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Vivimos los bolivianos en un Estado que por obra y gracia de un grupo pequeño de constituyentes y por un referéndum aprobatorio llevado adelante por el calor de las emociones, ahora se llama “Estado plurinacional”, es decir, un Estado compuesto por muchas naciones. Sin embargo, es un Estado que, aunque se imagina revolucionario, en realidad abreva en un concepto antiguo, romano, imperial y bastante conservador: la nación. 

Todo tiene que ver con nacer, parir, dar a luz: de la raíz indoeuropea gen- tenemos una inmensa familia de palabras, entre las que figuran nacer, genética, gente, género, generación, gendarme, génesis, pero también germen, indígena, genio, genital, preñar, maligno, benigno, nativo, natural, progenie, pero también cuñado, y aún más: nada. Me remito libremente a algunas palabras que giran todas alrededor del baile del nacimiento, del origen: allí está la nación. Allí está nuestro principio: allí de dónde venimos, de donde nacemos. Hay un vínculo significativo así entre madre y nación, entre matriz y nacimiento.  La idea es hermosa, claro, como tantos semas antiguos, como tantas significaciones imaginarias centrales, al decir de Cornelius Castoriadis, que permiten distinguir conjuntos e identidades, clasificar y ordenar, así como representar e imponer la realidad humanamente construida como “la” realidad. Es hermosa, pero imaginaria. O sea que, siendo invención humana, opera como realidad: lo cierto es que la nación, el lugar de origen, la causa primera de todas las cosas humanas en la que suponemos existir, no existe realmente, pero poco importa. Vivimos dentro de naciones, somos nacionales, porque lo aceptamos como algo natural.

En el mundo de las ciencias sociales de la década de 1990, muchos habíamos coincidido en tomar como correctas las ideas de Benedict Anderson y de Eric Hobsbawm, considerando que las naciones modernas son tradiciones inventadas que surgen de comunidades imaginadas. Anthony D. Smith criticó estos planteamientos, como señala Walter Pohl, subrayando que son visiones construccionistas de la nación, según lo cual las naciones modernas son creadas por elites interesadas en lograr la cohesión de las masas. Smith sostiene que los sentimientos nacionales son, en cambio, algo más que una construcción moderna, porque se arraigan fuertemente en símbolos, mitos, tradiciones, recuerdos, constituyendo aquello que él vino a llamar los “etnosimbolismos”.

Sin embargo y como apunta Pohl, las naciones se han constituido de manera muy compleja, y no hay razón para preferir solamente la visión construccionista desde arriba, o la visión etnosimbólica, desde abajo. Lo cierto es que las naciones son resultado provisional –no hay que olvidar que, como enfatizaba Norbert Elias, la vida histórica de los seres humanos nunca está terminada, sino que está en constante proceso— de intrincados recorridos históricos,  que son, además, fruto de la “persistencia de paradojas”,  señala Pohl, porque las comunidades humanas nunca son el resultado de decisiones unánimes,  sino que se desarrollan más bien, a través de los conflictos, y podemos decir, de las contradicciones de los intereses y las conductas humanas. 

Por otra parte, el concepto de etnogénesis, desarrollado por varios historiadores y antropólogos, es una noción muy útil para entender justamente cómo las naciones devienen entidades prácticamente eternas, fundamentales, aunque sus orígenes sean fechables y posibles de reconstrucción a través de la investigación histórica. Es decir que no hay nada de sagrado o de indestructible en las naciones: las naciones se crean a través de procesos complejos de relaciones sociales e intereses, negociaciones, memorias, instauración de tradiciones y estrategias de poder.

