La democracia boliviana enfrenta hoy una prueba definitiva. No es la primera vez que esto ocurre, pero pocas veces las contradicciones internas de sus instituciones y actores han quedado tan expuestas. En este panorama, resulta inevitable reflexionar: ¿Qué lecciones nos dejan los recientes acontecimientos? ¿Qué significa defender la democracia en un contexto donde las palabras valientes no siempre se traducen en acciones?
La defensa de la democracia no es tarea fácil, ni mucho menos cómoda. Es un desafío reservado para quienes poseen la fuerza moral, la valentía y el coraje necesarios para protegerla, incluso frente a amenazas internas provenientes de aquellos que deberían ser sus guardianes.
En julio de 2024, el Tribunal Supremo Electoral (TSE) lideró un esfuerzo al convocar a las fuerzas políticas del país para firmar el Acuerdo por la Democracia. Este pacto buscaba priorizar las elecciones judiciales del 1° de diciembre, sacrificando incluso las elecciones primarias para garantizar el derecho de los bolivianos a renovar un sistema judicial desgastado y cuestionado.
Sin embargo, la ruptura del acuerdo llegó apenas semanas después, cuando el presidente Luis Arce Catacora anunció su intención de convocar a un referéndum, que nació muerto, simultáneo a las elecciones judiciales. Este movimiento, que buscaba reformar la Constitución en temas tan sensibles como la reelección presidencial discontinua y la redistribución de escaños parlamentarios, no sólo desvió la atención del objetivo inicial, sino que también sembró dudas sobre el verdadero compromiso del Ejecutivo con el consenso democrático.
Esta acción dejó al descubierto un patrón preocupante: el uso del poder para perpetuar intereses políticos personales, aun a costa de la confianza en las instituciones y en el proceso electoral.
El deterioro institucional se profundizó con la falta de apoyo efectivo al TSE tras la emisión de un documento que dos magistrados autoprorrogados tuvieron el descaro de titular como Sentencia Constitucional Plurinacional N°0770/2024-S4. Este fallo, lejos de proteger la democracia, la desangró un poco más. En respuesta, lo único que resonó fue: “¡Condénenme, no importa, la historia me absolverá!”. Pero las palabras se desmoronaron rápidamente cuando se vieron justificando, por qué debían "acatar" una sentencia emitida por autoridades cuya legitimidad ya no existe. Este episodio dejó una lección amarga: en la defensa de la democracia no basta con parecer valiente; también hay que serlo.
En un esfuerzo por proteger las elecciones judiciales y restablecer la plena vigencia de la Constitución Política del Estado, el Senado, liderado por Andrónico Rodríguez, promulgó la Ley 075, destinada a cesar a los magistrados autoprorrogados y garantizar elecciones completas y legítimas. Sin embargo, la reacción del Órgano Ejecutivo fue tan reveladora como alarmante. El ministro de Justicia, César Siles, no tardó en desacreditar la medida, alegando que “dos autos constitucionales suspendían su tratamiento” y acusando a Rodríguez de haberse “autoproclamado presidente de la Asamblea”. Estas declaraciones no sólo buscaron deslegitimar un esfuerzo democrático, sino que también dejaron al descubierto un preocupante alineamiento del Ejecutivo con el Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP), ahora convertido en un “supra poder” que opera al servicio de intereses políticos y personales, en detrimento de la institucionalidad democrática.
La subordinación del Ejecutivo a este poder paralelo, reflejada en el respaldo implícito a los magistrados autoprorrogados, plantea preguntas incómodas: ¿Qué queda de la independencia entre poderes? ¿Qué precio estamos dispuestos a pagar por mantener apariencias democráticas?
Estos hechos ilustran una división que trasciende lo político: la diferencia entre los valientes que se levantan para defender la democracia y los cobardes que prefieren arrodillarse ante intereses particulares. En este contexto, el caso de Andrónico Rodríguez, quien promovió leyes para cesar a los magistrados autoprorrogados y restablecer el mandato constitucional, resalta como un intento valiente, aunque imperfecto, de proteger la institucionalidad.
En contraste, la postura de actores como el ministro de Gobierno, Eduardo del Castillo del Carpio, revela una estrategia sistemática para preservar el statu quo, incluso a costa de minar los cimientos democráticos del país.
La historia de la democracia no está escrita por quienes permanecen cómodamente en sus oficinas ni por aquellos que hablan de justicia, pero actúan en contra de ella. Está escrita por gigantes como Nelson Mandela, quien soportó 27 años de prisión para derrocar el apartheid, o Mahatma Gandhi, quien desafió al imperio británico con la no violencia. Y en Bolivia, está escrita por hombres como Marcelo Quiroga Santa Cruz, quien denunció las dictaduras militares y murió luchando por la justicia y la libertad.
Hoy, Bolivia necesita más que nunca de esos gigantes, de ciudadanos y líderes que no teman enfrentar el poder corrupto, que estén dispuestos a arriesgar su comodidad, su libertad, y, si es necesario, su vida por un ideal superior. Defender la democracia no es para cualquiera, y mucho menos para los cobardes. Es una tarea reservada para los valientes, porque requiere coraje para mantenerla y grandeza para protegerla.
La democracia no se protege con pactos quebrantados ni con leyes desacreditadas por conveniencia, y mucho menos aceptando fallos dictados por autoridades cuya ilegalidad e ilegitimidad son evidentes. Su defensa requiere algo más profundo: ciudadanas y ciudadanos dispuestos a actuar, a levantar la voz y a exigir con firmeza que quienes los lideran cumplan con integridad y valentía el papel que les corresponde. Es hora de que Bolivia despierte y recupere su espíritu democrático, escribiendo un nuevo capítulo en su historia, uno liderado por personas que defienden la democracia no con palabras vacías, sino con acciones trascendentales que perduren más allá del tiempo. Todas y todos debemos reconocer que cuando el poder de la tiranía intenta someterte, partir con dignidad antes que arrodillarse también es un acto de profunda valentía.
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