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En el ajedrez político boliviano de cara a las elecciones generales de 2025, un concepto ha comenzado a circular con insistencia casi religiosa: la unidad. La unidad para vencer al Movimiento al Socialismo (MAS). La unidad para evitar que se disperse el voto. La unidad como condición de victoria. Sin embargo, cuando esa palabra deja de ser una herramienta de articulación democrática y se convierte en un chantaje discursivo que anula el pluralismo, estamos ante una peligrosa distorsión del sistema democrático. El derecho a elegir y ser elegido no puede subordinarse a intereses de cúpula ni a encuestas apresuradas disfrazadas de procesos “democráticos”.

La Constitución Política del Estado reconoce en su artículo 26 que todas las ciudadanas y los ciudadanos tienen el derecho a participar libremente en la formación, ejercicio y control del poder político, directamente o por medio de sus representantes. Esta participación incluye, naturalmente, el derecho a postularse como candidato, así como el derecho de la ciudadanía a elegir entre diversas opciones. Se trata de un derecho fundamental individual que, según el mismo artículo, comprende la libertad de decidir y de ser representado libremente. El Artículo 11 reafirma este principio al establecer que Bolivia es un Estado democrático cuya base esencial es el pluralismo político.

Por tanto, pretender “cancelar” precandidaturas o imponer una única alternativa bajo el argumento de evitar la división del voto no sólo es una estrategia cuestionable: es, jurídicamente, una amenaza directa al ejercicio de derechos fundamentales. Obligar a los actores políticos a renunciar en favor de un “candidato único” es tan antidemocrático como limitar la oferta electoral de manera autoritaria. La democracia no se fortalece eliminando opciones, sino ampliando libertades.

La narrativa de la unidad ha sido promovida con fuerza desde distintos frentes. Marcelo Claure Bedoya, empresario boliviano con aspiraciones políticas, inicialmente propuso unas primarias digitales para elegir un “único candidato opositor”, pero ante las críticas por la falta de seguridad y supervisión, viró hacia la realización de una “megaencuesta” a cargo de la empresa Panterra. A pesar de que se anunció como el estudio independiente más grande del país, con 5.000 entrevistas presenciales en las 112 provincias de Bolivia y un margen de error de ±1,4%, el proceso no estuvo exento de objeciones. No se difundió una ficha técnica completa, no hubo supervisión independiente y se incluyó como posible presidenciable a Andrónico Rodríguez, quien públicamente ya había descartado su postulación. Más grave aún fue la afirmación del propio Claure al señalar que el objetivo era “unir a los bolivianos contra el MAS”, revelando así una falta de imparcialidad estructural que compromete la credibilidad del estudio.

Desde un enfoque técnico, el principal problema radica en que los resultados entre Samuel Doria Medina (16%), Jorge Tuto Quiroga (15%), Chi Hyun Chung (13%) y Manfred Reyes Villa (11%) se encuentran tan próximos entre sí que las diferencias podrían quedar anuladas por el margen de error reportado (±1,4%). En otras palabras, dentro del intervalo de confianza, cualquiera de ellos podría estar realmente por encima de los demás. Desde un punto de vista metodológico serio, no es válido extraer conclusiones determinantes ni proclamar un ganador dentro de un grupo tan estrechamente disputado. Si la encuesta se utilizara para seleccionar un candidato único, como algunos promueven, se estaría cometiendo un grave error metodológico y político. Además, el hecho de que un 20% de la muestra no haya expresado preferencia o se haya mantenido en silencio, añade un nivel de incertidumbre estadística que puede alterar completamente el escenario si esos votantes indecisos se movilizaran o se inclinaran hacia una opción hoy subvalorada. Bajo este contexto, utilizar esta encuesta como insumo decisivo para definir una candidatura única carece de legitimidad técnica y constituye un acto de imposición, no de consenso. Un estudio de opinión jamás puede ser un instrumento de exclusión política, menos aun cuando es promovido desde intereses particulares. La técnica no puede justificar lo que la política no puede sostener.

Desde el ámbito político tradicional, los excandidatos presidenciales Samuel Doria Medina y Jorge Tuto Quiroga han suscrito un acuerdo dentro del llamado “Bloque de Unidad”, en el que se comprometen a respetar el resultado de una encuesta cerrada para definir un único postulante. Lo más alarmante es que el mecanismo consiste en responder preguntas prediseñadas, lo que más se asemeja a un examen escolar que a una consulta ciudadana. En paralelo, otros actores como Manfred Reyes Villa y Chi Hyun Chung han conformado otro bloque con la misma intención: una sola cara, una sola voz, una sola opción.

Pero esta pretensión no es exclusiva de la oposición. Desde el oficialismo, Luis Arce Catacora también ha activado su maquinaria para consolidarse como la “única opción de izquierda” en el país. Ha convocado a las organizaciones sociales a construir un nuevo programa de gobierno que fortalezca al MAS como el único instrumento político de los movimientos sociales, intentando cerrar el paso a cualquier otra expresión progresista. Desde el poder, se impone el relato de que “lo popular” sólo puede tener una bandera y un rostro, lo que representa una forma sutil pero efectiva de exclusión.

Así, tanto desde la oposición como desde el oficialismo, la democracia boliviana se ve amenazada por una carrera para convertirse en “el único”, invisibilizando otras opciones, inhibiendo la pluralidad y distorsionando la competencia electoral.

La historia reciente de Bolivia nos demuestra que las alianzas circunstanciales basadas únicamente en la urgencia de derrotar al adversario político tienden a romperse con rapidez y derivan en crisis institucionales. Una supuesta unidad que no se articula desde una propuesta ideológica coherente, sino desde intereses personales o sectoriales, corre el riesgo de convertirse en una simple “juntucha”. Y en política, las juntuchas no gobiernan: colapsan.

El mayor peligro de una alianza electoral sin contenido es su efecto posterior en la Asamblea Legislativa Plurinacional. Si se fuerza una única candidatura presidencial a través de estas imposiciones y luego cada actor político exige su cuota legislativa, el resultado será una Asamblea atomizada, fragmentada y sin cohesión ideológica. Esto genera ingobernabilidad, paraliza la gestión pública y deteriora aún más la institucionalidad democrática, ya suficientemente afectada por años de crisis política.

Además, esta supuesta unidad termina por invisibilizar a nuevas voces y liderazgos ciudadanos, especialmente a jóvenes y mujeres, que no encuentran espacio en estos acuerdos de élite dominados por los mismos rostros de siempre. Se exige “unidad”, pero lo que se propone es continuidad.

La unidad no puede ser un fin en sí mismo. En democracia, la unidad debe surgir de un proyecto compartido, de un programa discutido colectivamente y de una ética pública común. No de encuestas privadas, algoritmos opacos o reuniones de hotel entre excandidatos.

Frente al discurso hegemónico de “la unidad o el desastre”, es necesario recordar que la verdadera derrota para la democracia no es la multiplicidad de candidaturas, sino la negación del derecho a elegir. Es el ciudadano quien debe decidir entre alternativas reales, no entre lo que un puñado de actores deciden por él bajo amenaza de dispersión.

No hay democracia sin pluralismo. No hay libertad sin opciones. Y no hay transformación sin ideas. Quienes hoy promueven la unidad como una urgencia electoral olvidan que los derechos no se negocian en función del cálculo político. La democracia no es un acuerdo entre notables, es un proceso abierto, participativo y garantizado por la Constitución.

La verdadera unidad no silencia, no excluye y no condiciona. La verdadera unidad se construye con libertad, no con imposiciones.

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