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Cada cierto tiempo, Bolivia se sumerge en la fiebre electoral. Los discursos se multiplican, los colores partidarios llenan las calles y los candidatos/as prometen renovación, justicia y cambio. Se nos recuerda que el voto es el acto supremo de la democracia, la herramienta con la que el pueblo decide su destino. Sin embargo, una vez que las urnas se cierran y el ruido político se apaga, queda una pregunta de fondo: ¿Qué tan viva está realmente nuestra democracia si los derechos humanos se debilitan cada día más?

La experiencia reciente nos enseña que la democracia no se agota en las elecciones. Votar es un punto de partida, no una meta. Un país puede celebrar comicios periódicos y, al mismo tiempo, vivir una erosión silenciosa de sus libertades. En Bolivia, esa erosión se manifiesta en la judicialización de la política y la politización de la justicia, en la persecución o el hostigamiento a voces críticas, en la estigmatización de quienes defienden derechos humanos, en la censura o autocensura de periodistas y en la restricción del espacio cívico para las organizaciones sociales.

La calidad democrática no se mide sólo por la existencia de instituciones formales, sino por la forma en que éstas garantizan el ejercicio efectivo de los derechos. La libertad de expresión, de asociación, de reunión pacífica y el acceso a una justicia independiente son los verdaderos indicadores del estado de salud democrática. Cuando esos derechos se restringen, cuando se normaliza el miedo o el silencio, la democracia se vacía de contenido, aunque las urnas sigan llenándose cada cinco años.

En Bolivia, diversas personas y colectivos que defienden derechos —ambientales, indígenas, sindicales, de mujeres o del ámbito periodístico— enfrentan obstáculos que van desde procesos judiciales o presiones administrativas, hasta campañas de desprestigio y desconfianza social.

La sociedad civil organizada, que cumple un rol esencial en la construcción democrática al proponer, fiscalizar y canalizar demandas sociales, se enfrenta también a discursos y normas que pueden limitar o deslegitimar su trabajo. Esta tendencia debilita el diálogo entre Estado y ciudadanía, y empobrece el debate público.

A largo plazo, este escenario no sólo impacta a quienes están en la primera línea de defensa de los derechos, sino a la sociedad en su conjunto, porque sin libertad para expresar desacuerdo, vigilar al poder o exigir rendición de cuentas, la democracia pierde su sustancia participativa.

Una democracia sólida necesita una sociedad civil fuerte, una prensa libre y un sistema de justicia que responda a la ley y no a los intereses del poder. Necesita instituciones que rindan cuentas y ciudadanos/as que puedan expresar sus demandas sin miedo. También requiere que los derechos económicos, sociales y ambientales se cumplan de manera real, no sólo en el papel. Porque no hay democracia plena si miles de personas deben elegir entre comer o estudiar; si las mujeres y niñas siguen expuestas a la violencia, o si los pueblos indígenas ven devastados sus territorios por intereses extractivos.

Defender los derechos humanos no es un lujo ni una agenda sectorial: es el núcleo mismo de la democracia. Cuando un Estado teme a la crítica o castiga la disidencia, no protege su estabilidad, sino que firma su decadencia. Y cuando la ciudadanía deja de exigir sus derechos, el poder se acostumbra a gobernar sin límites.

Por eso, votar no basta. La democracia boliviana necesita más que campañas electorales: necesita diálogo, justicia imparcial, transparencia y espacios seguros para el disenso. Requiere instituciones que escuchen, pero también ciudadanos/as que no se cansen de hablar. Solo entonces podremos decir que el voto, además de contarse, realmente cuenta.

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