Por otra parte, si entendemos la nación no como un hecho dado, sino como el esfuerzo por la “construcción de una comunidad”, no deberíamos olvidar el hecho de que un pueblo, un Estado, una iglesia o una nación “no pueden existir sin los esfuerzos continuos para construirlos, o quizás también, para buscar el beneficio adecuado de un individuo en actividades que continúen reproduciéndolos”, como sostiene Pohl. Así, el Estado plurinacional, la imaginaria nación de naciones boliviana, es un esfuerzo por construirse, pero un esfuerzo desde un grupo con poder, interesado en eso, como en su momento hubo el interés en instaurar, por ejemplo, el Qullasuyu, Charcas, el Alto Perú o la república de Bolivia. No está demás decir que, aunque sus promotores afirmen que el Estado plurinacional es de una originalidad absoluta en la historia, este Estado-nación de naciones nunca dejó de ser una república, y conserva además y de manera muy llamativa rasgos de organización social que provienen de la sociedad virreinal. Por otra parte, casi todos los Estados modernos son también plurinacionales, por cuanto la coincidencia absoluta entre una nación antigua y un Estado moderno casi no ocurre empíricamente.

De todas maneras, la nación de naciones hoy en ejercicio legal, es también el resultado no intencional de prácticas realmente existentes, porque como Pohl subraya para el caso de las naciones surgentes después del imperio romano, “parece prometedor observar cómo se construyeron estas comunidades, deliberada o involuntariamente, a través de pensamientos o acciones”, que en el caso complejo de un Estado como el boliviano, puede manifestarse en la Constitución, en leyes, en programas educativos, en discursos presidenciales, en propaganda política y televisiva, filmes, etc. Es decir, nada parecido a la permanencia milenaria de una confederación de naciones, si podemos llamarla así. Solo es un fenómeno reciente, pero con ansias de perduración, sustentado en la exaltación de las naciones indígenas como fuente y destino de lo boliviano. Sin embargo, experimentos así se han conocido en otros lugares del mundo en el siglo XX, casi siempre con tintes autoritarios.

Subsisten hoy las ambigüedades de significado al momento de definir qué es una etnia, qué una nación, qué un pueblo, y si todo eso puede ser equiparable. El historiador Adrian Hastings sintetizó de manera muy clara cómo la idea de nacionalidad se desarrolla a partir de una o más etnias. Según él, las literaturas vernáculas son vehículo fundamental de la génesis de una autoconciencia nacional. También las luchas de larga duración, contra amenazas externas, pueden implicar el nacimiento del sentimiento de nacionalidad, e incluso la constitución de un Estado. Hastings sostiene que una nación puede aparecer antes, o después de un Estado, y que la consolidación de este puede contribuir a reforzar la conciencia nacional.  También es importante la distinción que hace Hastings entre etnia, nación y Estado-nación. Una etnia “es un grupo con una identidad cultural compartida y un idioma hablado”, que conforma el principal elemento distintivo para las sociedades prenacionales, aunque puede sobrevivir “como una subdivisión fuerte con una lealtad propia dentro de las naciones establecidas”. Por otra parte, una nación es una comunidad con una mayor autoconciencia que una etnia. Una nación puede estar formada por varias etnias, puede identificarse con una literatura –donde la haya—, así como reclamar el derecho a su propia identidad y autonomía política, además de controlar un territorio específico.  A su tiempo, un Estado-nación se identifica a sí mismo como una nación específica, cuyos miembros son vistos como correspondientes a ese Estado: “Existe una identidad de carácter entre el Estado y las personas”. Esta equivalencia hace que la soberanía del Estado sea la del pueblo, de la nación. Podemos seguir de esto que, mientras más nacionalista o más populista se presente un pasado, más próximo se imagina a la “identidad histórica” y esencial de ese pueblo-nación.

Así, las fronteras del Estado, el carácter de la unidad política y la comunidad cultural autoconsciente resultan ser lo mismo.  Sostiene Hastings que esto es tanto un sueño como una realidad: la mayoría de los Estados nacionales cobijan grupos que no pertenecen a la cultura nacional central, o que no se asumen como parte de una nación definida. Pero enfatiza, casi todos los Estados modernos asumen que son, en efecto, Estados nacionales. El nacionalismo en la práctica implica que “la propia tradición étnica o nacional es especialmente valiosa y necesita ser defendida a casi cualquier costo mediante la creación de su propio Estado-nación”. El Estado como prolongación de la nación, así, brota “donde y cuando una etnia o nación particular se siente amenazada con respecto a su propio carácter, extensión o importancia, ya sea por ataque externo o por el sistema estatal del que hasta ahora ha formado parte”; aunque también puede avivarse el nacionalismo para un imperialismo expansionista de un Estado-nación poderoso, puntualiza Hastings.  

