticas legitimadas en sociedades donde la autonomía del campo artístico es patente. En Bolivia, en cambio, no existe (casi) una cultura artística “refinada” ampliamente extendida a la que enfrentar los consumos de obras artísticas baratas y de “segunda” categoría. Por otro lado, los esquemas del gusto estético no han conocido la división tajante entre gusto burgués y gusto popular, como en Europa o algunas capitales latinoamericanas, ya que las elites bolivianas suelen ser también portadoras de valores estéticos mestizos, o no poseen una cultura artística refinada.  Además, la existencia de un factor étnico y racializado en los valores estéticos, implica una tensión agregada en las decisiones estéticas cotidianas, ya que lo que está en juego no es tanto el buen o mal gusto, sino el tipo de gente que es simbolizada por estos gustos y ante quien se enfrenta cada cual.

Estas seis categorías de análisis: decoraciones icónicas y abstractas a la vez; decoraciones de alto grado de complejidad y de difícil inteligibilidad; normalización ajena a las normas o estándares internacionales; poca pregnancia de la forma (confusión de contornos y redundancia); fascinación provocada en el espectador por el exceso de elementos visuales, y relación compleja entre lo kistch y lo culto, entre lo local y lo occidental/moderno, pueden ser aplicadas a la arquitectura chola, la vestimenta, la decoración de micros, minibuses y trufis, la decoración de interiores, tanto como al arreglo de los puestos de mercado y al efecto final de las fiestas bolivianas. Por la extensión limitada de este ensayo, no puedo desarrollar cómo se manifiestan estas categorías en cada campo, pero resulta necesario llevar adelante investigaciones sobre las múltiples facetas de las estéticas cholas bolivianas y su gran productividad/significatividad.  

La warawa en espacios festivos

Por último, voy a referirme al espacio festivo como lugar donde la warawa se manifiesta de manera envolvente, generando “percepciones sinestésicas” complejas. 

En las fiestas bolivianas, lo visual reviste una importancia fundamental. La fiesta es el despliegue extensivo que ocurre en varios niveles a la vez: la decoración de la calle y los templos, los carros con cargamentos, las graderías, los altares callejeros; pero, fundamentalmente, la fiesta es el espacio del cuerpo adornado, lleno de warawas, de bailarines y bailarinas, de músicos, de promesantes y pasantes.  Allí están todos revestidos por una estética chola, que invade la ciudad y los cuerpos. 

En el mundo de la fiesta, la saturación de formas y colores, de repeticiones uniformes, de guirnaldas, de bordados, de objetos brillantes, convierten las calles y esquinas de la ciudad y sus barrios en una exhibición visual gigantesca, desproporcionada. 

En ese universo, las warawas cobran, por fin, una majestad incuestionable, porque funcionan como la célula expresiva del abigarramiento corporal, visual, sonoro y vivencial de la fiesta como intensidad. Como utopía realizada, casi nadie piensa (ni indios ni cholos ni criollos blancos), que la proliferación de warawas es un hecho de mal gusto, porque cobra allí su fuerza significativa: la de ser portadora de los esquemas de identidad de la mayoría, una idiosincrasia desplegada. 

Desde las fiestas barriales o patronales de los pueblos hasta el Carnaval de Oruro, la warawa, cual serpiente imaginaria de las identidades, muerde a quien la mire, en un viaje psicodélico que falsea, que enmascara las viejas contradicciones de la cultura chola boliviana.  Y esto justamente es lo que ocurrió el 21 de enero de 2010 en Tiahuanaco, en la posesión escenificada de Evo Morales en su segundo mandato presidencial, quien, a tiempo de ser investido como líder espiritual de los bolivianos en una ceremonia inventada, vestía túnica engalanada con warawas.

El presidente de Bolivia, Evo Morales, en la ceremonia del 21 de enero de 2010 vistió una túnica con warawas (foto AP).

La complejidad visual y significante de las fiestas populares bolivianas es tal que su descripción detallada requiere muchos más estudios. En todo caso, la impronta abigarrada de los trajes funciona como su marca de fábrica, y año tras año, las warawas dominan en los diseños; aunque a veces los bailarines tratan de amortiguarlas con trajes más bien “minimalistas”, en lo que cabe.

Si se hiciera el estudio detallado de cada danza callejera boliviana y los procesos de constitución de sus estéticas visuales, tendríamos un mapa completo para comprender mejor el gusto por el exceso de perifollos y guarniciones en los trajes de baile. Y si se contempla el resultado de conjunto, las entradas folklóricas, donde miles de bailarines compiten por la atención del público desplegando trajes rimbombantes, máscaras, bordados, lentejuelas, telas de fantasía y recamados complejos, entonces el efecto final es de una especie de borrachera de colores y formas excesivas, un éxtasis de signos que solo se ostentan.

Se trata de una escenificación de las apariencias corporales y grupales que funciona como un alegato: “¡Mírennos!”, “¡reconózcannos!”, parecen decir los bailarines. Esta sobrecarga expresiva no se puede separar de la búsqueda de reconocimiento en el mundo de las fiestas bolivianas, que es un mundo del honor y el prestigio convertidos en espectáculo mediático.

