El cambio climático es mucho más que una crisis ambiental: es un espejo que refleja las desigualdades estructurales del mundo. Aunque sus efectos son globales, no todos los países ni todas las personas lo experimentan de la misma manera. Las comunidades que menos han contribuido al calentamiento global –los pueblos indígenas, las mujeres rurales, la infancia de zonas empobrecidas– son las que más sufren sus consecuencias.
La justicia climática trasciende las estadísticas de CO₂ y los informes técnicos. Coloca a las personas y a las comunidades en el centro, reconociendo que el cambio climático agrava las desigualdades existentes y vulnera derechos humanos: el derecho a la vida, al agua, a la salud, a una vivienda digna, a la alimentación.
La justicia climática exige reconocer responsabilidades diferenciadas y garantizar que quienes menos han contribuido a esta crisis tengan voz y acceso a los recursos necesarios para adaptarse, resistir y transformar sus realidades. Esto implica revisar los modelos económicos extractivistas y dependientes de los combustibles fósiles, que han beneficiado históricamente a una minoría y puesto en riesgo el futuro del planeta.
Un informe reciente citado por las Naciones Unidas revela que el 1% más rico del planeta es responsable del 16% de las emisiones globales, mientras millones de personas en América Latina, África o Asia apenas emiten gases contaminantes; pero viven con las consecuencias: sequías, incendios, inseguridad alimentaria y desplazamientos forzados.
No sólo hay desigualdad en las emisiones, también en el acceso a soluciones. Las tecnologías limpias, las infraestructuras resilientes o los seguros climáticos son una realidad lejana para comunidades rurales o indígenas. A eso se suma el escaso cumplimiento de los compromisos financieros por parte de los países desarrollados. Aunque recientemente se acordó un fondo climático de 300.000 millones de dólares hasta 2035, como se anunció en la COP29 en Bakú, aún está lejos de las cifras que se necesitan realmente para una transición justa.
La justicia climática también debe ser feminista. Las mujeres, especialmente en contextos rurales y empobrecidos, son guardianas de la biodiversidad, del conocimiento ancestral y sostenedoras de la vida. Sin embargo, rara vez están en la mesa de toma de decisiones climáticas. Su inclusión no es sólo una cuestión de equidad, sino de eficacia.
Lo mismo ocurre con los pueblos indígenas, cuya relación armónica con la naturaleza ha sido históricamente invisibilizada o vulnerada. Proteger sus territorios y reconocer sus formas de vida no solo es una deuda histórica, sino también una oportunidad para recuperar modelos de sostenibilidad reales.
Las juventudes también han irrumpido con fuerza en el debate climático global. Sus voces, muchas veces tildadas de radicales, son necesarias para romper con la inercia política y exigir un cambio de paradigma. No se trata sólo de reducir emisiones, sino de repensar el modelo civilizatorio que nos trajo hasta aquí.
La crisis climática es el síntoma de un sistema que ha fallado en distribuir el poder, la riqueza y los recursos de forma equitativa. Afrontarla sólo será posible si reconocemos que no hay solución climática sin justicia social. Si seguimos ignorando las voces del Sur Global, de las mujeres, de los pueblos indígenas y de las juventudes, no sólo fracasaremos en frenar el calentamiento global, sino que lo haremos dejando atrás a los más vulnerables.
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