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Por Emilio Doménech*

Era de noche y caminaba por una pasarela cerca del mar. No había ni un atisbo de luz en los alrededores. Las estrellas resplandecían. Y de repente, ahí arriba, una hilera de puntos verdes luminosos atravesaron el cielo a una velocidad injustificada. Ni tan rápido como una lluvia de meteoritos, ni tan lento como un avión comercial.

¿El carro de Papá Noel?

No. Eran satélites de Starlink, la compañía que ha llenado la órbita terrestre de cientos de ellos para formar lo que ahora conocemos como megaconstelaciones satelitales. Te hablo de redes con cientos de satélites que, entre otros servicios, permiten conectividad de alta velocidad en lugares de la Tierra que hace unos años parecían inalcanzables.

Que mi paseo incluyera esa pequeña sorpresa sólo se explica por el New Space, o Nuevo Espacio, el reciente statu quo espacial en el que nos ha metido una de las figuras más reverenciadas y denostadas de la actualidad: Elon Musk, consejero delegado de Starlink y también de SpaceX, el fabricante aeroespacial que ha revolucionado el sector con sus cohetes reutilizables.

«Todos los actores del New Space tenemos que dar las gracias a Musk y a SpaceX», me cuenta Jaume Sanpera, CEO de Sateliot, una startup española que pretende desplegar decenas de nanosatélites, no más grandes que un microondas, en su propia megaconstelación. Con los cohetes de SpaceX, me asegura que el precio de colocar sus satélites en órbita «se ha reducido a una veinteava parte».

Ya hay otros que buscan sacar rédito de ese universo orbital. Magnates como Jeff Bezos y gobiernos de todo el planeta se afanan por poner en funcionamiento sus propios satélites, incluida una Unión Europea que este último diciembre firmó un acuerdo para desplegar 290 satélites que den cobertura constante y segura a socios e instituciones propias.

Claro que esa búsqueda de propósito en el espacio no es exclusiva de mil millonarios y jefes de Estado. El abaratamiento de costes ha abierto la puerta a pequeños emprendedores que ya planean dejar su propia huella en las órbitas.

«Yo, fíjate, en vez de hablar de New Space, siempre hablo de Next Space, porque es el futuro que viene y que está cambiando todo», me cuenta por teléfono Juan Carlos Cortés, director de la Agencia Espacial Española. «Ahora, se hacen las cosas mucho más baratas, mucho más pequeñas, pero con las mismas prestaciones». Y ahí está la ventana de oportunidad para los pequeños jugadores como Sateliot. Sanpera lo tiene claro: «Son las pequeñas startups innovadoras las que tenemos la velocidad y la capacidad de asumir el reto, exactamente igual que ha hecho Starlink en Estados Unidos».

Compañías como Starlink o Sateliot pretenden que nunca pierdas contacto con uno de sus satélites. Eso necesita dos requisitos: que haya muchos satélites en movimiento y que vayan a velocidad suficiente como para que siempre haya uno sobre tu cabeza (o en el ángulo necesario para verte desde la distancia).

Con unas cuantas decenas de satélites en órbita, en teoría cualquier proveedor puede prestar cobertura global y constante. Por ahora, Sateliot ha conseguido colocar seis de los suyos con la ayuda de SpaceX, pero en unos años pretenden hacerlo también junto a otros compañeros españoles.

PLD Space, una startup de Elche, piensa lanzar este mismo año su primer cohete reutilizable con capacidad para desplegar satélites. Se llama Miura 5 y refleja el ascenso de la industria del New Space incluso en un país como España y en un marco como el europeo, donde tendemos a pensar que siempre vamos muy por detrás.

Miura 5 de PLD Space ©

SpaceX lleva entre 5 y 10 años de ventaja a todos los demás, según me dice por teléfono Ezequiel Sánchez, presidente ejecutivo de PLD Space. «Ahora hay un monocultivo de SpaceX», pero todo promete cambiar en cuestión de unos años conforme fabricantes como PLD Space entren en escena.

Por ahora, sólo grandes contendientes de la carrera como SpaceX, OneWeb o Project Kuiper, de Amazon, aspiran a colocar miles de satélites en órbita. Su pretensión es lograr el mejor servicio de cobertura y velocidad, incluso superando lo que muchas compañías de telecomunicaciones pueden ofrecer en tierra.

Camellos conectados

Empresas como Sateliot no buscan competir de tú a tú con ellos, sino ofrecer otro tipo de servicios. Sus nanosatélites, más pequeños y baratos que los de Musk, trabajan en el campo del Internet de las Cosas: agricultura, ganadería, infraestructuras. Con apenas unos pocos mensajes de texto, de esos que requieren poco ancho de banda, monitores inteligentes en cualquier parte del planeta (en zonas montañosas, en desiertos) pueden transmitir información a estos satélites y así llevar un seguimiento en tiempo real de cualquier cosa que se te venga a la cabeza.

