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En Bolivia importan demasiado la fe absoluta, el fanatismo, la ciega obediencia, la obcecación. A nombre de ideales, se esconden prejuicios; a nombre de principios, se justifican intolerancias. Es difícil convencer a alguien que asume que sus puntos de vista son la verdad revelada… ¿qué es lo que falta que la ventura falta?, se preguntaba José Martí. Y en la Bolivia de hoy… ¿Qué es lo que falta que la reflexión falta?, el pensamiento, la ponderación, el duro camino de las ideas.

No es un problema exclusivo de los seguidores del MAS, ni de los que se le oponen. La capacidad de extraviarse y asumir falsos argumentos como verdaderos está menoscabando una transición democrática necesaria: la difusión de falacias y embustes se ha multiplicado gracias a las redes sociales virtuales.  Umberto Eco sostenía no sin pesimismo, que “el drama de Internet es que ha promocionado al tonto del pueblo al nivel de portador de la verdad”.

Hoy las posibilidades de opinar en las redes sociales digitales permiten, justamente, que cualquier opinión, por muy delirante que sea, se propague velozmente. Eco incluso sostenía que vivimos “l'invasione degli imbecilli”, dado que antes estos “imbéciles” despotricaban en los bares y sus opiniones no pasaban de eso, pero, gracias al Internet y las redes sociales virtuales, “ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel”.  

Raúl El Chancho Legnani, periodista uruguayo de izquierda (que también falleció en 2016, al igual que el semiótico italiano), llegó a considerar que Eco no podía decir algo así, ya que se equivocaba, “quizá por apresuramiento” y además, “con soberbia”. Según el periodista, la afirmación de Eco era “antidemocrática”, dado que hoy se debe permitir la libertad a los ciudadanos, y que “idiotas e inteligentes deben tener las mismas posibilidades de acceso a los medios de comunicación”. 

Por otra parte, Legnani criticaba a Eco en el sentido de que en las democracias no debería de haber nadie “que diga quién es un idiota y quién no lo es”, a menos que uno sea o monárquico o seguidor de una secta religiosa. Por lo tanto, concluía Legnani, se trataba de “un error circunstancial de Eco”, y que debería superarlo con una “autocrítica”. A diferencia de Eco, Legnani defendía “a los idiotas” en nombre de la democracia, “batalla que idiotas y no idiotas deben dar agarrados de la mano”. 

Legnani tiene parte de razón cuando aduce el necesario e incuestionable derecho a la expresión que deben ejercer todos los ciudadanos en las democracias modernas. Sin embargo, creo que aquí olvida un detalle que, en el caso de Eco, y siendo él quien era (un gran pensador de los signos), está implícito en sus declaraciones. Eco no se pronunciaba sobre el derecho a verter opiniones, sino sobre su difusión ilimitada, lo que se ha potenciado a través de las redes sociales, chats y foros colectivos de Internet.

Una salida muy interesante a este dilema la ha planteado el escritor y guionista de ciencia ficción Harlan Ellison (quien, entre otras cosas, “inspiró” el plagio que Cameron hizo de sus cuentos en el filme Terminator). Reflexionando sobre el papel de los escritores de ciencia ficción, Ellison sostenía que en sus ficciones futuristas se le reclamaba que fuera “políticamente correcto”, y que la gente le escribía presentándole una y mil opiniones, la mayoría claro, criticando su obra sin mayores argumentos. Ante esto, Ellison respondía:

“Recibo mucho correo, como escritor de asuntos fantásticos y como crítico del campo, recibo mucho correo y están llenos de opiniones. Todos tienen opiniones: yo las tengo, tú las tienes. Y todos nos dicen desde el momento en que abrimos los ojos, que todos tienen derecho a su opinión. Bueno, eso es equitación, por supuesto. No tenemos derecho a nuestras opiniones; tenemos derecho a nuestras opiniones informadas. Sin investigación, sin antecedentes, sin comprensión, no es nada. Es solo balbuceo. Es como tirarse un gas en un túnel de viento, amigos. Entonces, tengo opiniones” (Harlan Ellison, en http://harlanellison.com/buzz/bws006.htm).

Bueno, Ellison está apuntando a algo central: el derecho a decir cualquier cosa tiene límites (como cualquier derecho), y estos límites dependen de estar bien informados, de investigar, de comprender un suceso, un fenómeno. ¿De dónde sale esta comprensión? Pues es simple: del hecho de estudiar, de leer, de pensar. Umberto Eco era presentado por Legnani como “un destacado intelectual italiano”, cuyas declaraciones públicas merecían “ser analizadas con detención, serenidad y respeto”. Pero acto seguido, Legnani sostenía que al sostener que el Internet da voz a los imbéciles, Eco se equivocaba, “quizás por apresuramiento, quizás porque su condición de intelectual” lo llevaba “a analizar con soberbia los nuevos fenómenos de la comunicación”.  Pero esto no es una crítica, ni una “confrontación de puntos de vista”, como quería Legnani. Es una falsa argumentación.

