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El calendario marca 14 de octubre. Faltan cinco días para que Bolivia vuelva a las urnas en una segunda vuelta que no sólo definirá un gobierno, sino la madurez política de una generación. No es el fin de una campaña; es el inicio de una prueba mayor. Después de 43 años de democracia continua, el desafío ya no es votar, sino aceptar lo votado.

Nuestra democracia tiene fortalezas que no deben minimizarse. Pocos países en la región han logrado sostener, sin interrupciones, más de cuatro décadas de elecciones periódicas, con alta participación y una ciudadanía que asume el voto como un acto casi ritual. La gente sigue yendo a las urnas incluso con desencanto, incluso con rabia. Ese compromiso, íntimo y persistente, es uno de nuestros mayores patrimonios republicanos. No somos un país ajeno a la democracia; somos un país agotado por quienes juegan con ella.

Sin embargo, hay un vacío que duele: Bolivia ha avanzado en la convocatoria al voto, pero no en las condiciones para ejercerlo plenamente informado. No falta una ley para la segunda vuelta, pues ya está garantizada por la Constitución, lo que falta es una normativa que regule adecuadamente aquello que rodea al voto: los debates y las encuestas. Hoy, los candidatos debaten si quieren, cuando quieren y bajo sus propios formatos. Los medios improvisan reglas. No existe metodología obligatoria ni criterios de imparcialidad. Así, el debate público se convierte en espectáculo o en silencio, pero nunca en garantía del derecho ciudadano a contrastar ideas.

Las encuestas, por su parte, transitan entre la estadística y la propaganda. Son presentadas sin auditoría pública, sin fichas técnicas accesibles y casi sin consecuencias por el error o la manipulación. En un país que decide emocionalmente, una encuesta puede construir certezas prematuras o fabricar derrotas anticipadas. No es la encuesta el problema, sino su uso sin responsabilidad. No es el dato, sino el sesgo. En ese terreno incierto, crece el peor enemigo de esta etapa: la sospecha.

Porque más grave que un fraude real es el fraude imaginado, instalado como relato antes de que se cuenten los votos. Nos enfrentamos a una estrategia peligrosa: el perdedor que exige victoria desde el inicio, y que, al no encontrarla, se proclama víctima. No es una denuncia; es un guion. No se exige transparencia, se exige poder. El “fraude” sin prueba no defiende al votante, lo reemplaza. Ya no se trata de cuidar el resultado, sino de impugnar la voluntad popular si no coincide con el deseo propio.

Ese hábito de desacreditar el proceso antes del resultado destruye, silenciosamente, la confianza colectiva. Porque si todo es fraude, nada es verdad. Si todo es manipulación, ¿por qué votar? Si las instituciones no merecen fe, ¿quién garantiza el día después? El daño no es electoral, es cultural. No nos damos cuenta, pero cada grito de fraude sin fundamento enseña a las próximas generaciones que la victoria es un derecho y la derrota, una conspiración.

El Órgano Electoral, con sus errores y limitaciones, sigue siendo la última muralla republicana. Se le exige lo imposible: pureza en medio de la polarización. No tiene ejército, ni partido, ni prensa propia. Sólo tiene actas y procedimientos. Pero esos mecanismos sólo funcionan si los actores políticos actúan con responsabilidad. Nadie pide obediencia, se exige honestidad. Denunciar irregularidades es legítimo; inventarlas es un crimen moral.

Lo que está en juego el 19 de octubre no es sólo quién gana, sino cómo perdemos. En una democracia madura, la derrota no genera incendios. Se asume, se analiza, se reconstruye. Ganar dignifica, pero perder construye. Perder permite que el otro gobierne, y ese acto, invisible y silencioso, sostiene la paz. Una democracia no se defiende con discursos; se defiende cuando alguien acepta que el pueblo ha hablado, incluso cuando no dijo lo que uno esperaba.

El día después del balotaje no necesita himnos ni festejos. Necesita silencio, serenidad y respeto. Necesita líderes que hablen a sus seguidores con honestidad, que digan: “Perdimos, pero seguimos”. El demócrata no es quien gana elecciones, sino quien no las condiciona con amenazas. La política boliviana está ante esa prueba histórica. Puede elegir entre cerrar una página con dignidad o abrir una herida con estridencia.

No pedimos héroes, pedimos adultos. No pedimos unanimidad, pedimos reglas. Que los debates sean una obligación y no una cortesía. Que las encuestas sean transparentes o callen. Que el fraude, si existe, se pruebe; y si no, se calle. Porque un país no se destruye en el día de la elección, sino en la noche en que alguien decide no aceptar su propio destino.

Después de cuarenta y tres años, Bolivia no merece más gritos de fraude. Merece, simplemente, que la política aprenda a perder sin gritar incendio. La democracia no desaparece cuando alguien gana; desaparece cuando alguien, incapaz de perder, rompe el pacto que nos mantiene juntos.

Perder también es un acto democrático. Y este 19 de octubre, quizá no se nos juzgue por cómo votamos, sino por cómo aceptamos lo que el país decida. Tal vez Bolivia necesite lo mismo que algunas historias humanas: entender que se puede seguir, incluso con las heridas, si aún existe respeto. Porque, al final, tanto la democracia como la vida exigen algo profundo y difícil: cuidar lo que duele y no romper aquello que alguna vez nos sostuvo.

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