Desde otra perspectiva, al igual que lo que ocurre con la arquitectura, las decoraciones, los puestos de mercado y los micros, en las entradas folklóricas bolivianas se experimenta una patente “guerra armamentista” de trajes cada vez más adornados y coloridos, que intentan sobresalir de entre todos, de máscaras cada vez más grandes y recargadas, de coreografías cada vez más aparatosas, de telas y materiales de diseño de vestuario cada vez más lujosos.  Esta carrera armamentista ocurre porque se trata de una guerra fría simbólica entre unos y otros bailarines que intentan lograr para sí el máximo reconocimiento social posible. Y si prestamos atención al hecho de que los bailarines suelen ser, en una gran mayoría, jóvenes de clases medias que se han blanqueado de sus orígenes familiares cholos, estamos ante una contradicción típicamente mestiza: al intentar verse como más “blancos” a través del alarde de sus gustos rimbombantes, irónicamente, se cholifican más aún.

En las líneas anteriores, he expuesto algunos de los elementos claves para una primera aproximación a las estéticas cholas bolivianas, a las que califico como signadas por el gusto por las warawas o guaraguas. Tanto en los mercados, los micros, las decoraciones o los trajes de cholas y de bailarines, las warawas se despliegan con una inusitada fuerza en una sociedad cada vez más cholificada, y esto suele crear aprietos a aquellos que detestan estas estéticas, y que buscan expresar sus identidades como ciudadanos cosmopolitas, arrinconados en barrios exclusivos donde sí construyen, decoran y ostentan su modernidad y sentido estético.

En este mundo visual y plástico conflictivo y polarizado, queda, sin embargo, otro camino para las warawas: el del blanqueamiento expresivo, o la búsqueda intencional de un uso “culto” y refinado de esta matriz cultural incómoda. Es decir, no se trata de una búsqueda minimalista en contra de los excesos barrocos, como lo han intentado varias corrientes estéticas, entre las que sobresale el clasicismo europeo de fines del siglo XVIII. Aquí se trata de buscar, a veces angustiadamente, la legitimidad de las warawas

No solo en Bolivia...

Las estéticas cholas no son exclusividad de La Paz ni de Cochabamba ni de El Alto ni de otras ciudades bolivianas, incluida la muy amazónica Cobija, en el extremo norte del país. Lo son también del Perú y el Ecuador o del Norte de la Argentina o de Chile, y no se reconocen solamente en el gusto huachafo, chojcho, berreta o chabacano: son una apuesta por querer ser más, por ascender en la vida, por ganar prestigio, aunque en el camino produzcan un efecto cholo.

Son estéticas del éxito y del arribismo. Pero esto no es ni bueno ni malo en sí mismo: es su carácter contradictorio lo que convierte a las warawas en algo social y estéticamente fructífero, pero también las vuelve humanamente conflictivas y paradójicas.

Para concluir, quiero tratar de responder a la pregunta: ¿Cuándo y por qué estas cualidades estéticas de la decoración recargada y estridente emergieron o devinieron en símbolo de estatus? Considero que responderla no es fácil, y que este artículo es un intento de contribución a este debate. Y a esta pregunta puedo añadirle la siguiente: ¿Por qué es tan importante la ostentación sobrecargada de elementos estéticos que pueblan el mundo cholo boliviano? Señalé que esto no puede entenderse como la mera permanencia de un “espíritu” del pueblo, sabio y resistente, que busca a través de las formas “barrocas” expresar una “modernidad alternativa” o “disonante”. Creo que estas respuestas equivocan el entendimiento del fenómeno. Uno de los problemas surge porque se idealiza lo popular, y se desconoce o no se quiere aceptar que en el mundo del pueblo boliviano, entre los indígenas y cholos andinos, no se vive en un paraíso redentor, sino que se vive, como en toda figuración social, en un entramado complejo y tenso de interdependencias sociales y de frágiles equilibrios de poder. La historia social o la sociología histórica, así, y aún más, la historia de la cultura material, puede brindar muchos elementos para entender por qué la estética de la warawa y la ostentación es tan gravitante en la definición de las identidades colectivas bolivianas.

Básteme decir aquí que no se trata solamente de un problema estético: cuando vemos este abigarramiento, esta profusión de ornamentaciones y estas “carreras armamentistas” de pompas, caprichos y embellecimientos que expresan quién es quién y quién se siente más que quién, lo que estamos viendo es, en realidad, una sociedad cruzada por los valores del honor, el prestigio y el reconocimiento, antes que por los valores de la revolución, el vivir bien, la descolonización o los valores innatos de los pueblos indígenas, como quieren los ideólogos del llamado “proceso de cambio”.

No en vano la palabra warawa designa a la vez al adorno recargado, la confusión mental y las ostentaciones rocambolescas de los que quieren brillar por encima de los demás. Pero esta búsqueda de reconocimiento no se basa, exclusivamente, en el esfuerzo personal, en el éxito en las industrias, artes, ciencias y oficios. Las redes sociales sujetan de tal modo a los sectores cholos de la población, que sus gustos ostentan no solo su afán de ascenso y de querer ser “señores”: también halagan al gusto de los demás. Por eso son manifiestos conservadores de una manera de ser. Warawas que sobreviven y se reciclan según las modas y gracias a la disposición de nuevas tecnologías y materiales (tuneo, telas asiáticas, materiales de construcción chinos, luces de neón, técnicas de impresión digital, etc.); pero que manifiestan un profundo malestar en la cultura, para parafrasear a Freud: no hay plenitud allí, son estéticas que manifiestan, fecundamente, una insatisfacción, una cisura nunca cerrada.  

Lo que estamos viendo es, en realidad, una sociedad cruzada por los valores del honor, el prestigio y el reconocimiento, antes que por los valores de la revolución, el vivir bien, la descolonización...

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