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Por Rafael Sagárnaga López //

¿Cuál es uno de los primeros artículos que extraña una o un boliviano que se va a vivir a Santiago, Buenos Aires, San José o Panamá? Fácil y evidente: las bolsas plásticas que virtualmente empaquetan a nuestro país. Se han convertido en un vicio social que ha desbordado toda recomendación y control.

Prácticamente ya son parte de los “buenos modales” plurinacionales, especialmente entre los comerciantes. Una marca de idiosincrasia e identidad. Llega al extremo de que si alguien rechaza esa gentileza, a veces le miran como si fuera un extravagante o hasta un resentido social. “No quiere bolsita, dice” y cuchicheos similares suelen escucharse, a veces entre risitas, a veces entre miradas de asombro.   

La bolseada, por llamarla así, parece ser una de las primeras normas del protocolo de ventas que los propietarios o jefes remarcan a los vendedores. Quién no ha escuchado frases como: “Les vas a dar siempre en bolsita y si hace falta dos, le das en dos, no te vas a ‘michar’. Hartos paquetes de bolsas tenemos”. Con esa cortesía pareciera invadir a los comerciantes un aire de realización y generosidad. Y para más de un cliente, una señal de respeto porque “¡cómo no va a tener ni bolsita para sus ventas!”.    

Es una práctica a gran escala. Uno de los ejemplos mayores se puede observar en la mayor cadena de supermercados del país. Allí cajeros y asistentes de cajeros destacan por una especie de hiper malabarismo aprendido para deshojar, desenrollar e inflar de un solo jalón las bolsitas. Su otra destreza aprendida es la de separar la mercadería vendida, según condición y tamaño, y acomodarla en sus respectivas bolsitas plásticas. Luego, cuando suman demasiadas, proceden velozmente a sacar las híper bolsas donde meter las bolsitas.       

Los clientes, agradecidos, saben que buena parte de ese nuevo stock alimentará la bolsa de bolsas plásticas que hay probablemente en cada hogar boliviano. No estará demás recordar que cuando la cadena de supermercados competidora lanzó una iniciativa ecológica la pasó muy mal. Entonces decidió volver y resignarse a la “bolsitosis aguda” que afecta a Bolivia.

Y bueno, si así pasa en esas y otras instituciones de reconocido nivel, entonces no hay freno alguno para el resto. Cafeterías, hamburgueserías, quioscos de jugos naturales, puestos de choripanes, etc. atienden clientes de manera sostenida basando su distribución en bolsas. Desatan una apoteosis plástica: bolsas para los sándwiches, bolsitas minúsculas para los condimentos, todas ellas en otra bolsa; vasos de plástico con bombillas de plástico o, si se prefiere, botellas… de plástico. Todo en una gran bolsa plástica. Los vendedores hacen gala de higiene usando guantes plásticos y, claro, barbijos desechables de material plástico. Y cuando hay promoción, el premio es una gaseosa en botella pet. “Casero, ¿no quiere que le regale una bolsita para la botella?”.

Y hay mucho más. Las propias bolsas se han convertido en vasos o tazas. Allí se venden, con bombilla integrada, desde mocochinchis y refrescos de canela hasta los “sanísimos”, baratos y agradables combinados de quinua con manzana. Claro, también algunas bebidas espirituosas en determinados apuros económicos o fiesteros. Hasta se puede advertir su aprovechamiento a lo largo del tiempo. Durante la época navideña, por ejemplo, se ha reemplazado, en diversas partes, los tradicionales canastones por bolsones…plásticos, obviamente.    

Y finalmente se han desatado particulares formas de reciclados de bolsas. Hay pelotas hechas con bolsas, botas de bolsas, guantes y gorros para salir de la peluquería. Hay bolsas asfixiantes de asalto en barrios peligrosos y bolsas convertidas en paracaídas como juguetes para los niños. Se usan bolsas para lanzar materiales indeseables a los policías en las protestas sociales, a manera de boleadoras. Hay bolsas para salvar apuros urinarios, etc., etc. y etc. Luego, agotadas ya, en fracciones o retazos viajan libres contaminando la vida a su libre albedrío.

