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El pasado 12 de abril se celebró el Día del Niño y Niña en nuestro país, ocasión en que se agasajó a los más pequeños en hogares y escuelas con dulces y regalos. Ese contexto me llevó a pensar sobre lo que entendemos por su felicidad y lo importante que es recordar que son personas con derechos que se forjan como seres humanos que se nutren de lo que viven, al igual que cachorros y plantas. En esa reflexión, me gustaría enfatizar en el ámbito psico-emocional y en la educación que niños y niñas reciben.

A nivel psico-emocional no siempre reciben afecto o instrucciones claras de cómo desarrollarse como individuos honestos e independientes porque a menudo ven corrupción solapada como “viveza criolla” o “prácticas ilegales” como la coima al policía o empleado público, a veces cara a cara y otras de forma clandestina. Desafortunadamente, esa situación no cambia; aunque en las oficinas se visualicen afiches de “No a la corrupción” o se invite a la denuncia porque parece inevitable que si el ciudadano desea que su trámite termine, tendrá que sentarse a esperar meses o años, a menos que se ocupe de pagar dinero adicional a una o un funcionario.

Esa necesaria seguridad en el entorno familiar tampoco existe si el padre o la madre acostumbran consumir bebidas alcohólicas en casa o en las interminables fiestas patronales; tienen sexo ante sus hijos por el hacinamiento en su pequeña vivienda; ejercen violencia intrafamiliar o cuando involucran a sus hijos en extensas jornadas de trabajo que los obligan a combinar sus estudios con la ayuda a la familia y en otras ocasiones les obligan a abandonar su formación para sobrevivir. Se les pide a nuestros niños sean educados, respetuosos y responsables, pero no ve ese ejemplo en casa porque no existe una escuela de padres que enseñe eso mismo a sus progenitores.

En ese contexto, las pandillas, las drogas o cualquier otro vicio encuentran terreno fértil en la mente y corazón de muchos niños que sufren maltrato o abandono, no sólo físico, sino también emocional.

Y en la escuela pasa lo mismo; aunque existen maestros y maestras que se esfuerzan por seguir su vocación, no todos la tienen. La formación que esos docentes reciben en las escuelas superiores no se ha actualizado, los contenidos académicos siguen desfasados, tanto colegios públicos como privados siguen enseñando que Colón descubrió América a pesar de muchos hallazgos científicos que han confirmado la llegada de otras civilizaciones como la vikinga a nuestro continente mucho tiempo antes que el navegante genovés. Otra prueba de ello fue el fracaso de muchos maestros en el manejo de tecnologías de información y comunicación para dar clases virtuales debido a la cuarentena, tampoco se tiene idea de qué y cómo piensan las nuevas generaciones hoy que ven al mundo de forma distinta, tienen otros valores e incluso poseen distintos lenguajes y/o cronolectos (variación lingüística que alude a distintas formas de hablar según la edad).

Muchos profesores y profesoras ―no todos por suerte― enseñan reproduciendo estereotipos de género, de clase y de raza en las escuelas. Siguen legitimando una sociedad excluyente, racista y machista, donde se afirma que “los niños son buenos para el deporte y las matemáticas” y “las niñas tienen que darse a respetar y ser delicadas” (implícitamente no importa qué piensen mientras luzcan bien). Lo lamentable es que la escuela no enseñe a leer, escribir y construir; no parece centrarse en impulsar la transformación de nuestra sociedad para que sea un lugar mejor para vivir, sino que se prioriza que los niños y niñas repitan, se “porten bien” y obedezcan, no se estimula a que piensen, creen y construyan.

Se pretende manejar el mismo currículo que se diseñó hace más de 10 años en un contexto distinto sin tomar en cuenta la urgente necesidad de formar en la especialización por áreas (exactas, sociales/humanas, deportivas, artísticas, etc.), para no tener que “embutir” información sobre materias que no forman parte de las inclinaciones, habilidades y competencias innatas que un niño tenga, forzando así la memorización y repetición mecánica de información inútil en la vida práctica.

A nivel personal, pienso insistentemente en que de nada me sirvió la física, la química o la cantidad de huesos que tiene el cuerpo humano en mi formación escolar y universitaria; hubiera preferido que me den nociones de inteligencia emocional, prevención de desastres o prevención de violencia. Lo vi también en mi hijo que odia las artes plásticas o mi hija que no disfruta de las matemáticas.

La transformación de una sociedad empieza por cambiar y mejorar el capital humano: las personas. Se debería empezar por fortalecer la autoestima de cada boliviano y boliviana, su sentido de pertenencia a un proyecto-nación que le impulse a sentirse parte de un plan más grande en el que su país y sus compatriotas merezcan su esfuerzo, trabajo y sacrificio. Lo contrario supone seguir poniendo “remiendos” a un techo que se desmorona cada día.

Por eso planteo la importancia de pensar el mañana, como ese escenario cercano en que se trabaje por el bienestar de los más pequeños para garantizarles estabilidad y equilibrio emocional, afectivo y educativo. Tenemos la obligación que dar respuesta a sus necesidades elementales; de lo contrario, no tendríamos moral alguna para exigirles nada cuando no somos capaces de ser un buen ejemplo.

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