Los partidos políticos son odiados en casi todo el mundo. Durante los últimos 40 años de democracia, en América Latina se movieron entre el desprecio y la necesidad de su presencia en el sistema político. Aunque parezca una exageración, en el siglo XXI no es posible pensar la acción política al margen de los partidos. Éstos continúan siendo las organizaciones más importantes para sacar adelante a cualquier régimen democrático, al mismo tiempo que seguirán siendo el centro de todo rechazo por parte de varios sectores de la sociedad civil, debido a que se los percibe como instituciones resistentes a la renovación y como escenarios plagados de corrupción e intereses egoístas.
Al hacer una tipología, se encuentra a los “partidos electoralistas” que harían cualquier cosa para ganar elecciones; a los “partidos caudillistas” que dependen del culto a la personalidad de alguien considerado irremplazable; a los “partidos corporativistas” que únicamente quieren beneficios para un sector restringido de la sociedad y a los “partidos revolucionarios” que juegan entre su participación en el sistema electoral, al mismo tiempo que podrían estimular el caos o la violencia soterrada con el fin de destruir el orden social y político existente.
Los partidos son actores cambiantes y muy heterogéneos. Las democracias de América Latina no tienen nada que envidiar a Estados Unidos o Europa. Por igual, los partidos tienen tendencias oligárquicas y también estimulan el nacimiento de líderes de todo tipo, desde los caudillos narcisistas e irracionales, hasta los grandes reformadores que mueven miles de personas con propuestas audaces.
Las organizaciones modernas que más destacan en las pugnas por el poder, siempre han sido los partidos. Estas instituciones actuaron a lo largo de la historia como estructuras ideológicas y programáticas cuya capacidad se caracterizaba por la movilización de personas, ideas, dinero e inclusive el incentivo de la violencia. En otras situaciones, la evolución histórica hizo que los partidos políticos se convirtieran en actores que articulan las demandas sociales y compitan por el favor de la ciudadanía para conformar gobiernos con su correspondiente oposición. Esta articulación de demandas alrededor de los partidos identifica a las sociedades modernas. Si no fueran los partidos y se diera lugar al accionar directo de los movimientos sociales, clases sociales y gremios extremistas para imponer sus visiones unilaterales, el conjunto de la sociedad y la cultura se destruirían en medio de un choque destructivo de posiciones sectarias, junto a eternos conflictos.
En América Latina, el sistema de partidos políticos tiene una tradición reciente pero rica en contenidos y resultados. Desde el final de los gobiernos militares a finales de los años ochenta en el siglo XX, toda la región empezó a desarrollar las potencialidades de los partidos como el primer paso en el largo camino de la consolidación democrática. Simultáneamente, se manifestaron varios problemas como una “lógica de élites” difícil de romper, además de una gran incapacidad para la concertación y la conformación de coaliciones que viabilicen la estabilidad política, destacando los escándalos de corrupción que desprestigiaron y todavía desprestigian la eficacia partidaria. Los partidos incuban a los políticos profesionales que pueden inmolarse o dedicarse completamente a la lucha por el poder que es, finalmente, lo que demanda el arte de hacer política.
Los partidos aprenden la administración de intereses contrapuestos en el juego del poder, demostrando aptitudes para adaptarse a la incertidumbre de perder elecciones y tratar de reconstruir su legitimidad en medio de exigencias más arduas como la institucionalización de la democracia, o el camino hacia el dominio de la negociación para armar diversas situaciones de concertación, en función de ungir gobiernos y alianzas de poder.
La habilidad de hacer política dentro de los partidos radica en su capacidad para desarrollar una “organización” que pueda negociarlo todo y a cualquier precio, incluidas las ideologías porque el objetivo es conquistar el poder, compartirlo o preservar una posición que esté lista para tomar el poder en cualquier momento. Esta es la ventaja, por encima de las acciones en la calle o la democracia directa de las masas que explotaría en anomia irracional de pulsiones autodestructivas, las cuales acabarían de inmediato con la acción política, degenerando como la ley del más violento.
Los partidos son un mal necesario, impulsan el nacimiento de diferentes tipos de liderazgo y, en el caso de las democracias débiles como la situación boliviana, los partidos políticos pueden articular coaliciones, en función de un requisito ineludible en la acción política de la sociedad de masas: “concertar, pactar y acordar bloques de poder”, capaces de producir dinámicas de gobierno, orden político y equilibrios necesarios que necesita una democracia. La democracia representativa es una sola: la democracia de los partidos. La democracia directa es una aspiración y un obstáculo lleno de enfrentamientos que, tarde o temprano, terminan en el caos y las disfunciones que derrumban cualquier orden político.
_____________________
La opinión de cada columnista de Guardiana no representa la línea editorial del medio de información. Es de exclusiva responsabilidad de quien firma la columna de opinión.
____________________
TE INVITAMOS A SUSCRIBIRTE DE FORMA GRATUITA AL BOLETÍN DE GUARDIANA
Recibirás cada 15 días el boletín DESCOMPLÍCATE. Incluye INFORMACIÓN ÚTIL que te ayudará a disminuir el tiempo que empleas para resolver trámites y/o problemas. Lo único que tienes que hacer para recibirlo es suscribirte en el siguiente enlace: https://descomplicate.substack.com/subscribe.
Comentarios