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Cuando llega el otoño, y la fiesta lluviosa del verano se empieza a marchar, con sus aguaceros, sus arcoíris, sus charcos y lodazales, con sus inundaciones, pero también con sus cielos, sus luces y nubes oscuras llenas de significados sublimes; cuando llega el otoño, llega también la profundidad. Cuando llega el otoño, junto con las hojas que caen, empezamos a dejar caer, también, pedazos de nosotros mismos para prepararnos ante el frío y la introspección que no tardan en llegar.  

Cuando llega el otoño la brisa fresca de las seis de la tarde parece anunciar una nueva fuerza, la potencia del frío para empujarnos hacia adentro, hacia lo recóndito de lo que quisimos ser, o estamos siendo, o quizás lleguemos (todavía) a ser. El otoño es el hermano menor del invierno, al que anuncia, al que precede, pero los dos pueden ser crueles, con la crueldad de los carámbanos de hielo, con la belleza de las flores de escarcha y las heladas y la soledad. Otoño, pero, como Invierno, tienen la sabiduría de mostrarnos el camino que hay que andar. El tiempo frío es el tiempo de la interioridad, del bajar al subterráneo mundo de los páramos internos donde se agazapa, tiritando, nuestra razón de ser, que, para el fin del invierno, y si lo hicimos bien, renacerá.

Cuando el otoño llega hay algo de profundo en la vida. Hay algo de mensaje oculto que solo los que están dispuestos a ver, más allá de lo visible, pueden comprender. No se dice en palabras, se dice en golpes de viento en la cara, en el pecho: “sentirme nube, volar tu casa, quererte lluvia sobre mi cara; sentirme ave, volar tu cielo, quererte nieve sobre mi pecho”, canta desde el centro mismo del corazón y de la punta aguda del alma el admirado Luis Pastor. Sí, el otoño llega como un golpe de amor, frío y dulce, en la cara.

Es verdad que, como una vez cantaba Piero, “ahora es el otoño, las hojas que se caen, los árboles con frío, y está muy solo el mar”, y que “todo terminó, las cosas que dijimos se fueron con el mar”. Así es en la vida, así en la canción: “tuvimos el verano, caminamos de la mano, yo con vos,  simplemente los dos”. El otoño es el símbolo de lo que se va, de lo que no volverá, del comienzo del final. Pero no hay final eterno. Hay volver a empezar, porque el fin es también un renoval.

Solamente hay un lugar en el mundo para conocer la experiencia iniciática del otoño, su ritual de paso cósmico y silvestre que se compenetra en lo más hondo de la emoción. Jorge Sosa y Damián Sánchez, grandes del cancionero del Cuyo y del canto latinoamericano, así nos lo legaron para siempre: ese lugar es Mendoza. Allí, el “sueño amarillo” de las hojas, el canto que baja por las acequias con sus historias de duende del agua, está en esa lluvia comenzada en los ojos, pero que no es más “que un antojo de la soledad”. Sí, Jorge Sosa, pienso igual que tú, que estás en el otoño del cielo, porque encontramos nuestros nombres “en la voz que murmuran los cerros”, porque, lo sabemos, “el paisaje reclama por fuera nuestro tibio paisaje de adentro”. No es lo mismo el otoño en Mendoza.

Siempre habrá otoños con sus hojas crujientes, como en el Parque Forestal del Santiago de mi niñez. O con sus árboles coloreados y los atardeceres de Mendoza. Y habrá un otoño que no acaba, porque es el tiempo de esperar, o de empezar, o de callarse, con ese silencio de amigo, para escuchar cómo el mundo se rehace, una vez, y otra, y siempre.

Según Oliver Tearle, el otoño es dos cosas opuestas a la vez: por una parte, simboliza “la infinidad, la maduración, la cosecha y la abundancia; y, al mismo tiempo, la decadencia, el declive, la vejez e incluso la muerte, con asociaciones de cosas que ya pasaron su mejor momento”. Esta doble y contradictoria dimensión del otoño es, sin embargo, fructífera. Tearle pasa revista a algunos grandes (muy grandes) poetas anglosajones. Por ejemplo, el soneto 73 de Shakespeare, cuya voz habla a alguien, comparándose o convirtiéndose, mejor, en el propio otoño, o en el mismo crepúsculo: “Esa época del año puedes contemplarla en mí / cuando hojas amarillas, o ninguna, o pocas, cuelgan / sobre aquellas ramas que tiemblan contra el frío, / coros desnudos y en ruinas, donde tarde cantaron los pájaros”. Para Barbara Estermann, hay mucho más que la congoja de una persona que ve cómo se va la vida, porque el poeta, al compararse con el universo, “demuestra la relación del hombre con el cosmos y las propiedades paralelas que, en última instancia, revelan su humanidad y su vínculo con el universo”. Yo soy el universo, el crepúsculo, pero también “el resplandor de tal fuego”. Y eso es digno de ser amado, el otoño que soy yo mismo, la fuerza de todo.   

