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Estamos —gracias a la providencia— muy cerca del balotaje final. Realmente fueron semanas insoportables al extremo por la guerra sucia y la falta de ética electoral y política, que nos muestra que el ser humano que no cuenta con principios y valores bien encumbrados va a usar todas las herramientas y armas para tener el poder y destruir o, por lo menos, dañar a quien se le ponga al frente. Lo tragicómico es que luego del 19 de octubre, no les va a quedar otra a los contendientes, cualquiera gane, que darse la mano para poder sobrevivir a la grave situación que se avecina.

Lo acontecido en este aborrecible proceso electoral nos da suficientes luces para darnos cuenta de que si alguien sigue con el discurso de que ahora sí habrá cambios y transformaciones, que abandonaremos las prácticas de veinte años de masismo —hay que decirlo— puso la vara muy alta de lo que NO se debe hacer, pero al parecer los políticos se esfuerzan por seguir el ejemplo, y muestras hay de sobra en este cortísimo tiempo.

Al final por lo que se ve, no habrá demasiadas diferencias por quien se lleve y se siente en la silla presidencial, porque el panorama será exactamente el mismo: la crisis económica, social y política que vivimos desde hace muchos años, incluso décadas, con problemas estructurales que ni el masismo con todo lo que significó y la plata necesaria pudo o le dio la gana de resolver, está ahí, con la pena de que el próximo gobierno no tiene ni el músculo (social o político) ni la billetera para solucionar y ahí despierta el primer miedo, de que al final sigamos cayendo y cayendo, con el consabido efecto para las grandes mayorías que volverán a empobrecerse.

Los frentes políticos —más edulcorados o menos— hablan de AJUSTE, unos con recetas del siglo pasado (capitalización con otro nombre) o sólo discursivas (capitalismo popular); pero como es sabido, esas medidas no afectan a todos por igual. Si bien las y los bolivianos estamos ahora en la misma piscina (falta de combustible, medicinas, subida de precios, carencia de trabajo formal, injusticia, etc.), la mayoría está nadando con gran esfuerzo. Una parte tiene salvavidas de distinto tamaño y los menos cuentan incluso con botes de diversa caladura.

Generalmente es ese último grupo de los menos el que habla de que “todos” tenemos que sacrificarnos con las medidas que llegan, sin mirar el costo para los derechos humanos de las grandes mayorías, que apenas están flotando. Ahí surge el segundo miedo, ya que sostener las presuntas medidas de ajuste al parecer podría empujar al futuro gobierno a usar las artimañas, acciones negativas y estrategias perversas que hemos atestiguado en estas dos décadas, porque sería realmente sorprendente que se apele al diálogo democrático, constructivo, horizontal y maduro.

Lo dicho ha sido de cierta forma señalado por el estudio que realizaron Oxfam y la UPB, denominado “El costo social del ajuste”, que nos presenta una realidad desalentadora, al mostrar cómo afectarían algunas medidas como la eliminación del subsidio a los carburantes y la liberalización del tipo de cambio, en cuyas conclusiones refieren lo antes expuesto, que la factura la pagarán los más vulnerables, que vivieron en una burbuja de jabón con las medidas masistas y que caerían con dolorosa fuerza a niveles de pobreza incluso extrema.

Asimismo, el informe refiere que estas medidas traerían posibles efectos a largo plazo como desnutrición, desarticulación familiar, abandono escolar, mayores índices de violencia y delincuencia, repercusiones políticas de estabilidad y gobernabilidad, migración forzada; por lo que surge el tercer miedo, puesto que nuestro país no se ha caracterizado por ser fuerte en esos aspectos. Imaginar un recrudecimiento sólo de la violencia familiar y contra la niñez y mujer, donde estamos entre los primeros en índices, temas de desnutrición y mortalidad infantil, de los cuales nunca hemos salido completamente, realmente asusta demasiado.

Obviamente, como se dijo, las medidas afectarían a la población más vulnerable, la misma que ante la desesperación seguramente asumiría medidas, pero quizá no distribuya bien la responsabilidad sobre los verdaderos culpables del desastre, sino volcaría toda su frustración en aquellos que vayan a gobernar, y analizando a las actuales candidaturas, y su arrastre social y político, se muestran demasiado débiles, sin estructura o base alguna. Sólo observe usted la composición parlamentaria y vea si le dará confianza su trabajo para lo que se avecina. Surge el cuarto miedo, de que la ingobernabilidad sea tanta que entremos en una espiral sinfín de inestabilidad política, sumada a nuestra falta de institucionalidad cuya respuesta sea represión y violencia política, afectando derechos humanos fundamentales.

Como puede observarse, son realmente horribles la zozobra y la falta de respuestas. El siguiente gobierno —cualquiera sea— tiene una responsabilidad tremenda, enorme; pero lamentablemente quizá ninguno de los contendientes tenga la fuerza, la entereza, la capacidad, el equipo, los principios y valores suficientes para estar a la altura del desafío. Necesitamos un cirujano, y al parecer tenemos sólo paramédicos.

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Sin gritar “¡fraude!”

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