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Si los autoprorrogados del suprapoder conocido como Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) lo permiten, en agosto Bolivia enfrentará un nuevo desafío democrático: elegir a sus autoridades en un panorama político marcado por la polarización y la sombra de liderazgos personalistas. Como ciudadanos, no somos simples espectadores, sino custodios de la democracia. Sin embargo, ese rol exige más que marcar una papeleta: demanda un voto informado, crítico y consciente. En un país donde el caudillismo ha moldeado por décadas la toma de decisiones, este proceso electoral podría ser un punto de inflexión si aprendemos a priorizar las propuestas sobre las personalidades.

¿Cómo evitar que el carisma de un candidato opaque la falta de planes concretos? ¿Cómo exigir transparencia en lugar de discursos vacíos? La respuesta está en nuestra capacidad como electores para convertir el voto en un acto de responsabilidad histórica, no de adhesión ciega.

La Constitución Política del Estado garantiza el derecho al voto, pero no como un gesto pasivo. Implícitamente, lo vincula al principio de soberanía popular, que sólo se ejerce plenamente cuando todas y todos decidimos con conocimiento. Un voto informado es la base de una democracia funcional, pues evita que las urnas se llenen de promesas incumplibles o lealtades heredadas.

En Bolivia, sin embargo, persiste un fenómeno preocupante: según datos del Tribunal Supremo Electoral (TSE), en 2020, el 40% de las y los votantes admitió no conocer las propuestas de su candidato preferido. Esto no es sólo un problema de desinformación, sino un riesgo institucional. Mientras sigamos premiando el espectáculo sobre las propuestas, los liderazgos populistas seguirán floreciendo a costa de la institucionalidad. Cuando el voto se reduce a símbolos o eslóganes, se debilita el contrato social y se abre la puerta a liderazgos autoritarios disfrazados de salvadores.

Desde el siglo XIX, Bolivia ha sido escenario de caudillos que, con retórica grandilocuente, han prometido “salvar a la patria” mientras concentran poder y marginan a las instituciones. Este modelo, aunque efectivo para movilizar masas, es incompatible con una democracia madura. El caudillismo no sólo desvirtúa el debate político, sino que anula la rendición de cuentas. Esto debe llevarnos a cuestionarnos: ¿de qué sirve un líder carismático si no hay planes claros para reducir la pobreza, mejorar la educación o combatir la corrupción?

El ejemplo reciente es ilustrativo: en las elecciones de 2020, varios candidatos basaron sus campañas en ataques personales o relatos épicos, mientras evitaban detalles sobre cómo financiarían sus propuestas. El resultado fue una Asamblea Legislativa Plurinacional (ALP) fragmentada, una ciudadanía desencantada y una profunda crisis económica.

Para romper el ciclo del caudillismo, los votantes deben exigir planes, no promesas. Un candidato serio debe responder preguntas concretas que reflejen los desafíos actuales de Bolivia. Por ejemplo:

  • ¿Cómo reducirá la informalidad laboral, que, según el Instituto Nacional de Estadística (INE, 2022), afecta al 70% de los trabajadores bolivianos?
  • ¿Qué políticas implementará para frenar la deforestación en la Amazonía y la Chiquitanía, donde, según la Fundación Amigos de la Naturaleza (FAN, 2021), se perdieron más de 300.000 hectáreas de bosque sólo en 2020?
  • ¿Cómo garantizará la seguridad ciudadana en un país donde, según el Observatorio Nacional de Seguridad Ciudadana (2023), el 65% de la población se siente insegura en su propia ciudad?
  • ¿Qué medidas tomará para combatir la corrupción, un problema que, según Transparencia Internacional (2022), sitúa a Bolivia en el puesto 126 de 180 en el Índice de Percepción de la Corrupción?

Las propuestas programáticas, lejos de ser documentos técnicos inaccesibles, son herramientas clave para evaluar el futuro del país. Organizaciones como la Fundación Jubileo ya han demostrado que es posible comparar planes de gobierno en lenguaje ciudadano. Si los medios y la sociedad civil amplifican estos esfuerzos, los candidatos no tendrán más remedio que priorizar la sustancia sobre el espectáculo.

Los menores de 30 años representan el 35% del padrón electoral boliviano. Esta generación, conectada y crítica, tiene el poder de exigir una política alejada del caudillismo tradicional. Plataformas digitales ya están viralizando comparativas de propuestas en formatos ágiles, demostrando que la información puede ser clara, atractiva y decisiva.

Sin embargo, el desafío sigue siendo grande: según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, 2022), sólo el 28% de los jóvenes confía en los partidos políticos. Para revertir esto, no basta con criticar: hay que participar, cuestionar y, sobre todo, votar con la certeza de que cada elección es un paso hacia un sistema más justo.

Las elecciones de agosto no son un ritual, sino una oportunidad para sanar las heridas de la polarización. El caudillismo no desaparecerá por decreto ni por la aplicación de sentencias constitucionales, sino cuando los votantes premien a quienes presenten ideas sólidas y castiguen a los mercaderes de la emotividad. Como escribió el pensador Eduardo Galeano: “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos. ¿Entonces, para qué sirve? Sirve para caminar”. El voto informado es ese primer paso. Si aprendemos a darlo, caminaremos hacia una democracia más robusta y menos rehén de los mercaderes del populismo.

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