La crisis de gobernabilidad y la crisis del Estado que enfrenta Bolivia tiene un rasgo particularmente desagradable: el negarse a escuchar los argumentos expresados por el otro interlocutor, en el supuesto caso de que realmente se quiera iniciar un diálogo. Al mismo tiempo que la crisis económica y el desgaste de los partidos políticos, los medios de comunicación han generado un clima de opinión confuso, donde se da rienda suelta a todo tipo de criterios, desde los más excéntricos que giran alrededor del nacimiento de una Asamblea Popular sin Estado y sin instituciones democráticas, hasta la rebelión de un coro autoritario que defiende la clausura de la Asamblea Legislativa Plurinacional, planteamientos que fácilmente desencadenarían sólo anarquía, empeorando la situación.
Los medios de comunicación y las redes sociales son, en conjunto, los puntales de la desinformación, la exageración, el desprestigio de la honestidad y el grave prejuicio en contra del valor civil para mirar de frente los problemas, pues se necesita integración y el rechazo abierto del autoritarismo caudillista, tanto de Evo Morales, como de Luis Arce.
Nuestra crisis política ha permitido irónicamente, en medio de la libertad de expresión, que los medios de comunicación no fomenten el diálogo, sino solamente monólogos que transmiten detrás de sí múltiples mensajes arbitrarios. Hemos dejado de oír y comprender bien lo que dice el otro o, si lo oímos, creemos siempre que dice otra cosa, una deformación de la realidad, un verdadero artilugio para concluir que uno mismo tiene toda la razón. En este escenario de autoritarismos en la comunicación y en la acción política, el problema radica en entender con claridad cómo se debe reestablecer el orden y la gobernabilidad para posibilitar la continuidad del sistema democrático.
Sin gobernabilidad, sin una profunda reforma estatal y sin orden social, no es posible construir o contribuir a una imagen de país, ni a un proyecto colectivo que permita una genuina reconciliación. Debemos reconocer que la vileza del sistema de partidos políticos y de nuestra cultura política, reacia todavía a convivir con la tolerancia que necesariamente le ponga límites al poder político y a los caudillismos, es también la vileza de nuestra vida cotidiana. Este espejo que refleja las recíprocas vilezas de nuestra sociedad, evita analizar que la gobernabilidad y la crisis del Estado en Bolivia son los ejes fundamentales para preservar el régimen democrático. La gobernabilidad representa un pacto fundacional, a partir del cual se generan nuevas tareas y estrategias. Necesitamos nuevos pactos de gobernabilidad y proyectos claros de reforma institucional del Estado, de lo contrario, acabaremos en el fondo de un pozo sin salida.
La gobernabilidad obliga a aceptar que, ni la concepción de la política como guerra puede excluir definitivamente el problema del orden y la defensa de la ley, ni tampoco la concepción de la política como construcción de pactos puede excluir definitivamente el conflicto. El equilibrio entre pactos, conflictos y reconciliación, es el trayecto primordial para salir adelante.
Por otra parte, la gobernabilidad es una “capacidad” que tiene el Estado para resolver cualquier conflicto político mediante métodos que no infrinjan el derecho y la Constitución Política. Es de esta manera que pueden proponerse soluciones a los principales problemas sociales y llevar adelante la coordinación de diferentes políticas públicas que, posteriormente, van a ejecutarse en los ámbitos nacional, regional y local.
Las múltiples capacidades estatales no podrían funcionar sin un previo pacto entre las principales fuerzas políticas que pugnan para acceder al poder y aquí radica la necesidad elemental de reconocer que los partidos políticos, los movimientos sociales, los sindicatos, las agrupaciones ciudadanas y otras instancias de organización provenientes de las bases y los movimientos regionales, deban hacer un alto en el camino para mirar hacia dónde ir. Sin pactos duraderos, seguiremos cavando una fosa, hasta morir debido al envilecimiento de la cultura y la misma política.
La gobernabilidad es, en el fondo, un pacto para delimitar hasta dónde se puede llegar y cómo proteger el orden social evitando al máximo cualquier costo humano. Los pactos políticos, ya sea entre partidos o entre fuerzas en conflicto al interior de los movimientos de protesta, son soluciones “racionales” para responder a situaciones de incertidumbre. Por lo tanto, en los pactos de gobernabilidad no debe haber un solo actor o punto de vista privilegiado porque lo que está en juego es la construcción y el mantenimiento del orden en Bolivia. Es completamente absurdo negar y rechazar los pactos de gobernabilidad, porque de ellos depende la continuidad de la política como estrategia de equilibrios y soluciones negociadas, mirando el largo plazo.
Restablecer la gobernabilidad requiere ponerse de acuerdo en proseguir con el sistema democrático. Éste constituye un “pacto estratégico” que todos deberíamos respetar. En segundo lugar, tanto los movimientos de protesta, las regiones, como la Asamblea Legislativa y el Poder Ejecutivo, deben llevar adelante otro acuerdo: poner límites a las acciones irracionales o las presiones envilecidas para tomar el poder por la fuerza; es decir, reconocer ciertas “reglas normativas” que van desde la Constitución hasta el respeto del Estado de Derecho vigente en el país.
Las visiones indigenistas, las marchas caudillistas impulsadas por Evo Morales, junto a las demandas regionalistas de hoy, están generando una crisis política que trasladó la vieja confrontación entre modernización e integración social, a la tensión entre el Estado, la anarquía, la crisis económica, la falacia del predominio étnico-indígena y las autonomías departamentales egocentristas como Santa Cruz, que destruyen cualquier alternativa viable de gobernabilidad.
Las contradicciones entre indios, mestizos y blancos, fomentan la desaparición del Estado en Bolivia, opacando otro tipo de contradicciones donde pueda rescatarse la visión de un Estado institucionalizado, adscrito a la democracia representativa y a la estabilidad sostenible, porque solamente se pueden superar la pobreza y la desigualdad, cuando existe un mínimo de instituciones estatales y una racionalidad para ver la crisis en sus alcances globales, no solamente étnico-culturales.
Las ideologías indianistas o regionalistas destrozan toda racionalidad normativa y reflexiva, dejando sin alternativas a los pactos entre partidos políticos para resolver los conflictos. De cualquier manera, los partidos, mediocremente y manchados de corrupción, esto nadie lo niega, cumplen un papel nacional como instituciones de representación más allá de identidades étnico-regionales.
La crisis de nuestros partidos muestra con crudeza que cuando el veneno de origen entra en el momento inadecuado, es muy difícil seguir adelante para recomponer los errores. Sin embargo, esto no quiere decir que los pactos de gobernabilidad no sean, una vez más, el único antídoto para combatir el envilecimiento, tanto de los partidos, como de los grupos radicales refugiados en el extremismo etnocéntrico y regionalista.
La “lógica del pacto político” debe ser reposicionada como valor central en la resolución de los conflictos y, por lo tanto, su carácter revela un compromiso ético por seguir adelante con el sistema democrático, reconstruyéndolo permanentemente para reproducir nuestras libertades y la seguridad de defender el concepto de ciudadanía, antes que las mentiras de un Estado Plurinacional desinstitucionalizado. Sólo una solución democrática permitirá que se superen los graves problemas del país, especialmente el de la integración de aquella Bolivia que busca combatir las desigualdades sociales, económicas y políticas.
Si todo se bloquea una vez más, fruto de la intolerancia y la incapacidad de los caudillismos al estilo Evo Morales y Luis Arce, la consecuencia no sería el statu quo, sino una situación de inestabilidad forzada, que terminaría provocando una explosión y la recaída en el envilecimiento como clausura de toda oportunidad.
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