¿Cómo opera, entonces, un Estado-naciones, un Estado que en vez de asumir su equivalencia casi perfecta con una nación, debe coincidir con varias naciones, así estas resulten históricamente enfrentadas? A través de artificios políticos y narrativos, a través de invenciones y fantasías, pero esto también lo hacen otros Estados. Estos artificios en realidad, ocultan el hecho de que las naciones no son equivalentes, no son iguales. Es una igualdad donde unos son más iguales que otros, como dice el humor popular. Y de hecho, alguna nacionalidad, por ejemplo la nacionalidad boliviana misma, es decir, una variación criolla de la hispanidad, es ignorada, o cuando menos menospreciada en la retórica política, aunque siga siendo la única nación capaz de articular todas las naciones, la única que en los hechos domina: por eso el español es la lengua mayoritaria, y la cultura hispánica, llena de mestizajes culturales indígenas, europeos, norteamericanos y hasta asiáticos, es la que señorea sobre las otras naciones, las llamadas indígenas.

Pero el espíritu populista y nacionalista del Estado plurinacional lo que hace es construir un gran artilugio político y doctrinario: de las naciones que alberga el Estado plurinacional, serán solo las naciones indígenas de la cordillera de Los Andes las que dominen, y de entre estas, serán los aimaras y sus múltiples formas de mestizaje y estrategias de ascenso social, casi siempre mercantiles.  La ilusión de “la nación aimara” así, termina siendo el alfa y omega de lo que el Estado plurinacional debería ser, pretende ser, o se obliga a que sea. Eso, en una mezcla ideológica con creencias socialistas, milenaristas, redentoristas, incluso llamadas “nuevo paradigma civilizatorio”. Se trata, nada más, de un pretexto. Es una fracción de la población, pero una fracción con poder por la fuerza de los hechos, que se erige como la verdadera nación, y por lo tanto, las naciones indígenas menores, si bien respetadas o integradas legalmente, terminan siendo dominadas, como ya lo fueron antes, por la cultura hegemónica ya no indígena, ya no hispánica, sino algo que los bolivianos siempre hemos conocido como la cultura chola.

El Estado plurinacional termina realizando una proeza discursiva y política: lo contradictorio se vuelve correcto, lo mezclado se vuelve puro, por obra y gracia del poder del llamado a la nación, pero a la nación primigenia, la que ya tiene “cinco mil veintisiete años”, y que piensa dominar Bolivia, esa “antigua república”, otros cinco mil años más.

La nación, a pesar de todo, la patria, siguen operando en los sentimientos de muchos, como la última razón de identidad, como la “verdadera esencia” de lo que se fue, se es y se será. El ocultamiento interesado del carácter conflictivo y contradictorio de lo nacional es una estrategia permanente de los nacionalistas, pero también de los populistas, que hacen del culto a la nación o naciones populares, un eje fundamental de sus políticas de Estado. La necesidad de pertenencia de los seres humanos, así sea a los grupos más pequeños, como las familias, los clanes familiares, las comunidades étnicas o territoriales, en fin, hasta llegar al plano de los Estados modernos, e incluso la idea de pertenecer a colectivos universales: el proletariado, los latinoamericanos, los jóvenes o las mujeres del mundo: es una necesidad muy productiva, porque trafica con sentimientos convertidos en razones, de la permanencia de la nación, de nuestra nación, aquella a la que siempre, más que a la vida personal, se le debe lealtad y demostraciones de eterna sumisión.  Aunque las naciones no sean más que ilusiones creadas por cientos de generaciones, de agencias, entendimientos y desentendimientos humanos, que parecen operar como verdades divinas.

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