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Este 2021 se presenta como un año que marcará el punto de inflexión regional iniciado en 2019, en el que parte de la resolución de los conflictos germinará en las boletas electorales. Este domingo 11 de abril, ciudadanas y ciudadanos de Perú, Ecuador y Bolivia acudiremos a las urnas; luego lo harán en junio México y en octubre Argentina, para desarrollar elecciones legislativas. En el segundo semestre de este año, Chile (vía elección de constituyentes), Honduras y Nicaragua (presidenciales) también acudirán a las urnas para resolver las controversias a través de los votos.

Sin embargo, a pesar de las fiestas democráticas que viviremos en la región sufrimos lo que ha sido llamada como la peor contracción económica en un siglo, cercana al 8% en 2020, con cerca de 40 millones de personas ingresando a niveles de pobreza, y esto sin duda es un detonante que tensiona nuestro frágil tejido social.

Fernando Calderón lideró un trabajo de análisis y seguimiento a la conflictividad en 17 países de América Latina, desarrollado entre los equipos de la Fundación UNIR Bolivia y PNUD. El estudio "Los conflictos sociales en América Latina", pese a que se elaboró hace una década (2011), mantiene su vigencia ya que presenta rasgos comunes entre los países de la región que aún no han sido superados, es más, en muchos casos han sufrido una degradación debido a la crisis multidimensional originada en los dos últimos años debido a procesos de quiebre institucional (como en Bolivia, Perú, Brasil) o la exacerbación de posiciones radicales y polarizantes profundizadas por la pandemia de Covid-19 con trazos de sindemia por su alcance que trasciende del ámbito sanitario a las áreas socieconómicas, políticas y ambientales.

Al recuperar elementos clave de la tesis de Calderón, la conflictividad social se afianza en su dimensión destructiva constituyendo plataformas de exclusión y desigualdades crónicas (bolsones de fragilidad cada vez más dilatados) y cuestionadas por una ciudadanía activa que si bien está cada vez más empoderada por estos desequilibrios lacerantes y arraigados (Chile, Ecuador, Perú y Guatemala son el ejemplo) cuenta con mayor acceso a información que sin embargo en muchos casos se tiñe de datos falsos y tendenciosos. Bolivia es tal vez un ejemplo digno de un análisis especial a raíz de lo sucedido en noviembre de 2019, que desencadenó una serie de hechos que 17 meses después aún mantiene heridas abiertas que están lejos de ser cicatrizadas, por lo menos en el corto plazo.

Las protestas sociales en la región son altamente complejas y si bien están relacionadas por expresiones de desigualdad comunes, en cada país o espacio territorial adquieren diversa intensidad y expresión, así como muchas de ellas retomaron un nivel de latencia –pues no se han dado soluciones estructurales: la corrupción campea, el usufructo de los bienes públicos prevalece; la  pobreza multidimensional se afianza (según la Cepal retrocedimos tres décadas en avances en derechos y desarrollo), los conflictos sociales se expresan y representan tanto en el plano local y nacional como en el cultural global, demandando así que los Estados proporcionen una mayor eficacia y eficiencia institucional con medidas oportunas, transparentes e inclusivas; sin embargo estos, en los niveles nacional y subnacional, omnipresentes en todas las esferas conflictivas tienen evidentes limitaciones para procesarlas, de ahí que sus estrategias de abordaje vayan por el ejercicio de poder y violencias directa y estructural, contribuyendo así a sociedades polarizadas, por no decir fragmentadas.

Un elemento no menor con los otros escenarios de conflictos sociales tiene que ver con procesos de información y comunicación y su incidencia en la agenda pública y la generación de corrientes de opinión: la redes sociales digitales, autopistas también de conocimiento y saberes donde el control lo tienen unos pocos –muy pocos– y donde se afianza las tensiones y la polarización con efectos multiplicadores en los nuevos escenarios de poder generando climas de atención que dispersan o disipan temas estructurales y trascendentales (que tienen que ver con los epicentros de la conflictividad) y se los reduce hasta una mínima expresión. En cambio, se afianzan los eventos y episodios de los conflictos sociales de manera tendenciosa, en escalada hacia la violencia, alentando desde el discurso a generar estados de tensión y enfrentamiento permanente, mientras le(s) convenga(n).

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