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Uno de los rasgos más característicos de las izquierdas es su profunda deshumanización. Parece ser una afirmación contradictoria, ya que se supone que, al contrario de las derechas, las izquierdas “luchan” por la humanidad; pero no lo es. A nombre de principios, valores e ideales entendidos como “progresistas” y humanistas, se atenta contra los seres humanos.

Lo que pasa es que para las izquierdas no importan todos los seres humanos: sólo importan aquellos que se consideran los “dominados”, y se los concibe como los más valiosos, más humanos, los únicos buenos y necesarios. Se le puede llamar a esta fracción de una población de muchas maneras: pueblo, proletariado, clases populares, pobres, necesitados, desposeídos, indígenas, etcétera. Pero es sólo a esta porción de los humanos vivos a la que se declara defender.  Ni siquiera es una fracción realmente existente (porque esto es un asunto ideológico, es decir, fantasioso), ya que nadie puede saber hasta dónde terminan los pobres y desde dónde comienzan los ricos; ni saber a ciencia cierta quién pertenece al pueblo, y quién no. Es, entonces, una estereotipación.

Así vistas las cosas, se consideran “enemigos” del pueblo, o de los pobres, o si esto se mezcla con ideas nacionalistas, se consideran “enemigos de la patria” o “vendepatrias” a todos aquellos que, por una u otra razón (mejor dicho, por uno u otro prejuicio, más que razón), no se amoldan a los dictámenes de un discurso a favor del pueblo: es decir, que no se ajustan al discurso populista o simplemente, demagógico de un partido o tendencia ideológica. Estos son entonces, la porción de la población que no merece ser valorada, y se actúa en consecuencia. Son todos personas o grupos sociales a los que se cree está justificado agredir de muchas formas, en una escala que va desde el insulto y la difamación, hasta el encarcelamiento, la tortura o la muerte.

Pero, podemos preguntarnos: ¿alguien puede estar en contra de una doctrina que predica el amor a los pobres y la lucha por sus derechos? Este principio ad pauperem, pro populo, no puede ser malo (ya los antiguos cristianos lo profesaban, y cientos de personajes a lo largo de la historia expresaron su preferencia por los pobres), y esto sería, justamente, lo que diferencia a las izquierdas de las derechas: el abogar por los pobres, el buscar igualdad social, el acabar con el sufrimiento humano. Pero la realidad, la dura realidad es otra: con los gobiernos de izquierda de tendencia totalitaria no sólo que el sufrimiento humano no termina, sino que se potencia a niveles despiadados.

¿Por qué ocurre esto? Por causas complejas, pero me detengo aquí en un mecanismo permanente del psiquismo humano: la fácil caída de los individuos manipulados en la intolerancia exacerbada y el fanatismo. Los regímenes totalitarios, sean de derecha o de izquierda, al igual que las sectas religiosas, órdenes, pandillas o mafias, operan manipulando la estructura psíquica de sus acólitos, a quienes se les promete siempre paraísos terrenales a cambio de demostrar su total entrega “a la causa”, y de declarar visiblemente su odio contra sus "enemigos", tanto como denunciarlos, perseguirlos y delatarlos. Esto se consigue a través de la propaganda, de la exaltación de los ánimos, de los discursos encendidos, en suma, del proselitismo, del adoctrinamiento desde las cúpulas que dirigen estos movimientos, sean mesiánicos, fundamentalistas o políticos.

Ocurre una paradoja fundamental, ya advertida con toda claridad por Hannah Arendt: los regímenes totalitarios son, así, muy populares. Decía Arendt: “[r]esulta, sin duda, muy inquietante el hecho de que el Gobierno totalitario, no obstante su manifiesta criminalidad, se base en el apoyo de las masas. Por eso apenas es sorprendente que se nieguen a reconocerlo tanto los eruditos como los políticos, los primeros por creer en la magia de la propaganda y del lavado de cerebro, los últimos por negarlo simplemente”.

Esta manifiesta criminalidad, que se ha desarrollado ya sea en los regímenes de Stalin, de Mao Tse Tung, Pol Pot, la dinastía King, tanto como en el Tercer Reich, el fascismo de Mussolini o el reciente gobierno de Trump (no hay ningún lugar del mundo que pueda librarse de la deriva autoritaria), ha contado, cuenta y contará, desafortunadamente, con un inmenso apoyo popular. A nombre del pueblo, de los que se considera “los nuestros”, “el pueblo”, “la verdadera nación”, en suma, los verdaderos seres humanos, está permitido humillar, encarcelar y asesinar a los que se oponen o simplemente son vistos como apestados, como estigmatizados, en una espiral de deshumanización creciente, que tiene en el Holocausto de la década de 1940, o en los genocidios en muchos lugares del mundo, una triste y patente comprobación. Pero todos estos crímenes de lesa humanidad contaron con la aprobación de las masas, legitimados por el poder de las masas.

Hago toda esta argumentación por un hecho sucedido hace pocos días en Bolivia. El 23 de enero de 2021, falleció el exdefensor del Pueblo Rolando Villena por causa de la Covid-19. El jueves 28, en la Cámara de Senadores de la Asamblea Legislativa Plurinacional, una senadora de CC (Comunidad Ciudadana, agrupación política opositora al MAS, partido en función de gobierno), presentó una propuesta de homenaje póstumo a dicha personalidad, conocida en Bolivia por su labor en favor de los derechos humanos, integrante del Conade (Comité Nacional de Defensa de la Democracia) y claramente opuesto a los abusos políticos del MAS en la última década. Sin embargo, dicha propuesta fue rechazada por cuanto ningún senador oficialista votó a favor de dicho homenaje. Pocos días antes, estos mismos senadores habían aprobado un homenaje póstumo para Felipe El Mallku Quispe, sin ninguna dilación; pero en el turno de Villena, y como declaró a la prensa el senador de CC por Tarija, Rodrigo Paz, lo que hubo fue “un hecho muy puntual: discriminación hasta en la muerte. Ese es el concepto de fondo”.

La negativa camaral a cualquier homenaje a Villena no es casual, máxime si se recuerda que fue uno de los más destacados opositores a los gobiernos del MAS, y un defensor de los derechos humanos que dichos gobiernos habrían conculcado. Todo esto lo llevó a convertirse en un “enemigo” más: es decir, una no persona, alguien a quien había también, que odiar.

La no aprobación del homenaje póstumo es una señal de algo muy preocupante entre los seguidores del MAS: su paulatina, pero sostenida deshumanización.

El negarle un homenaje póstumo al exDefensor del Pueblo, además, tiene mucho que ver con la ofensa más alta que en muchas sociedades tradicionales podía realizársele a alguien: el ultraje a los muertos, la profanación de sus tumbas y sus memorias. Tiene mucho sabor a venganza, a satisfacción infantil contra el enemigo. Pero se trata de adultos, representantes elegidos democráticamente, conductores del Estado, aquellos que antes se conocían como “honorables” o gente de honor. 

¿Qué está pasando? La humillación del enemigo, la deshumanización de vivos y de muertos es, por lo tanto, un indicio de malos tiempos. Los tiempos de un poder que busca, que sueña con ser total, y que no tiene escrúpulos en dividir también a los muertos entre buenos y malos, según demuestren su devoción a los designios del propio partido y su vasto poder.   

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