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La pandemia, ni duda cabe, desbarató la rutina de nuestras vidas. Mientras la educación primaria parece haberse ido al tacho en lo que toca a esta gestión, la educación superior está realizando esfuerzos para salir a flote y no naufragar.

De hace mucho ya, la educación superior incursionó en cursos de posgrado en la dinámica de enseñanza-aprendizaje virtual en plataformas muy bien elaboradas que ponían a disposición los materiales de lectura, las tareas a realizar con instrucciones muy precisas, el calendario, recordatorios, etc. Se estaba en debate —y no avanzó a más en nuestro medio— de si esa modalidad virtual podría ser aplicable a las carreras de grado. Pues, la realidad nos ganó y nos puso ante el desafío de tener que asumirlo, ya sin más cuestión.

Las universidades privadas fueron las más ágiles en adaptarse al desafío. Pusieron plataformas a disposición de sus docentes, los entrenaron en sesiones intensivas, para luego exigirles clases sincrónicas en tiempo real. Noventa minutos fijaba el horario y noventa minutos tiene que permanecer el docente frente a su cámara, impartiendo su clase.

Con todo, hay deserción de estudiantes. Por un lado, puede ser el tema del pago de pensiones, que ahora se está en la imposibilidad de honrar; por otro, puede ser que aquel estudiante que no le echaba ganas en las clases presenciales, menos ahora.

En cuando a la universidad pública, hay un variopinto de situaciones. Pero, igual, todas han tenido que asumir la modalidad virtual, en mayor o menor grado.

En lo que hace a la Universidad Mayor de San Simón, solo conozco lo que sucede en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, en la cual imparto clases. Entonces, como informante-clave, describiré para nuestros lectores cómo nos ha sorprendido esta pandemia. Desde ya, hay docentes muy expertos que manejan todas las herramientas virtuales que hay en boga y hasta se adelantan a lo que está por venir; les llevan mucha ventaja a sus estudiantes, que a su lado no son nada nativos digitales. Por otro lado, se tienen profesores que se las arreglan muy bien con WhatsApp y otras herramientas.

Por mi lado, yo estuve en mi zona de confort, que llaman, con mis clases presenciales y el Facebook de la materia, el grupo secreto. De pronto, llega esta peste bíblica, todo se desbarata y el Facebook comienza a no ser ya muy efectivo.

Primero, de los 180 estudiantes inscritos, al inicio solo tenía como cosa de 30 dentro del Facebook. Luego, además me habilité  el Moodle, plataforma institucional. ¡Sorpresa!, mis estudiantes no habían sido tan “nativos”. Muchos no lograban inscribirse a la plataforma, y mi WhatsApp se iba llenando de sus quejas: “Licen, no me acepta”, “Licen, no se puede”.

Yo había dado por hecho que la inscripción iba a ser automática, pero no. Entonces, mi angustia fue creciendo tratando de solucionar cada una de las dificultades. A mi vez, yo iba importunando al responsable de los servicios tecnológicos de mi facultad; y no solo yo, sino muchos. Así, en bola de nieve, fueron creciendo los apremios.

Bueno, ya está funcionando una maravilla mi Moodle. Sin embargo, la plataforma ofrecía demasiadas dificultades para mis estudiantes. Y empezaron a comparar: “Eh, licen, otros docentes están usando el Classroom, y es mucho más fácil. Por qué está usando usted Moodle”. Qué es eso de Classroom. Bueno, ya, a habilitarme a esa plataforma, luego de ver horas y horas de tutoriales. Ya está, ya lo logré. Primer éxito luego de días de fracasos.

Después, a ver cómo se imparten las clases por videoconferencia, que en un inicio yo no daba pie en bola para los tales Zoom o Meet. Me pareció demasiado terrorífico. Los expertos me decían que era cosa de niños, que era muy fácil, que extrañaba que no esté yo pudiendo; vamos, que era hasta ridículo. Creo que hasta me miraban con un tantín de compasión cuando con vocecita histérica les pedía ayuda a través del celular.