«Camellos», me dice Sanpera. Ya hay equipos «para monitorizar a esos animales y saber dónde están, si están bien o están enfermos, si se han quedado preñados». Por un pequeño coste mensual, ganaderos de todo el mundo (o los Reyes de Oriente) podrán saber en cualquier momento esa información porque habrá un satélite preparado para recibir y comunicar sus mensajes de vuelta a tierra.

Ahora, llévate eso a cualquier otro tipo de medición: infraestructuras en peligro de hundimiento (aquel puente en Italia), desastres naturales inminentes (aquel terremoto en Turquía), fugas en regiones incomunicadas (un escape de gas en la tundra), agricultura de precisión (una plaga amenazante contra la cosecha de un país pobre).

Lo bueno es que esto sólo va a ir a más. Starlink y compañía ofrecerán el internet tope de gama, pero startups como Sateliot ofrecerán servicios a precios mucho más económicos, democratizando el acceso a estos satélites y abriendo un mundo de posibilidades para la interconexión desde cualquier parte del planeta.

Nanosatélites de Sateliot ©

A más empresas, más satélites con más funciones. ¿Pero cuántos satélites más?

«Se habla de que en 20 años habrá cerca de 100.000 satélites», me dice Cortés, de la Agencia Espacial Española. Sólo entre Starlink, China y unos pocos más podrían poner en órbita la mitad de ellos de aquí a 2030.

Basura espacial

Quizá te hayas preguntado: ¿Pero caben ahí arriba? La respuesta sencilla es que sí. Hay muchos niveles de órbita a los que viajar (a 240 kilómetros de altura, o a 320, o a 326), y nanosatélites como los de Sateliot apenas ocupan lo que un microondas. Además, las superficies de todos esos niveles son muchísimo más extensas que la del propio planeta. Pero la respuesta más compleja es que las cosas pueden complicarse muy rápido, como en la película Gravity de Alfonso Cuarón.

(Si no la has visto, piensa en un trozo de basura espacial que impacta contra un satélite y lo arrastra hasta alcanzar a otro, y a otro, y a otro. Una bola de nieve espacial a 24.000 kilómetros por hora. Suerte al que pille por delante).

Por ahora, la aglomeración de megaconstelaciones tiene dos problemas principales: puede ser un estorbo para los astrónomos y puede generar basura en el espacio. La regulación internacional todavía se queda lejos de establecer normativas que impidan abusos y no son pocos los que están aprovechando los vacíos normativos.

«SpaceX es el primero que pasa absolutamente de todo en temas de regulación», me dice Sanpera. Pero incluso las empresas de Musk ya trabajan en satélites que no reflejen la luz y sean menos molestos para quienes intentan descifrar el universo desde tierra. Muchos astrónomos consideran las medidas insuficientes, y menos cuando el número de satélites no hace más que crecer.

Lidiar con la basura espacial es si cabe más complicado, pero Esther Bastida, ingeniera de sistemas de la misión Proba-3 de la Agencia Espacial Europea, me explica por videollamada dos formas de lidiar con ella. La primera es una suerte de WALL-E, el robot de Pixar que recogía basura en un planeta abandonado por el ser humano.

Con Proba-3, me cuenta Bastida, quieren hacer un «experimento de encuentro no cooperativo» en el que un satélite se acerca a otro con máxima precisión para evitar colisiones. «Esto es lo que se puede utilizar en el futuro para todo el tema de servicios en órbita: recoger basura espacial, incluso realizar mantenimiento sobre satélites que ya están en órbita».

China ya prueba desde hace años deshacerse de basura espacial con satélites que incorporan redes enormes o brazos mecánicos. Más WALL-E todavía.

La otra forma de lidiar con la basura espacial es evitarla. Proba-3 es un ejemplo perfecto de un tipo de satélite que no la genera. Al final de su vida útil, sale de órbita y vuelve a entrar en la atmósfera en lo que se conoce como «desintegración controlada». No deja ningún tipo de residuo en el espacio y tampoco cae en tierra en forma de meteorito, por si te lo preguntas.

Pese a las innovaciones, el ritmo de despliegue de satélites apunta a que esta conversación sobre basura espacial irá a más, pero también a que nuestra mirada hacia el espacio será cada vez más pragmática. Los protagonistas de este reportaje hace tiempo que resuelven ecuaciones para que nuestra órbita terrestre opere en mayor armonía, pero es cuestión de unos pocos años que los demás también participemos activamente en ese mismo baile de satélites. Quizá porque usaremos uno de sus servicios. Quizá porque encontraremos un trabajo en la industria.

La hilera de satélites dejará entonces de ser una anécdota para pasar a formar parte rutinaria del cosmos que nos mantiene a todos conectados. Con suerte, para mejor.

*Fundador y CEO de WATIF

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