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El 27 de mayo no es un día más en el calendario. En Bolivia celebramos el Día de la Madre en homenaje a las heroínas de la Coronilla, un grupo de mujeres que, en 1812, durante la lucha por la independencia, se organizó para enfrentar a las tropas realistas que sitiaban Cochabamba. Con pocas armas, sin uniforme, sin más escudo que su amor por la libertad y sus hijos, subieron al cerro para defender la ciudad. Sabían que probablemente no volverían, pero fueron. Porque las mujeres siempre van: al frente, al fondo, al costado, allí donde se las necesite. Ese gesto no fue un símbolo vacío. Fue un acto de resistencia, un grito fundacional que todavía resuena.

En esa memoria de lucha, que es también memoria de amor, caben muchas otras mujeres que han marcado la historia no sólo del país, sino de nuestras propias vidas. Hoy, haciendo una pausa en la crítica y el análisis institucional que suelen marcar esta columna, rindo tributo a las mujeres que me enseñaron a caminar, a resistir, a ser.

Primero, mi madre, Ely. Fuerte, tenaz, con ese carácter que no se quiebra ni con los golpes más duros de la vida. Su amor no fue pasivo ni dócil: fue lealtad pura, de esa que no se abandona ni en el momento más oscuro. En ella aprendí que amar es quedarse, incluso cuando todo alrededor parece desmoronarse. Me enseñó que la ternura también se defiende con garra, y que el corazón no se negocia.

Luego está Laly, mi abuela. A sus 91 años, mantiene una memoria privilegiada, capaz de narrar nuestra historia con una claridad que emociona. En este tiempo, mientras enfrenta momentos de salud delicados, deseo que estas líneas lleguen hasta ella como un susurro de aliento, recordándole cuánto la amamos y cuánto necesitamos aún de su sabiduría valiente y compañera. Laly ha sido refugio, raíz y testigo de muchas vidas.

Mis hermanas también son parte esencial de este legado. Paola, con su nobleza desbordante, ha sido capaz de realizar sacrificios impensados por sus hijos, Facu y Fabri, y por toda la familia. Es un pilar silencioso, pero indestructible. Y Gabriela, a quien le llevo 15 años, ha sido para mí como una hija que la vida me regaló. Verla hoy como madre de Mati, y como profesional con ese carácter decidido y esa luz propia, me confirma que la vida ha sido buena con nosotros, y que todo esfuerzo ha valido la pena.

Mis hijas, Mafer y Renata, tienen la dicha de crecer con una madre extraordinaria. Carmiña no sólo las cuida: las forma, las guía, las educa con paciencia y convicción. Es esa madre que siempre está, incluso cuando no se nota; que sostiene sus manos en el cansancio, en la alegría y en el asombro de cada etapa. Les ha dado raíces y alas, ternura y firmeza. Su amor no tiene condición ni medida. Ser sus hijas es, sin duda, su mayor fortuna.

Y no puedo dejar de mencionar a Mich, mi cuñada. Con un corazón inmenso y un amor infinito por Santiago, mi ahijado, ha construido un hogar donde el afecto no se escatima, donde el dar es parte del respirar. Su ternura es un ejemplo que se siente en cada gesto.

Todas ellas, sin excepción, son las guardianas: del amor, de la memoria, del cuidado. Sostienen lo que la sociedad no ve pero necesita: el tiempo compartido, la ternura que enseña, la entrega sin condiciones. No esperan monumentos, aunque los merezcan todos; no piden nada, aunque lo den todo. Son presencia, raíz y abrigo. Son el corazón invisible de todo lo que sostiene el mundo.

No hay revolución más profunda que la de una mujer que ama sin condiciones. No hay política más sagrada que la del cuidado. Ellas no llevan fusiles, como las heroínas de la Coronilla, pero sostienen vidas, defienden sueños, salvan mañanas. A veces cansadas, muchas veces invisibles, pero siempre ahí.

Hoy, en su nombre, en sus nombres, alzo esta palabra no como homenaje de ocasión, sino como acto de justicia. Porque lo que soy, lo que creo, lo que hago, está irremediablemente marcado por cada una de ellas.

Si alguna virtud tengo, es porque de ellas vengo.

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