Una vez ya en dominio, me fue pareciendo muy atractivo. Algunos profesores hemos optado por las clases sincrónicas. En ese sentido, vi que las clases sincrónicas empezaron a ordenar mi vida. Como tengo clases de “madrugue” (léxico que designa a clases muy temprano), me tengo que levantar mucho antes, para encender la laptop, habilitar la plataforma, enviar el enlace, etc. En cuanto envío el enlace, al segundo, ingresan mis estudiantes, puntualísimos. El gran regalo, así yo lo siento, es el saludo. La primera vez que los escuché saludarme uno tras otro, ahí me di cuenta de cuánto los extrañaba, de cuánto echaba de menos escuchar sus voces juveniles.

Luego, vi que las clases virtuales tienen algunas grandes ventajas. Como en la universidad estatal tenemos gran cantidad de estudiantes por materia, la verdad es que no llegamos a conocerlos a todos; no llegamos a saber siquiera sus nombres. Al saludo, contestamos con impersonales “buenas tardes, joven”, “cómo estás, señorita”. Son rostros anónimos. No obstante, hoy, las herramientas virtuales nos permiten saber el nombre que acompaña a la foto de perfil. Por fin, podemos decir: “Pablo, muy bueno tu aporte”, “Brenda, muchas gracias por lo que acabas de comentar”. Podemos pronunciar sus nombres y eso es emocionalmente muy valioso. También he visto que participan con mucho entusiasmo. Mientras voy explicando, inmediatamente escriben sus preguntas o comentarios. Cuando abro el momento de hacer preguntas o aportes, hay un vendaval de participaciones, cosa que no se daba del todo en las clases presenciales.

Otro aspecto interesante es que, por lo común, un docente no sabe exactamente cómo da su clase presencial. Nadie se filma, que yo sepa. En este caso, como hay la opción de grabar la sesión, puede uno posteriormente observarse a sí mismo. Por mi parte, he visto que había sido bastante amena, divertida, con muchos recursos de despertar en mis estudiantes imágenes auditivas de lo que voy explicando. Mi lenguaje es llano. Es decir, me aprobé a mí misma en una autoevaluación.

Los aspectos en contra tienen que ver con los estudiantes. Muchos no tienen más que el celular y tal vez un celular antediluviano. No cuentan con una laptop o una computadora de escritorio, que tanta falta les haría ahora. Antes, recurrían a la cantidad de negocios de alquiler de uso de computadoras a lo largo de la calle Sucre. Pero, incluso teniendo esos equipos, el suplicio viene a ser el tema del suministro de Internet. Si no hay ni para comer, menos va a haber para megas, que servicio de Internet a domicilio no tienen.

Otra sombra que planea sobre los estudiantes es el Covid-19. Varios comunican en forma privada, a través del WhatsApp, que ellos y sus familias ya están contagiados; que el abuelo ya ha muerto y que solo han podido conseguir ataúd de cartón. Con esta realidad, me pregunto a veces si vale la pena proseguir con el tema de la clase. Y, sí vale, puesto que en eso, al menos, nos va la ilusión de cierta normalidad.

¿Hay deserción? Muy alta. De 180 alumnos, solo tengo en las clases alrededor de 80. ¿Qué será de otros jóvenes? ¿Se habrán marchado a sus pueblos y no hay servicio de Internet? ¿Habrán hecho un corte temporal o marcará el inicio de abandono de estudios? Peor aún, ¿estarán saludables?

De momento, damos la lucha por mantener regular el semestre, con todos los inconvenientes. Por mi parte, ya aprendí varias de las herramientas y cada vez aprendo más. Mis estudiantes me tuvieron paciencia. Yo también aprendí a ser más paciente. Son lecciones de esta pandemia.

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