Y menciona Tearle a Philip Larkin y su poema Los árboles. Ellos pierden sus hojas en otoño, pero las recuperan en primavera, también como nosotros. Aunque ellos y nosotros moriremos algún día, “se trillan los castillos incansables” nuevamente cada año. No hay otoño definitivo. Y John Keats, en su admirado poema Al otoño, lo describía como un tiempo fructífero, cargado y maduro, donde los granos y flores volverán a brotar, rebosante “época de abundancia, no de escasez”, recuerda Tearle; “si Keats deseaba que el poeta ‘cargara cada grieta con mineral’, en su conocida frase, entonces en Al otoño colma cada verso de abundancia otoñal”. Para Keats, hasta el sol “está madurando”, pero no en el sentido de envejecimiento o mengua, sino de maduración y “llegada a la plenitud”. Otoño, tiempo de compleción, fuerte completitud que vale la pena anunciar.

Tearle es también consciente que, detrás del tópico del otoño, se manifiesta con facilidad la falacia patética del “otoño de la vida”, el declive que devendría cuando el verano, también de la vida, ya ha pasado. Es fácil para el que está en sus 20, claro, pensar que el verano nunca termina, o que el envejecimiento está lejos, muy lejos. Pero las cosas no son tan fáciles más allá, aun cuando sabemos que la vitalidad se abre más y más en los tiempos actuales, gracias a que el pasar el tiempo no es, no tiene por qué ser, sinónimo de senectud, de decadencia física y moral. No, no hay otoño de la vida, porque tampoco hay primavera o invierno: no somos un planeta completando ciclos anuales de cercanía y lejanía hacia el sol, ni tenemos equinoccios ni solsticios. Juventud y vejez son grandes prejuicios con los que queremos simplificar la extraordinaria experiencia de estar vivos.

Por eso Robert Frost, en su poema El camino no escogido, y si bien dice que estamos en el otoño, sin embargo, siempre podemos elegir el otro camino. Sí, se nos abren dos caminos en un bosque amarillo, y no podemos caminarlos los dos, como lamenta Frost. Pero la clave de la vida está en elegir… “dos caminos se abrían en el bosque, elegí… / elegí el menos transitados de ambos, / y eso supuso toda la diferencia”. ¿Elegiremos así? El otoño es el momento de los dos caminos y la posibilidad de esta tría llena de esperanza.

En 1970 Rafael Paeta y Domingo Airala, en la voz de Hernán Figueroa Reyes, pensaban, como ahora podemos pensar, en un “otoño sin final”. Era “el aroma de tu piel”, el que se volvió en ese otoño sin final. Pero nuestro barquito, ese niño barquito que puertos tocó, se fue, y si vuelve algún día, nosotros no estemos más “detrás del ventanal”. Qué importa. Alguien amó a alguien en 1970, y esa tarde y ese ventanal siguen en el sueño de “contigo navegar / en un barquito de papel, / rumbo a la luz de aquel ayer / de aquel otoño sin final, / cuando el aroma de tu piel / quedó en mis manos sin pensar”.

Sólo terminaré de cavilar, en este atardecer, recordando la palabra viva de Javier Heraud, esa luz que brilla aún en algún lugar de la selva. Decía Heraud que es muy difícil esperar el otoño “sin moverse entre las higueras y la hoguera”. Si pudiéramos, como él soñaba poder, “limpiar la higuera / con sólo mis manos, / toda la higuera apagarla / y prender la hoguera / de los valles, / de los hombres, / qué fácil sería entonces / sentarse en las bancas / de los días / y ver arde / casas y templos, / campos y ciudades, / ver pasar años sin transcurso, / cortar uvas suavemente, / sentarse en las bancas / del camino / y esperar el otoño”. Sí, Marco Antonio lo sabrá.

En 2018 le escribí a marzo, y en su naciente otoño vuelvo a decirle, nada más: “¡Marzo! le dije, hazme un lugar en tu vientre / y déjame aceptar tu viento frío llegando del sur / déjame acomodarme este año más, dame un rincón en tu tarde. / Estaré en tu semana santa, estaré en tus hojas muertas, / Estaré en las bandadas que se van, en la nube rojiza de tu luz, / me quedaré quietecito pensando en el otoño que traerás / y cuánta frescura apasionada de paz.  / No haré ruido, marzo. / Déjame irme hacia tu abril /Ábreme el cielo para respirar /con el pecho lleno de otoño azul /de la dulce mañana que dentro de ti / será luz, flor y cristal.”    

Esperar el otoño, vivirlo una vez más, ser otoño, ser pájaro, ser canto, volar alto, retoñar, y retornar. Eso es la vida y nos lo señala el otoño: la vida es el irreductible retornar.

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