Veamos: Legnani suponía que Eco era un destacado intelectual, en el sentido de algo que se es por esencia, no que se consigue con esfuerzo. Es decir: la intelectualidad a Eco le cayó del cielo, como puede caernos, por la herencia, el color de ojos, la estatura, el tipo de cabello, etc. Por lo tanto, Legnani sustancializa la intelectualidad de Eco como si fuera algo que algunos son, y otros no. Pero entonces olvida algo aún más democrático que el derecho a opinar: el derecho a educarse, el derecho a leer, el derecho a reflexionar. Creo que Legnani era, también, un hombre educado… pero su defensa del “derecho de los idiotas” a opinar, no puede ser más que demagógica (incluso Legnani llega a decir que aunque él no tenía un afecto especial por los idiotas, “los seguiría defendiendo”… porque claro, al afirmarlo así, también considera que idiota se es, al igual que intelectual: una cuestión de esencias, de condiciones absolutas. Y ahí está el detalle: es un argumento falaz, un no argumento.

Primero, no me agrada la palabra “intelectual”, porque supone que existen personas superiores, que han nacido con un gen que las hace más inteligentes que otros, a quienes por el contrario, debería llamárselos “no intelectuales” o “trabajadores manuales”, y una serie de absurdos así. Lo cierto es que si existe la inteligencia, todos los seres vivos dotados de cerebro la poseen, porque si no sus cerebros serían una especie de aderezo insulso de la evolución. Existe inteligencia de araña, inteligencia de mosca, inteligencia de tiburón, de buitre, de colibrí, de león, de elefante, e incluso (como lo está estudiando Stefano Mancuso), hay seres inteligentes que no tienen cerebro: los extraordinarios vegetales.  Así que decir que alguien es intelectual ya esconde una visión poco inteligente de los seres vivos: ya encubre un prejuicio.

Segundo, y si bien todos los seres humanos (según su etapa de desarrollo neuronal) poseen inteligencia, capacidad de razonar, de reflexionar, de argumentar y abstraer ideas del mundo fenoménico, el razonamiento no es algo que esté dado por algún dios, sino que es algo que debe cultivarse a lo largo de la vida, y con mucho, muchísimo esfuerzo. No es algo innato, además, porque las condicionantes históricas y de los entornos sociales en que nos desenvolvemos nos hacen más proclives a construir una personalidad más o menos razonante.

Y volvamos entonces al tema de las opiniones, y a la gran afirmación de Ellison. ¿Por qué las opiniones no son un derecho? Porque debemos estar informados antes de opinar. Entiendo que todos, incluso yo en este artículo, podemos dejarnos llevar por nuestros prejuicios (y de hecho lo hacemos la mayor parte del tiempo: son los atajos del cerebro que nos permiten actuar). Sin embargo, y a pesar de ello, creo que hay algo fundamental en lo sostenido por Eco y por Ellison: si bien tenemos el derecho a la libre expresión, este derecho debe estar moldeado por otro derecho fundamental: la educación. Pero no cualquier educación. Se trata de una educación que desarrolle nuestra capacidad de pensar de manera compleja, detenida, reflexiva, desapasionada. Una educación desautomatizante, para retomar una noción cara a Eco. Desautomatizar nuestros cerebros, para abrir nuestros corazones.

En fin: el puro “derecho de los idiotas a opinar” (e insisto: todos somos un poco “imbéciles”, como dice el inolvidable Rodolfo Peter MacKay Rojas: “¡Es usted un verdadero imbécil, joven Nicolás!"), es, entonces, una doctrina demagógica. El verdadero derecho es el de reflexionar. ¿Y quién tiene la obligación de permitir a las personas reflexionar? En primerísimo lugar, el Estado, a través de la creación de espacios y procesos llamados educativos.  Y, lamentablemente, el saliente gobierno que tuvo en sus manos la conducción del Estado boliviano durante 13 años, nueve meses y 18 días, no hizo gran cosa para lograr que los ciudadanos bolivianos ejerzan el derecho a la opinión informada y la reflexión de alta calidad. Llegará, esperemos, ese día, en que la guerra de opiniones entre “idiotas” termine, aunque claro, siempre existieron, y existirán, personas y grupos de personas que toman el arduo, tortuoso y difícil camino de pensar, que al mismo tiempo es el más fructífero, esperanzador y altruista, que tienen los seres humanos para vivir en una sociedad mejor.

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