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Durante la cuarentena, mi hijo, aficionado al dibujo, a inventar mundos de fantasía y a contar historias, empezó a hacer cómics.

Como no podía ser de otra manera, su primer cómic fue sobre el "Corona Virus". Luego continuó con otros títulos como: “El hipopótamo y el hombre elefante”, “El mini cactus, los 5 ladrones y súper Oli”, “La bruja, los pelos encantados y el peluquero”, “Los traladores (taladores) y el mono Moné” y, por ahora, veintiún historietas más.

Ayer, posiblemente preocupado por verme durante más tiempo que el de costumbre frente al computador, se me acercó a preguntarme qué estaba escribiendo, se paró a mi lado y empezó a leer un párrafo. Claramente mis líneas no le convencieron. Muy honesta y seriamente me dijo:

“¿Por qué mejor no escribes algo más creativo? Como monstruos, anacondas gigantes, el monstruo del Lago Ness, centauros, gnomos, brujas, arqueros… Esos son mis favoritos, los arqueros. Te aseguro, mami, que si escribes sobre cosas de fantasía y un poquito miedosas, a la gente le va a encantar”

Tras decir esto, me dio un beso y regresó dando brinquitos de felicidad a su mundo de fantasía.

Lo que mi Oli no sabe todavía, es que en este mundo de adultos, la mayoría de las veces, no hace falta echar mano de criaturas fantásticas y seres mitológicos para vivir y contar historias de terror, que no sean solo un poquito “miedosas”, sino realmente aterradoras.

Es 6 de agosto, aniversario patrio, y aunque pensaba escribir sobre todas las cosas maravillosas que este país me ha brindado, no pude evitar que los monstruos reales que la acechan hoy, se apoderen de este escrito. Duele y asusta.

Hoy Bolivia parece un gigante hecho de remaches desmoronándose. Una pierna por aquí, un brazo por allá. Una cabeza que no funciona porque está enceguecida de angurria y poder. Un corazón verde que se incendia y en estos momentos no hay quién lo contenga. Un gigante con heridas y moretones que derrama por todos sus resquicios la sangre de mujeres y niñas, violadas y asesinadas.

Colapsa el sistema sanitario. Los enfermos mueren en la puerta de los hospitales. Escasean el oxígeno y los medicamentos vitales. Los hospitales no tienen suficientes camas, personal médico ni respiradores. Qué van a tener suficientes Unidades de Terapia Intensiva, si ni siquiera tienen recursos para comprar utensilios de limpieza y lavandina.

El personal sanitario muere salvando vidas porque jamás en su vida ha sido capacitado para luchar contra este virus, y peor aún, muere por la triste y absurda razón de no poder cumplir con el protocolo, ni contar con los trajes de bioseguridad necesarios.

Se viene abajo la economía. Las personas tienen que escoger entre morir de hambre, perder el trabajo o correr el riesgo de contagiarse, y entre esas opciones, la posibilidad de contraer la Covid-19 parece ser la menos grave, claro, solo hasta que deja de serlo. A esto se suma la ola de despidos de trabajadores, el cierre o reducción de varias empresas y la falta de políticas de protección social, reactivación económica y tantas otras.

Se cae la educación. Un domingo cualquiera, sin consenso, sin planificación, sin aviso previo, se lanza la noticia: “Se clausura el año escolar”. Pero nadie entiende lo que eso realmente significa. Ni siquiera el mismo Ministro de Educación puede explicar los alcances de esta nueva medida sin quedar, nuevamente, como un verdadero Cantinflas.

Ante la gran incógnita sobre cómo continuará la educación boliviana de aquí en adelante, la población tiene que resignarse al premio consuelo de un manojo de grandes promesas sobre una nueva educación por internet, radio y televisión.

Todo se cae, todo colapsa, todo se viene para abajo. Lo único que sube, repunta y aumenta dramáticamente, sin que a nadie le conmueva, ni le importe un carajo, son los casos de feminicidio, violencia contra las mujeres y abuso sexual infantil. Víctimas viviendo día a día con sus victimarios.

Cuando matan a una mujer o a una niña y la dejan botada en la calle, los noticieros aprovechan y se llenan de imágenes crueles y desgarradoras, y las bocas de la gente, de palabras condenatorias. Hasta los perfiles de Facebook e Instagram se olvidan por un momento de sus selfies y se llenan de fotos, posts y caritas tristes y enojadas. Pero no pasa de eso, de un repudio y una lucha que por unos minutos se pone de moda, después de unas horas, ya nadie recuerda que en este país, cada día, mueren mujeres por otra pandemia que nos azota.

Por si fuera poco, aparecen en escena criaturas oscuras, medievales. Titiriteros dispuestos a sacrificar vidas humanas con tal de saciar sus ansias desbocadas de poder. Son tan hábiles moviendo los hilos, que sus marionetas se despojan por completo de cualquier escrúpulo y cometen, sin una gota de sudor ni sangre en la cara, actos de lesa humanidad.

Bloquean el paso de camiones con oxígeno, medicamentos y alimentos a las ciudades. Dinamitan cerros, destruyen carreteras. Impiden el paso de ambulancias, personal médico y pruebas Covid-19. Se aprovechan de las poblaciones más pobres, desinformadas y olvidadas para sembrar sus discursos políticos de odio y racismo, y así pueden continuar utilizándoles como escaleras hacia sus pequeños tronos de gnomos corroídos.

No es un cuento de fantasía, es la aterradora situación que se vive hoy en Bolivia.

Vuelve Oliver brincando, para cerciorarse de que seguí su consejo. Se fascina leyendo sobre él mismo en el primer párrafo y antes de irse nuevamente, me pregunta:

“Mami, ¿qué preferirías?: Luchar contra el Kraken y el monstruo del Lago Ness o contra 4.108 gigantes, arqueros con cuernos y cabeza de búfalos, el ave fénix o hadas y sirenas que te hechizan y te hipnotizan con sus cantos”.

¿Por qué no comprendemos la dignidad de la persona humana?

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