A veces, las democracias no cambian por ruptura, sino por desplazamiento. Una parte del país se mueve apenas un paso y todo el tablero político se reconfigura. Eso acaba de ocurrir en Bolivia: el voto que alguna vez sostuvo un proyecto histórico se volcó hacia otro, no por fidelidad, sino por fatiga, por cálculo o por esperanza. El triunfo de Rodrigo Paz Pereira es la fotografía de ese instante: una mayoría construida sobre corrientes que quizá mañana no confluyan en el mismo cauce.
Desde una lectura constitucional, este resultado es plenamente legítimo y constituye la expresión directa de la soberanía popular. No obstante, toda elección democrática debe analizarse más allá de la aritmética electoral. En un Estado constitucional de derecho, la legitimidad del poder no proviene únicamente de la mayoría obtenida en las urnas, sino de la forma en que esa mayoría se construye y se administra. En ese sentido, la victoria de Rodrigo Paz Pereira plantea un desafío doble: sostener la confianza institucional que le otorga el mandato y, al mismo tiempo, demostrar que los votos que recibió representan una adhesión programática genuina y no sólo una adhesión coyuntural o estratégica.
Resulta evidente que un segmento significativo del electorado vinculado al Movimiento al Socialismo (MAS) optó por la fórmula de Rodrigo Paz Pereira y Edmand Lara Montaño, quizá más como una decisión estratégica que como una adhesión ideológica. Esa transferencia de voto visible en departamentos donde el MAS fue dominante en 2020 y también en el voto exterior, particularmente en Argentina, revela que la nueva administración ha heredado una mayoría prestada, sostenida por expectativas diversas y, en algunos casos, contradictorias. Si el nuevo presidente asume ese respaldo como propio, tendrá la obligación de consolidarlo en gestión pública, políticas sociales y presencia territorial. De lo contrario, las elecciones subnacionales de marzo de 2026 podrían confirmar que aquel apoyo fue más un voto de bloqueo que de proyecto, y el desafío entonces no será sólo conservar la mayoría electoral, sino administrar la gobernabilidad de la calle, ese espacio donde las lealtades se expresan en la movilización más que en las urnas.
En paralelo, el debate postelectoral volvió a poner en escena las acusaciones de fraude. Algunos sectores afines a la candidatura de Quiroga intentaron cuestionar los resultados sin evidencias suficientes, replicando un patrón que la historia reciente del país ya conoce. Tales insinuaciones, al no sustentarse en pruebas verificables, erosionan la confianza en el sistema electoral, cuyo valor constitucional es precisamente garantizar que el sufragio sea la vía legítima de alternancia del poder. En un contexto democrático, la inconformidad con el resultado no habilita a poner en duda la validez del voto ciudadano. La legalidad de una elección no se define por la simpatía con el vencedor, sino por la integridad del procedimiento.
Más preocupante que la acusación de fraude es el discurso que se propagó en ciertos espacios digitales tras conocerse los resultados. Se difundieron comentarios en los que se insinuaba que la población de menores recursos “no sabe votar” o “no comprende las propuestas”, como si el ejercicio del sufragio dependiera de un determinado nivel de instrucción o posición económica. Esa idea, que lamentablemente reaparece cada cierto tiempo en América Latina, revela una profunda incomprensión del principio de igualdad política que sustenta toda democracia constitucional. El voto no requiere títulos ni pedagogías previas; basta la condición de ciudadano. Pretender jerarquizarlo es desconocer el fundamento del sistema representativo y, sobre todo, negar la dignidad del elector popular. La educación cívica se construye con inclusión, no con desprecio.
A la luz de este panorama, la gestión que iniciará Rodrigo Paz debe cimentarse sobre un principio elemental: el poder recibido no es propiedad de quien lo ejerce, sino mandato temporal del pueblo soberano. En consecuencia, el nuevo gobierno tiene la obligación de transformar esa voluntad mayoritaria en políticas que restituyan la confianza ciudadana en las instituciones, fortalezcan la rendición de cuentas y amplíen los canales de participación. Gobernar no es administrar votos; es convertirlos en legitimidad permanente.
El próximo ciclo político exigirá, además, un diálogo real con la oposición y con los gobiernos subnacionales. El PDC no cuenta con una mayoría legislativa suficiente, por lo que la gobernabilidad dependerá del consenso y de la capacidad de generar pactos que trasciendan el cálculo electoral. Sin esas bases, cualquier gobierno corre el riesgo de enfrentar tensiones sociales anticipadas y una erosión de legitimidad.
En definitiva, las y los bolivianos han cerrado un capítulo y abierto otro. La ciudadanía ha demostrado que el voto sigue siendo el instrumento de transformación más poderoso, pero también el más frágil cuando se contamina de prejuicio o se manipula desde el temor. La tarea inmediata del nuevo gobierno es honrar ese voto, sea cual fuere su procedencia ideológica, con un ejercicio transparente, dialogante y constitucionalmente responsable. El desafío no es sólo gobernar, sino demostrar que el resultado electoral no debe quedar como una suma de rechazos ni como una mayoría prestada, sino transformarse en una esperanza activa de que el país vuelva a reconocerse en sus instituciones y en la voluntad plural de su pueblo.
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