Por eso, sin duda, una de las formas de extrañar Bolivia cuando se viaja a ciertas capitales es la ausencia de ese mundo de bolsas. Mundo del que decidieron apartarse ya 127 países, 27 de ellos totalmente. Según el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF), en 2021 Bolivia consumía cerca de 142.700 toneladas de plástico al año. Por su parte, el activista y periodista Carlos Lara señaló que estudios realizados antes de la pandemia Covid determinaron que el país utilizaba cada año alrededor de 4.000 millones de bolsas plásticas. Pero esa cifra bien pudo haber crecido mucho más debido a las medidas biosanitarias del año 2020.  

No se trata nomás de consumir alegremente bolsas y bolsitas, en medio de un mar adicional de envases de plástico. Resultan abundantes los estudios que hablan de su impacto contaminante en el medioambiente y su lenta cuanto nociva degradación. De acuerdo a la WWF, del total de plásticos desechado, alrededor del 5 por ciento termina en botaderos a cielo abierto o cuerpos de agua. Esto implica la contaminación de la naturaleza y la afectación a los ecosistemas.

Pero además se han multiplicado las recomendaciones para evitar su uso especialmente en actividades alimentarias. Y en Bolivia no sólo se come plástico, sino que también llueve y se respira plástico. Una investigación de la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible (SDSN) en Bolivia publicada en 2021, titulada “Una lluvia de plástico… literal”, describe este fenómeno. Alerta sobre las “inimaginables” cantidades de micro o nanoplásticos que caen sobre diversas regiones del planeta.

Los microplásticos son piezas muy pequeñas provenientes de desechos, miden menos de 5 milímetros de longitud. Mientras que los nanoplásticos tienen un tamaño entre uno y 100 nanómetros (un millón de veces más pequeño que la cabeza de un alfiler), lo que los hace capaces de atravesar las membranas biológicas y afectar el funcionamiento de las células. Ambos se originan a medida que estos desechos plásticos se degradan lentamente rompiéndose en pedazos cada vez más pequeños. Según diversos investigadores, casi cualquier cosa que esté hecha de plástico podría estar arrojando partículas a la atmósfera.

Específicamente, las bolsas plásticas contienen aditivos tóxicos como bisfenol A (BPA) y ftalatos, que pueden alterar el sistema endocrino y estar relacionados con problemas hormonales, infertilidad y cáncer. Al degradarse, liberan compuestos que pueden contaminar los suelos y el agua, afectando la salud humana. La quema de bolsas plásticas libera dioxinas y furanos, sustancias altamente tóxicas que pueden causar enfermedades respiratorias, daños en el sistema nervioso y aumentar el riesgo de cáncer.

Para quienes van al campo, de camping, y dejan sus bolsitas valdrá la pena contarles su impacto. Las bolsas plásticas desechadas en campos agrícolas pueden afectar la calidad del suelo, reducir su fertilidad y afectar el crecimiento de los cultivos al impedir la absorción de agua y nutrientes. Peor aún, muchos animales ingieren plásticos al confundirlos con alimento, acumulando toxinas en su organismo. Estas toxinas pueden pasar a los seres humanos a través del consumo de carne y pescado.

Finalmente, ya que andamos en época de lluvias y por si algo más faltara: en zonas donde las bolsas plásticas se acumulan como desechos, pueden obstruir desagües y causar inundaciones. Esto favorece la propagación de enfermedades transmitidas por el agua, como el dengue y la malaria.

¿No habrá caso de regresar a aquellos tiempos donde en cada casa se tenían bolsas reutilizables o se apelaba a vistosas canastas artesanales? ¿Será tan complicado instruir que, por lo menos, las bolsas no sean gratuitas y se vendan a los olvidadizos? ¿Habrá campo en las campañas presidenciales para plantear una forma de salir de este venenoso y potencialmente mortal vicio de las bolsitas? Así ya pasaríamos a convertirnos en ciudadanos más normales en el planeta y no extrañarlas como adictos cada vez que visitamos un país que decidió erradicarlas saludablemente.   

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